– Yo tengo una nieta de cuatro años, y estoy de acuerdo con usted -convino Eduardo-. No construyo piscinas, pero conozco a quienes lo hacen. Puedo ocuparme del mantenimiento, desde luego, pasar el aspirador y mantener las sustancias químicas en equilibrio, ya sabe, de manera que no se enturbie el agua o la piel no se le vuelva verde o lo que sea.
– Lo que usted diga -dijo Ted-. Puede ocuparse de ello. Lo único que no quiero es un trampolín. Y puede plantar algo alrededor de la piscina, para que los vecinos y los transeúntes no nos estén mirando siempre.
– Le recomiendo un escalón, bueno, tres escalones -propuso Eduardo-. Y encima de los escalones, para afirmar el suelo, le sugiero unos olivos silvestres. Aquí arraigan bien, y las hojas son bonitas, de un verde plateado. Tienen unas flores amarillas fragantes y un fruto parecido a la aceituna. También se les llama acebuches.
– Usted mismo, lo dejo en sus manos. Y luego está la cuestión del perímetro de la finca. Creo que ésta nunca ha tenido un límite visible.
– Siempre podemos plantar un seto de aligustres -replicó Eduardo Gómez. El hombrecillo pareció estremecerse un poco al pensar en el seto del que había colgado, agonizando a causa de los gases de escape. Sin embargo, podía obrar maravillas con el seto de aligustres. El de la señora Vaughn había crecido bajo sus cuidados una media de cuarenta y cinco centímetros al año-. Sólo tiene que abonarlo, regarlo y, sobre todo, podarlo -añadió el jardinero.
– Claro, pues entonces que sea ligustro -convino Ted-. Me gustan los setos.
– A mí también -mintió Eduardo.
– Y quiero más césped -dijo Ted-, quiero librarme de las estúpidas margaritas y las hierbas altas. Apuesto a que hay garrapatas en esas hierbas altas.
– Seguro que las hay -convino Eduardo.
– Quiero un césped como el de un campo de deportes -manifestó Ted con vehemencia.
– ¿Lo quiere con líneas pintadas? -inquirió el jardinero. -¡No, no! Quiero decir que el tamaño del césped debe ser el de un campo de deportes.
– Ah -dijo Eduardo-. La extensión de césped es muy amplia. Hay mucho que segar, una gran cantidad de cabezales de riego…
– ¿Qué tal la carpintería? -preguntó Ted al jardinero. -¿Qué tal?
– Quiero decir si puede hacer usted trabajos de carpintería. He pensado en poner una ducha al aire libre, con varias alcachofas. La carpintería será mínima.
– Claro que puedo hacer eso -le dijo Eduardo-. No me dedico a la fontanería, pero conozco a uno que…
– Lo que usted diga -repitió Ted-. Lo dejo en sus manos. ¿Y qué me dice de su esposa? -añadió.
– ¿Qué quiere saber?
– Si trabaja. ¿A qué se dedica?
– Pues ella hace la comida, a veces cuida de nuestra nieta y de los hijos de otras personas. Se ocupa de la limpieza en algunas casas…
– A lo mejor le gustaría limpiar ésta -le dijo Ted-. Podría cocinar para mí y cuidar de mi hija de cuatro años. Es una niña muy simpática. Se llama Ruth.
– Claro, se lo preguntaré. Apuesto a que aceptará.
Eddie estaba seguro de que Marion se habría sentido desolada de haber sido testigo de aquellas transacciones. Hacía menos de veinticuatro horas que se había ido, pero su marido ya la había sustituido, por lo menos mentalmente. Había contratado a un jardinero, carpintero, vigilante implícito y factótum, ¡y la esposa de Eduardo pronto cocinaría y cuidaría de Ruth!
– ¿Cómo se llama su mujer? -preguntó Ted a Eduardo. -Conchita.
Conchita acabaría cocinando para Ted y Ruth. No sólo llegaría a ser la principal niñera de Ruth, sino que cuando Ted emprendiera un viaje, Conchita y Eduardo se trasladarían a la casa de Parsonage Lane y cuidarían de Ruth como si fuesen sus padres. Y la nieta de los Gómez, María, que tenía la misma edad que la hija de Ted, sería con frecuencia su compañera de juegos durante los años de crecimiento de Ruth.
Su despido por parte de la señora Vaughn sólo tendría unos resultados felices y prósperos para Eduardo. Pronto su principal fuente de ingresos procedería de Ted Cole, quien también aportaría el ingreso principal de Conchita. Como patrono, Ted se revelaría más agradable y digno de confianza que como hombre, aunque no hubiera sido así en el caso de Eddie O'Hare.
– Bueno, ¿cuándo puede empezar? -preguntó Ted a Eduardo aquella mañana sabatina de agosto de 1958.
– Cuando usted quiera -respondió el jardinero.
– Bien, Eduardo, puede empezar hoy mismo -dijo Ted y, sin mirar a Eddie, que estaba de pie junto a ellos en el jardín, añadió-: Puede empezar llevando a este chico a Orient Point para que tome el transbordador.
– Claro, así lo haré. -Eduardo hizo una cortés inclinación de cabeza a Ted, el cual le correspondió con el mismo gesto. -Puedes marcharte de inmediato, Eddie -dijo Ted al muchacho-. Quiero decir antes del desayuno.
– Me parece muy bien, Ted -replicó Eddie-. Iré a buscar mis cosas.
Y así fue como Eddie O'Hare se marchó sin despedirse de Ruth. Tuvo que irse cuando la niña todavía estaba dormida. Eddie apenas se tomó el tiempo imprescindible para telefonear a su casa. Había despertado a sus padres de madrugada, y ahora volvió a despertarlos, antes de las siete de la mañana.
– Si llego primero a New London, te esperaré en el muelle -le dijo a su padre-. Conduce con prudencia.
– ¡Estaré allí! -exclamó Minty, jadeante-. ¡Estaré cuando atraque el transbordador! ¡Los dos estaremos, Edward!
Eddie estuvo a punto de meter en la bolsa la lista de todos los exonianos vivos que residían en los Hamptons, pero rompió cada una de las hojas en largas tiras, hizo con ellas una bola y la arrojó a la papelera de la habitación de invitados. Después de que Eddie se hubiera ido, Ted fisgaría en la habitación, descubriría la lista y la confundiría con cartas de amor. Se tomaría el minucioso trabajo de recomponer la lista hasta percatarse de que ni Eddie ni Marion podían haberse escrito semejantes «cartas de amor».
El muchacho ya había guardado el ejemplar de El ratón que se arrastra entre las paredes propiedad de la familia O'Hare. Era el ejemplar que Minty deseaba que le firmara el señor Cole, pero, dadas las circunstancias, Eddie no podía pedir su firma al famoso autor e ilustrador. Birló una de las estilográficas de Ted, con la clase de plumín que a éste le gustaba para firmar autógrafos. Supuso que, una vez a bordo, tendría tiempo para imitar lo mejor posible la meticulosa caligrafía de Ted Cole. Confiaba en que sus padres jamás notarían la diferencia.
Muy poco había que decir a guisa de despedida, formal o informal.
– Bueno -le dijo Ted. Hizo una pausa y concluyó-: Eres un buen conductor, Eddie.
Le tendió la mano y Eddie aceptó el apretón. Cautamente le ofreció con la mano izquierda el regalo para Ruth, en forma de hogaza y con el envoltorio deteriorado. ¿Qué iba a hacer con él, sino dárselo a Ted?
– Para Ruth, pero no sé qué es -le dijo-. Un regalo de mis padres. Ha estado en mi bolsa todo el verano.
Percibió el desagrado con que Ted examinaba el arrugado papel de envolver, que estaba prácticamente abierto. El regalo pedía a gritos que lo abrieran, aunque sólo fuera para liberarlo de su espantoso envoltorio. Ciertamente, Eddie sentía curiosidad por ver qué era, aunque también sospechaba que se azoraría al verlo. Comprendió que Ted también quería verlo.
– ¿Lo abro o dejo que lo haga Ruth? -le preguntó Ted. -Ábrelo tú mismo -respondió el muchacho.
Ted abrió el envoltorio y mostró el contenido: era ropa, una pequeña camiseta de media manga. ¿Qué interés puede tener por la ropa una pequeña de cuatro años? Si Ruth hubiera abierto el regalo se habría llevado una decepción, porque no era un juguete ni un libro. Además, la camiseta ya era demasiado pequeña para la niña. El verano siguiente, cuando volviera la época de usar camisetas, aquella prenda le quedaría muy corta.
Ted desplegó por completo la camiseta para que Eddie la viera. El tema de Exeter no debería haber sorprendido al muchacho, pero éste, por primera vez en dieciséis años, acababa de pasar casi tres meses en un mundo donde la escuela no era el único tema de conversación. Eddie leyó la inscripción en rojo oscuro sobre fondo gris que iba de un lado a otro de la pechera: EXETER 197…
Ted también mostró a Eddie la nota adjunta de Minty. Éste había escrito: «No es probable que la institución admita jamás chicas, por lo menos mientras nosotros vivamos, pero he pensado que, como camarada exoniano, usted apreciaría la posibilidad de que su hija estudiara en Exeter. ¡Con mi agradecimiento por haberle proporcionado a mi hijo su primer trabajo!». Firmaba la nota «Joe O'Hare, 1936». Eddie pensó en la ironía de que 1936, el año en que su padre se graduó por Exeter, fuese también el año en que Ted y Marion contrajeron matrimonio.
Pero la realidad sería aún más irónica, porque Ruth Cole podría asistir a Exeter pese a la creencia de Minty, y muchos otros profesores de la escuela, de que la coeducación en el viejo centro docente sería imposible. Lo cierto es que, el 27 de febrero de 1970, la junta de administración anunció que en otoño de aquel año Exeter admitiría alumnas. Entonces Ruth se marcharía de Long Island para incorporarse al venerable internado de New Hampshire. Tenía dieciséis años. A los diecinueve se graduaría por Exeter, en el curso de 1973.