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Ese año, la madre de Eddie, Dot O'Hare, enviaría a su hijo una carta diciéndole que la hija de su antiguo patrono se había graduado por el centro, junto con otras cuarenta y seis chicas, que eran las compañeras de clase de doscientos treinta y nueve muchachos. Dot admitía que la cifra de alumnas podría incluso ser más baja, puesto que había contado a varios de los muchachos como chicas, tantos eran los que llevaban el pelo largo.

Es cierto que, durante el curso de 1973, se demostró que estaba de moda el pelo largo entre los chicos. El cabello largo y lacio con raya en el medio era también un estilo preferido por las jóvenes, y en aquella época Ruth no sería una excepción. Iría a la universidad con la cabellera larga y lacia, dividida en el centro, antes de que llegara a decidir por sí misma cómo quería llevar el cabello y se lo cortara, como siempre lo había deseado, según sus propias palabras, y no sólo para fastidiar a su padre.

En el verano de 1973, cuando Eddie O'Hare pasara una breve temporada en casa, visitando a sus padres, sólo prestaría una atención pasajera al anuario del curso en que se graduó Ruth y que Minty se empeñó en mostrarle.

– Creo que tiene el aspecto de su madre -le dijo a Eddie, aunque Minty no podía saberlo porque no conocía a Marion.

Tal vez había visto una foto de ella en un periódico o una revista, más o menos por la época en que los chicos murieron, pero de todos modos esas palabras llamaron la atención de Eddie.

Al ver el retrato de Ruth en su graduación, Eddie opinó que se parecía más a Ted. No era sólo el cabello oscuro, sino también la cara cuadrada, los ojos muy separados, la boca pequeña, la mandíbula grande. Ruth era atractiva, desde luego, pero no una gran belleza; era agraciada de una manera casi masculina.

Y reforzaba esta impresión de Ruth, que por entonces tenía diecinueve años, el aspecto atlético que mostraba en la fotografía del equipo universitario de squash. Hasta el año siguiente no habría en Exeter un equipo femenino de squash. En 1973, a Ruth se le permitió jugar en el equipo masculino, donde ocupaba el tercer puesto. En la foto del equipo, Ruth podría haber sido fácilmente confundida con uno de los chicos.

La única otra fotografía de Ruth Cole que aparecía en el anuario de 1973 de Exeter era un retrato de grupo de las chicas de su residencia, llamada Bancroft Hall. Ruth sonreía serenamente en el centro del grupo y parecía satisfecha pero reservada.

Esa superficial visión de Ruth en las fotos del anuario de Exeter permitiría a Eddie seguir considerándola como «la pobre chica» a la que vio por última vez dormida en el verano de 1958. Pasarían veintidós años desde ese verano hasta que Ruth Cole publicara su primera novela, a los veintiséis. Eddie O'Hare tendría treinta y ocho cuando la leyera. Sólo entonces reconocería la posibilidad de que la joven hubiera heredado más aspectos de Marion que de Ted. Y Ruth tendría cuarenta y uno antes de que Eddie comprendiera que en Ruth había más de sí misma que de Ted o de Marion.

Pero ¿cómo podría Eddie O'Hare haber predicho tales cosas a partir de una camiseta que, en el verano de 1958, ya era demasiado pequeña para Ruth? En aquel momento Eddie, como Marion, sólo quería marcharse, y le esperaban para partir. El muchacho subió a la cabina de la camioneta al lado de Eduardo Gómez. Mientras el jardinero hacía marcha atrás en el sendero, Eddie consideraba si debía despedirse o no de Ted, que permanecía de pie al lado del sendero. Decidió que si Ted agitaba la mano primero, le devolvería el saludo. Le pareció que Ted estaba a punto de agitar la pequeña camiseta, pero Ted estaba a punto de hacer algo más llamativo.

Antes de que Eduardo pudiera salir del sendero de acceso a la casa, Ted echó a correr y detuvo la camioneta. Aunque el aire matutino era fresco, Eddie, que llevaba la sudadera de Exeter puesta del revés, había apoyado el codo en la ventanilla abierta, y Ted se lo iba apretando mientras le hablaba.

– Acerca de Marion…, hay otra cosa que deberías saber -dijo al muchacho-. Incluso antes del accidente, era una mujer difícil. Quiero decir que, de no haber habido un accidente, Marion habría seguido siendo difícil. ¿Comprendes lo que te estoy diciendo, Eddie?

Ted no dejaba de presionarle el codo, pero Eddie no podía moverse ni hablar. «Detiene la camioneta para decirme que Marion es "una mujer difícil"», se decía. Incluso a un muchacho de su edad esa manifestación le parecía insincera, mejor dicho, falsa por completo. Era una expresión estrictamente masculina, lo que los hombres que se creían corteses decían de sus ex esposas. Era lo que decía un hombre de una mujer inalcanzable para él, o que de alguna manera se había hecho inaccesible. Era lo que un hombre decía de una mujer cuando quería decir otra cosa, cualquier otra cosa. Y cuando un hombre dice eso, siempre lo hace en un tono desdeñoso, ¿no es cierto? Pero a Eddie no se le ocurría nada que decir.

– Me olvidaba de algo, una última cosa -le dijo Ted al muchacho-. Acerca del zapato… -Si Eddie hubiera podido moverse, se habría tapado los oídos con las manos, pero estaba paralizado, era como una estatua de sal. Era comprensible que Marion se hubiera vuelto de piedra a la mera mención del accidente-. Era una zapatilla de baloncesto -siguió diciendo Ted-, de esas que llegan más arriba del tobillo.

Eso era todo lo que Ted tenía que decir.

Cuando la camioneta pasó por Sag Harbor, Eduardo dijo: -Aquí vivo yo. Podría vender mi casa por un montón de dinero. Pero tal como están las cosas, no podría comprar otra casa, por lo menos en esta zona.

Eddie asintió y sonrió al jardinero, pero no podía hablar. El aire frío le atería el codo, que aún sobresalía por la ventanilla; sin embargo, no podía mover el brazo.

Tomaron el primer transbordador pequeño hasta la isla Shelter, la atravesaron y tomaron el otro transbordador de pequeño calado en el extremo norte de la isla, hasta Greenport. (Años después, Ruth siempre consideraría esos pequeños transbordadores como el primer paso de su alejamiento del hogar, para volver a Exeter.)

Una vez llegaron a Greenport, Eduardo Gómez le dijo a Eddie O'Hare:

– Con lo que sacaría por mi casa en Sag Harbor, podría comprarme aquí una casa estupenda. Pero nadie se gana muy bien la vida como jardinero en Greenport.

– No, supongo que no -articuló Eddie, aunque se notaba algo raro en la lengua, y su propia voz le parecía extraña.

En Orient Point, el transbordador aún no estaba a la vista. En el agua azul oscuro se formaba una infinidad de cabrillas. Como era sábado, numerosos pasajeros que regresarían el mismo día aguardaban la llegada del barco. Muchos de ellos, que ni siquiera estaban motorizados, iban de compras a New London. Era un pasaje distinto al de aquel día de junio en que Eddie desembarcó en Orient Point y Marion estaba allí para recibirle. («Hola, Eddie -le dijo-. Creía que nunca ibas a verme.» ¡Como si él pudiera haber dejado de verla!)

– Bueno, hasta la vista -le dijo Eddie al jardinero-. Gracias por traerme.

– Si no te importa que te lo pregunte -replicó sinceramente el jardinero-, ¿qué tal es trabajar para el señor Cole?

Era tal el frío y el viento en la cubierta superior del transbordador que cruzaba el canal que Eddie buscó abrigo a sotavento del puente de mando. Allí, a resguardo del viento, imitó una y otra vez la firma de Ted Cole en uno de sus cuadernos. Las mayúsculas T y C eran fáciles, pues Ted las escribía como letras de imprenta de tipo abastonado, pero las minúsculas se las traían. Ted trazaba unas minúsculas pequeñas y perfectamente oblicuas, equivalentes a una cursiva de tipo Baskerville. Al cabo de veintitantos intentos en el cuaderno, Eddie seguía viendo su propia caligrafía en las imitaciones más espontáneas de la firma de Ted, y temía que sus padres, que conocían muy bien la caligrafía de su hijo, sospecharan el fraude.

Estaba tan concentrado que no reparó en la presencia del mismo conductor de un transporte de marisco que cruzó el canal con él aquel fatídico día de junio. El camionero, que hacía a diario, excepto los domingos, el trayecto entre Orient Point y New London (y el regreso), reconoció a Eddie y se sentó a su lado en el banco. El hombre no pudo dejar de observar que Eddie estaba absorto en el acto de perfeccionar lo que parecía una firma. Recordó que le habían contratado para hacer algo raro, que habían hablado brevemente de lo que podría hacer con exactitud un ayudante de escritor, y supuso que la tarea de escribir una y otra vez aquel nombre tan corto debía de formar parte de la peculiar actividad del muchacho.

– ¿Cómo va, chico? -le preguntó el camionero-. Pareces muy ocupado.

Como futuro novelista, aunque nunca de gran éxito, Eddie O'Hare tenía el suficiente instinto para percibir el fin de una situación, y se alegró de volver a ver al camionero. Le explicó la tarea que tenía entre manos: se había «olvidado» de pedirle su autógrafo a Ted Cole y no quería decepcionar a sus padres. -Déjame intentarlo -se ofreció el camionero.

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