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– ¿Hasta qué hora tiene abierto?

– Hasta las dos.

– ¿Viene él por las noches?

– Tal vez.

Charbonneau tomaba notas en un bloc con tapas de cuero. Hasta el momento apenas había escrito.

– ¿Trabajó usted ayer por la tarde?

Halevi asintió.

– Fue muy ajetreado como víspera de festivo, ¿saben? Tal vez la gente creía que hoy no abriría.

– ¿Vio entrar a este tipo?

Halevi volvió a examinar la foto, se pasó las manos por la nuca y por último se rascó con energía su aureola capilar y profirió un resoplido al tiempo que levantaba las manos en ademán de impotencia.

Charbonneau guardó la foto en su bloc de notas y lo cerró de golpe. A continuación depositó una tarjeta sobre el mostrador.

– Si recuerda algo más, llámenos, señor Halevi. Le agradecemos las molestias que se ha tomado.

– Desde luego, desde luego -repuso el hombre con expresión radiante por vez primera desde que había visto la insignia-. No dejaré de llamarlo.

– Desde luego, desde luego -repitió Claudel cuando salimos a la calle-. Ese sapo llamará cuando la madre Teresa viole a Saddam Hussein.

– Es vendedor de un dépanneur. Tiene el cerebro de serrín -replicó Charbonneau.

Cuando nos dirigíamos al coche me volví a mirar. Los dos viejos aún estaban junto a la puerta como elementos permanentes del decorado, al igual que perros de piedra ante la entrada de un templo budista.

– Déjeme la foto un momento -le dije a Charbonneau. El hombre pareció sorprendido, pero me la entregó. Claudel abrió la puerta del coche, y de su interior salió una bocanada de aire tan caliente como de una fundición. Pasó un brazo por la puerta, apoyó un pie en el estribo y me observó. Cuando yo volvía a cruzar la calle le dijo algo a Charbonneau que, por fortuna, no llegó a mis oídos.

Me aproximé al anciano de la derecha. Llevaba unos descoloridos pantalones cortos de color rojo, camiseta de tirantes, calcetines y zapatos abotonados en el empeine. Sus huesudas piernas estaban totalmente surcadas de venas varicosas y parecía como si la pálida y blanca piel se hubiera tensado sobre nudos de espaguetis. La desdentada boca se le hundía hacia adentro y de su comisura surgía un cigarrillo que se inclinaba hacia el suelo. Mientras me acercaba me observó sin ocultar su curiosidad.

– Bonjour -los saludé.

– ¡Hola!

Se inclinó hacia adelante para desprender la sudorosa espalda del agrietado plástico del asiento. Pensé que nos habría oído hablar o que habría reparado en mi acento.

– Un día muy caluroso, ¿verdad?

– Los he visto peores.

El cigarrillo se movía al ritmo de sus palabras.

– ¿Vive usted por aquí?

Señaló con su flaco brazo en dirección a St. Laurent.

– ¿Puedo hacerle una pregunta?

Cruzó de nuevo las piernas y asintió.

Le tendí la foto.

– ¿Ha visto alguna vez a este hombre?

Sostuvo la foto con el brazo izquierdo extendido y se protegió los ojos del sol con la mano derecha. El humo flotaba sobre su rostro. Examinó tanto tiempo la imagen que pensé que quizá se habría dormido. Un gato blanco y gris cubierto de magulladuras al rojo vivo se deslizó detrás de su silla, rodeó el edificio y desapareció por la esquina.

El segundo anciano apoyó las manos en las rodillas y se levantó con un leve gruñido. Había tenido el cutis claro, pero en aquellos momentos parecía llevar ciento veinte años sentado en la silla. Se ajustó primero los tirantes y luego el cinturón que sostenía sus pantalones grises de trabajo y se acercó a nosotros arrastrando los pies. Inclinó la cabeza, cubierta con una gorra de los Mets, sobre el hombro de su compañero y contempló la foto con los ojos entornados. Por fin el piernas de espagueti me la devolvió.

– Ni siquiera lo reconocería su propia madre. Esta foto es una porquería.

El segundo anciano fue más positivo.

– Vive en algún lugar por ahí -dijo.

Y señaló con un dedo amarillento un sórdido edificio de piedra de tres plantas, más abajo. Tampoco él tenía dientes ni llevaba dentadura postiza y, al hablar, la barbilla parecía tocarle la nariz. Cuando se interrumpió, le señalé la foto y luego el edificio. El hombre asintió en silencio.

– Souvent? -le pregunté. ¿Con frecuencia?

– Hum… Oui -respondió enarcando las cejas y levantando los hombros.

Adelantó el labio inferior y ondeó la mano en un ademán significativo. Más o menos.

Su compañero agitó reprobatorio la cabeza y resopló disgustado.

Hice señas a Charbonneau y a Claudel para que se acercaran y les expliqué lo que había dicho el anciano. Claudel me miró como si fuera una avispa enojosa, una molestia que debía soportar. Yo lo miré a mi vez desafiante: le constaba que era él quien debía haber interrogado a los hombres.

Charbonneau se volvió sin hacer comentario alguno y se centró en la pareja. Claudel y yo escuchamos en silencio. Los ancianos se expresaban en argot, con la rapidez de una ametralladora, alargando las vocales y truncando los finales de las palabras, de modo que apenas capté la conversación. Pero los gestos y señales eran tan elocuentes como titulares. El de tirantes decía que el tipo vivía en aquella manzana; el de piernas de espagueti no estaba de acuerdo.

Por fin Charbonneau se volvió hacia nosotros, señaló el coche con la cabeza y, con un ademán, nos indicó que lo siguiéramos. Cuando cruzábamos la calle sentí dos pares de ojos legañosos clavados en mi espalda.


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