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Mientras revisaba con atención el reportaje advertí que los trozos descuartizados recordaban vagamente a un conejo a punto de ser guisado. Salvo en una cosa. La quinta foto mostraba un bracito que concluía en cuatro dedos perfectos y el pulgar curvado en una palma delicada.

Las dos últimas se centraban en la cabeza. Sin la cobertura externa de la piel y el cabello parecía primitiva, como de un embrión separado del cordón umbilical, desnudo y vulnerable. El cráneo tenía el tamaño de una naranja. Aunque el rostro era inexpresivo y los rasgos antropoides, no había que ser una Jane Goodall para comprender que no se trataba de un primate humano. La boca presentaba plena dentición, incluidos los molares. Conté tres premolares en cada cuadrante. El mono terminal procedía de Sudamérica.

Mientras devolvía las fotos al sobre me dije que era uno de tantos casos de animales. Nos los traían de vez en cuando por creer que se trataban de restos humanos. Garras de osos desollados y abandonados por los cazadores; cerdos y cabras sacrificadas para alimentación cuyas partes no deseadas se desechaban en una cuneta; perros y gatos maltratados y arrojados al río. La crueldad del animal humano me pasmaba constantemente. No conseguía acostumbrarme a ella.

¿Por qué, pues, me llamaba la atención aquel caso? Otro examen de las fotos me confirmó que el mono había sido descuartizado. ¿Y qué? Aquello carecía de importancia: lo mismo sucedía con la mayoría de los cadáveres de animales que encontrábamos. Algún sádico que probablemente se divertía atormentando y matando. Tal vez se tratase de un estudiante suspendido en los exámenes.

Al llegar a la quinta foto me detuve y fijé los ojos en la imagen. Una vez más se me agarrotaron los músculos del estómago. Sin apartar la mirada de ella, cogí el teléfono.


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