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El primer encuentro

La publicación de Niet voor kinderen, la traducción holandesa de No apto para menores, era el motivo principal de la tercera visita de Ruth Cole a Amsterdam, pero ahora Ruth consideraba la investigación para su relato sobre la prostituta como la única justificación de su estancia allí. Aún no había encontrado el momento adecuado para hablar de su nuevo entusiasmo creativo con su editor holandés, Maarten Schouten, a quien ella se refería cariñosamente como "Maarten con dos aes y una e"

Para promocionar la traducción de El mismo orfanato, que en holandés se titulaba Hetzelfde weeshuis, unas palabras que Ruth se había esforzado en vano por pronunciar, se alojó en un hotel encantador pero destartalado del Prinsengracht, donde descubrió un considerable alijo de marihuana en el cajón de la mesilla de noche que había elegido para guardar la ropa interior. Probablemente la droga pertenecía a un cliente anterior, pero era tal el nerviosismo de Ruth durante su primera gira de promoción por Europa que estaba segura de que algún periodista malicioso había colocado allí la marihuana con la intención de ponerla en un aprieto embarazoso

El mencionado Maarten, con dos aes y una e, le había asegurado que, en Amsterdam, la posesión de marihuana no se consideraba algo delictivo y mucho menos embarazoso. Y a Ruth la ciudad le había encantado desde el principio: los canales, los puentes, tantas bicicletas, los cafés y los restaurantes

Durante su segunda visita, cuando se tradujo al holandés Antes de la caída de Saigón (le complacía ser capaz, por lo menos, de decir Voor de val van Saigon), Ruth se alojó en otro barrio de la ciudad, en la plaza Dam; su hotel estaba tan cercano al barrio chino que un entrevistador se ofreció para acompañarla a recorrer la calle de las prostitutas que posan detrás de los escaparates. No se había olvidado de la sensación de descaro que producían las mujeres en bragas y sostén a mediodía, o los artículos "Especiales SM" en el escaparate de una sex shop

Ruth había visto una vagina de caucho suspendida del techo de la tienda por medio de un liguero rojo. La vagina parecía una tortilla colgante, con excepción de la mata de falso vello púbico. Y allí estaban los látigos, el cencerro unido a un consolador por medio de una tira de cuero, las peras para enemas, de varios tamaños, y el puño de caucho

Pero eso sucedió cinco años atrás, y Ruth aún no había tenido ocasión de ver si el distrito había cambiado. Se alojaba en otro hotel, el Kattengat, que no era muy elegante y se resentía de una serie de esfuerzos poco afortunados para que funcionase con eficacia. Por ejemplo, había un comedor para desayunar limitado estrictamente a los huéspedes de la planta de Ruth. El café estaba frío, el zumo de naranja caliente y los cruasanes, que yacían sobre un montón de migas, sólo servirían de alimento a los patos del canal más próximo

En la planta baja y en el sótano del hotel habían instalado un gimnasio. La música elegida para las clases de aerobic percutía en las tuberías del baño de varios pisos por encima de la sala de ejercicios, que vibraban sin cesar. Le parecía a Ruth que los holandeses, por lo menos en el gimnasio, preferían una clase de rock implacable y monótono, que ella habría clasificado como una especie de rap sin rima. Un ritmo discordante se repetía mientras el cantante, un europeo para quien el inglés era claramente un idioma extranjero, reiteraba una sola frase. En una de tales canciones la frase inglesa con acento holandés decía: "I want to have sex with you". En otra: "I want to fook you". En una palabra, dicho de una manera u otra, todo se resumía siempre a copular

Ruth había ido a inspeccionar el gimnasio y había perdido cualquier interés inicial que pudiera tener. Un bar de solteros disfrazado de instalación deportiva no le hacía ninguna gracia. También le desagradaba la disposición de la sala de pesas. Las bicicletas estáticas, las cintas rodantes y los demás aparatos estaban todos en hilera, ante la sala destinada al aerobic. Desde cualquier lugar en que te situaras no podías librarte de ver los saltos y giros de los bailarines aeróbicos en la plétora de espejos que les rodeaban. Lo mejor que podías esperar era ser testigo de una dislocación de tobillo o un infarto

Decidió dar un paseo. El barrio donde se encontraba su hotel era nuevo para ella. En realidad, estaba más cerca de lo que creía del barrio chino, pero echó a andar en la dirección contraria. Cruzó el primer canal que apareció ante ella y entró en un callejón corto y atractivo, el Korsiespoortsteeg, donde le sorprendió ver a varias prostitutas

Aquélla parecía ser una zona residencial bien cuidada, pero eso no impedía la existencia de media docena de escaparates en los que había señoras en ropa interior que practicaban allí su oficio. Eran blancas y, aunque tenían buen aspecto, no todas ellas eran bonitas. La mayoría eran más jóvenes que Ruth, y había una o dos que aparentaban su edad. Ruth estaba tan asombrada que dio un traspié, y una de las prostitutas se echó a reír

Era la última hora de la mañana, y Ruth, la única mujer que andaba por la corta calle. Tres hombres, todos ellos solos, contemplaban en silencio los escaparates. Ruth no había imaginado la posibilidad de encontrar una prostituta con la que poder hablar en un lugar que fuese menos mísero y llamativo que el barrio chino. Su descubrimiento le dio ánimos

Cuando desembocó en la Bergstraat, lo que vio allí volvió a sorprenderla: había más prostitutas. Era una calle silenciosa y limpia. Las primeras cuatro chicas, que eran jóvenes y bellas, no le prestaron atención. Ruth reparó en un coche que circulaba lentamente y cuyo conductor miraba a las prostitutas, pero por entonces ya no era la única mujer en la calle. Delante de ella había una mujer vestida de una manera parecida a la suya, con tejanos negros y zapatos de ante negro y medio tacón. Al igual que Ruth, la mujer también llevaba una chaqueta de cuero de corte más bien masculino, pero de color marrón oscuro, y un pañuelo de seda de vistosos colores

Ruth caminaba con tal rapidez que estuvo a punto de rebasar a la mujer, la cual sostenía una bolsa de la compra de lona, de la que sobresalían una botella de agua mineral y una barra de pan. La mujer miró por encima del hombro a Ruth. Lo hizo con naturalidad, y sus ojos se posaron suavemente en los de ella. La mujer, que rondaba la cincuentena, no usaba maquillaje, ni siquiera rojo de labios. Al pasar ante cada escaparate, sonreía a las prostitutas que estaban detrás de los cristales. Pero cerca del final de la Bergstraat, en un escaparate de planta baja con las cortinas corridas, la mujer se detuvo de repente y abrió una puerta. Antes de entrar miró atrás instintivamente, como si, estuviera acostumbrada a que la siguieran. Y, de nuevo, su mirada se posó en Ruth, esta vez con una curiosidad más inquisitiva y, en su sonrisa, primero irónica y luego seductora, había algo más, algo que a Ruth le pareció coquetamente lascivo. ¡Aquella mujer era una prostituta y se dirigía al trabajo!

Si bien le resultaría más fácil entrevistarse a solas con una prostituta en una calle agradable y en modo alguno peligrosa como aquélla, Ruth consideraba que sería mejor que el personaje de su novela, la otra escritora, la que va con su mal amigo, tuviera su encuentro en una de las peores habitaciones del barrio chino. Al fin y al cabo, si la espantosa experiencia la degradaba y humillaba, ¿no sería más apropiado, por la mayor aportación de detalles ambientales, que sucediera en el entorno más sórdido imaginable?

Esta vez las prostitutas del Korsjespoortsteeg miraron a Ruth con cautela y le hicieron uno o dos movimientos de cabeza apenas detectables. La mujer que se había reído de Ruth cuando ésta dio un traspié la contempló de una manera fría y hostil. Sólo una de las mujeres, una rubia teñida, hizo un gesto que tanto podía ser una seña para que se acercara como una advertencia. Tenía la edad de Ruth, pero era mucho más corpulenta. La mujer señaló a Ruth con el dedo índice y bajó los ojos, un gesto exagerado de desaprobación. Era un gesto de institutriz, aunque no era poca la malicia de su sonrisa afectada. Tal vez pensaba que Ruth era lesbiana

Cuando volvió a la Bergstraat, Ruth caminó lentamente, con la esperanza de que la prostituta de más edad hubiera tenido tiempo de vestirse (o desvestirse) y situarse en el escaparate. Una de las prostitutas más jóvenes y guapas le guiñó un ojo, y Ruth se sintió extrañamente estimulada por una proposición tan burlona como salaz. El guiño de la joven guapa era tan turbador que Ruth pasó ante la prostituta mayor casi sin reconocerla. En realidad, la transformación de aquella mujer era tan completa que parecía una persona totalmente distinta de la que sólo unos minutos antes Ruth había visto andando por la calle con una bolsa de la compra

En el vano de la puerta había ahora una puta pelirroja que parecía llena de energías. El carmín de los labios armonizaba con las bragas y el sostén de color burdeos, las únicas prendas que llevaba, además de un reloj de oro y unos zapatos con tacones de diez centímetros. Ahora la prostituta era más alta que Ruth

Las cortinas del escaparate estaban descorridas y dejaban ver un taburete de bar anticuado con el pie de latón pulimentado, pero la actitud de la prostituta era la de un ama de casa: se hallaba en el umbral con una escoba en la mano, y acababa de barrer una sola hoja amarilla. Tenía la escoba a punto, desafiando a otras hojas, y miró detenidamente a Ruth de los pies a la cabeza, como si la recién llegada estuviera en la Bergstraat en ropa interior y con zapatos de tacón alto y la prostituta fuese un ama de casa vestida de un modo tradicional y entregada a sus tareas domésticas. Fue entonces cuando Ruth se dio cuenta de que se había detenido y de que la prostituta pelirroja le dirigía una sonrisa invitadora que, como Ruth aún no había hecho acopio de valor para hablar, era cada vez más inquisitiva.

– ¿Habla usted inglés? -balbució Ruth

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