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Ruth se acuerda de cuando aprendió a conducir

Por la tarde, tras haber practicado los golpes suaves, se sentó en el extremo poco profundo de la piscina, con la compresa de hielo en el hombro, y se puso a leer La vida de Graham Greene

Le gustaba la anécdota de las primeras palabras que pronunció Graham en su infancia, que al parecer eran "pobre perro", refiriéndose al perro de su hermana, al que habían atropellado en la calle. La niñera de Greene puso al animal muerto en el cochecito con el niño

Su biógrafo escribía acerca de ese incidente: "Por muy pequeño que fuese, Greene debía de tener una percepción instintiva de la muerte, por la presencia del cadáver, el olor, tal vez la sangre o los dientes al descubierto, como si se hubiera quedado paralizado mientras gruñía. ¿No experimentaría una creciente sensación de pánico, incluso de náusea, al verse encerrado, irrevocablemente obligado a compartir el estrecho espacio del cochecito infantil con un perro muerto?"

Ruth Cole pensó que existían cosas peores. El mismo Greene había escrito en El ministerio del miedo: "En la infancia vivimos bajo el lustre de la inmortalidad, el cielo es real y está tan cerca como la orilla del mar. Al lado de los detalles complicados del mundo están las cosas sencillas: Dios es bueno, el hombre y la mujer adultos conocen la respuesta a todas las preguntas, la verdad existe y la justicia es tan mesurada e impecable como un reloj"

La infancia de Ruth no fue así. Su madre la abandonó cuando ella tenía cuatro años, Dios no existía, su padre no le decía la verdad o no respondía a sus preguntas o ambas cosas a la vez. Y en cuanto a la justicia, su padre se había acostado con tantas mujeres que ella había perdido la cuenta

Sobre el tema de la infancia, Ruth prefería lo que Greene escribió en El poder y la gloria: "En la infancia siempre hay un momento en el que la puerta se abre y deja entrar el futuro". Ella estaba de acuerdo, pero habría hecho la salvedad de que a veces hay más de un momento, porque hay más de un futuro. Por ejemplo, estaba el verano de 1958, el momento en que con mayor evidencia la supuesta "puerta" se había abierto y el supuesto "futuro" había penetrado. Pero estaba también la primavera de 1969, cuando Ruth cumplió quince años y su padre le enseñó a conducir

Llevaba más de diez años preguntando a su padre por el accidente que mató a Thomas y Timothy, y él se negaba a contárselo. "Cuando seas lo bastante mayor, Ruthie, cuando sepas conducir", le había dicho siempre

Salían diariamente a pasear en coche, en general a primera hora de la mañana, incluso en los fines de semana veraniegos, cuando los Hamptons estaban atestados. El padre de Ruth quería que se acostumbrara a los malos conductores. Aquel verano, los domingos por la noche, cuando el tráfico se demoraba en el carril de la carretera de Montauk en dirección al oeste y los veraneantes que habían ido a pasar el fin de semana se mostraban impacientes -algunos de ellos se morían literalmente por regresar a Nueva York-, Ted salía con Ruth en el viejo Volvo blanco, y daban vueltas hasta que encontraban lo que él llamaba "un buen follón". El tráfico estaba detenido y algunos idiotas ya habían empezado a avanzar por el arcén mientras otros trataban de salir de la hilera de coches para dar la vuelta y regresar a sus segundas residencias, a fin de esperar una o dos horas o echar un buen trago antes de reanudar la marcha

– Parece que aquí hay un buen follón, Ruthie -le decía su padre

Y Ruth se apresuraba a cambiar de asiento… en ocasiones mientras el enfurecido conductor del coche que estaba detrás de ellos protestaba haciendo sonar el claxon una y otra vez. Por supuesto, conocían todas las carreteras secundarias. A lo mejor Ruth avanzaba centímetro a centímetro por la carretera de Montauk y entonces se separaba del tráfico y corría en paralelo a la carretera por las vías de enlace, y siempre encontraba la manera de volver de nuevo a la hilera de coches. Su padre miraba atrás y decía: "Parece que has adelantado a unos siete coches, si ése de ahí es el mismo estúpido Buick que creo que es"

A veces Ruth conducía hasta la autopista de Long Island antes de que su padre le dijera:

– Ya está bien por hoy, Ruthie, ¡o acabaremos en Manhattan sin darnos cuenta!

Ciertos domingos por la noche, el tráfico estaba tan congestionado que al padre le bastaba con que Ruth diese media vuelta y regresaran a casa como demostración suficiente de sus habilidades

Ted recalcaba constantemente lo importante que era mirar por el retrovisor y, por supuesto, Ruth sabía que cuando estaba parada y en espera de girar a la izquierda, cruzando un carril de sentido contrario, jamás debía girar las ruedas a la izquierda en previsión del giro que iba a dar. "¡No se te ocurra nunca hacer eso!", le dijo su padre desde la primera lección, pero aún no le había contado lo que les ocurrió a Thomas y Timothy. Ella sólo sabía que Thomas iba al volante cuando ocurrió el accidente

– Paciencia, Ruthie; has de tener paciencia -le decía su padre una y otra vez

– Tengo paciencia, papá -replicaba Ruth-. Todavía espero que me cuentes lo que pasó, ¿no es cierto?

– Quiero decir que tienes que ser una conductora paciente, Ruthie… No pierdas nunca la paciencia al volante

El Volvo, como todos los de Ted, que empezó a comprar modelos de esa marca en los años sesenta, tenía cambio de marchas manual. (Le había dicho a su hija que desconfiara siempre de un chico que condujera un automóvil con cambio de marchas automático.)

– Y si vas en el asiento del pasajero y yo soy el conductor, nunca te miraré -le dijo Ted-. No me importa lo que digas ni si tienes una rabieta o si te estás sofocando. Fíjate: si yo estoy al volante, hablaré contigo pero no te miraré, eso jamás. Y cuando conduzcas tú, no mires a quien esté a tu lado, tanto si soy yo como cualquier otro. No vuelvas la cara hasta que salgas de la carretera y pares el coche. ¿Está claro?

– Entendido -respondió Ruth

– Y si sales con un chico y es él quien conduce, si te mira, por la razón que sea, le dices que no lo haga o te bajarás del coche y te irás a pie. O le dices que te deje conducir. ¿Has entendido eso también?

– Sí -dijo Ruth, y se apresuró a pedirle-: Dime lo que les pasó a Thomas y a Timothy

Pero su padre hizo oídos sordos

– Y si estás preocupada, si algo en lo que estás pensando te altera de repente, si te echas a llorar y las lágrimas te impiden ver con claridad la carretera…, supón que estás llorando a mares, por la razón que sea…

– ¡Vale, vale, lo he entendido! -le interrumpió Ruth.

– Bueno, si alguna vez te ocurre eso, si lloras tanto que no puedes ver la carretera, desvíate al arcén y para el coche. ¿De acuerdo?

– ¿Cómo fue el accidente? -le preguntó Ruth-. ¿Estabas allí? ¿Ibais mamá y tú en el coche?

En el extremo menos hondo de la piscina, Ruth notaba que el hielo se le fundía sobre el hombro. Las frías gotas formaban un hilillo líquido que avanzaba por la clavícula, recorría el pecho y caía en el agua, más cálida, de la piscina. El sol se había puesto por detrás del alto seto

Pensó en el padre de Graham Greene, el maestro de escuela, cuyo consejo a sus ex alumnos (que le adoraban) era extraño pero encantador a su manera. "No te olvides de ser fiel a tu futura esposa", le dijo Charles Greene, en 1918, a un muchacho que dejaba la escuela para incorporarse al ejército. Y a otro muchacho, poco antes de su confirmación, le había dicho: "Un ejército de mujeres viven de la lujuria de los hombres"

¿Adónde había ido a parar aquel "ejército de mujeres"? Ruth suponía que Hannah era uno de esos presuntos soldados perdidos de Charles Greene

Hasta donde se remontaba su memoria, y no sólo desde que aprendiera a leer, sino desde la primera vez que su padre le contó un cuento, los libros y sus personajes habían penetrado en su vida y quedado "arraigados" en ella. Los libros, y los personajes que aparecen en ellos, estaban más "arraigados" en la vida de Ruth de lo que estaban su padre y su mejor amiga, por no mencionar a los hombres que había conocido, la mayoría de los cuales se habían revelado casi tan indignos de confianza como Ted y Hannah

Graham Greene había escrito en su autobiografía, Una especie de vida: "Durante toda mi vida he abandonado por instinto cualquier cosa para la que no tuviera talento". Era un buen instinto, pero si Ruth lo pusiera en práctica, se vería obligada a dejar de relacionarse con los hombres. Entre los que conocía, sólo Allan parecía admirable y constante; sin embargo, mientras permanecía sentada en la piscina, preparándose para la prueba con Scott Saunders, lo que veía ante todo en su mente eran los dientes lobunos de Allan y el excesivo vello en el dorso de sus manos

Cuando jugó al squash con Allan no lo pasó bien. Allan era un buen atleta y un jugador de squash bien entrenado, pero demasiado corpulento para la pista, y sus embestidas y giros eran demasiado peligrosos para el adversario. No obstante, Allan nunca intentaba hacerle daño o intimidarla. Y aunque Ruth había perdido en dos ocasiones al jugar con él, no dudaba de que acabaría por vencerle. Tan sólo tenía que aprender a mantenerse fuera de su alcance y, al mismo tiempo, no temer su dejada de revés. Las dos veces que perdió, Ruth había salido de la T. La próxima vez, si la había, estaba decidida a no cederle la posición idónea en la pista

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