Ted a los setenta y siete años
Desde luego, no parecía tener más de cincuenta y siete. No era tan sólo porque la práctica del squash le mantenía en forma, aunque a Ruth le preocupaba que el cuerpo musculoso y macizo de su padre, que era el prototipo de su propio cuerpo, hubiera llegado a ser inevitablemente para ella el modelo de la figura masculina. Ted había conservado unas proporciones más bien pequeñas. (Alían, además del hábito de meter la mano en los platos ajenos, tenía el problema de su talla y su volumen: era mucho más alto y algo más pesado que los hombres a los que Ruth prefería en general.)
Pero la teoría de Ruth sobre el éxito con que su padre mantenía a raya a la vejez no tenía nada que ver con su buena forma física y su talla. La frente de Ted carecía de arrugas y no tenía bolsas bajo los ojos. Las patas de gallo de Ruth eran casi tan marcadas como las de él. La piel de la cara de su padre era tan suave y estaba tan limpia que podría ser la cara de un muchacho que hubiera empezado a afeitarse o que sólo necesitara hacerlo un par de veces a la semana
Desde que Marion le abandonara y, mientras vomitaba tinta de calamar en el water, se jurase a sí mismo que no tomaría más licores fuertes (sólo bebía cerveza y vino), Ted dormía tan profundamente como un niño. Y a pesar de lo mucho que había sufrido por la pérdida de sus hijos y, más adelante, por la de sus fotografías, el sufrimiento parecía haberse mitigado. ¡Tal vez el don más irritante de aquel hombre era su capacidad de dormir bien y durante largo tiempo!
En opinión de Ruth, su padre era una persona sin conciencia y sin las inquietudes habituales; un ser humano que desconocía la tensión. Como Marion había observado, Ted no hacía casi nada; en calidad de autor e ilustrador de libros infantiles, había triunfado mucho tiempo atrás, nada menos que en 1942, superando sus pequeñas ambiciones. Llevaba años sin escribir nada, pero no tenía necesidad de hacerlo. Ruth se preguntaba si alguna vez había querido realmente hacerlo
El ratón que se arrastra entre las paredes, La puerta del suelo, Un ruido como el de alguien que no quiere hacer ruido…, no había ninguna librería del mundo (con una sección infantil aceptable) que no tuviera en existencia los libros de Ted Cole. Había también videos, que consistían en la animación de los dibujos de Ted. Lo único que hacía ahora era dibujar
Y si su celebridad había disminuido en los Hamptons, lo cierto era que le solicitaban en otras partes. Cada verano seducía por lo menos a una madre durante una conferencia de escritores celebrada en California, a otra en una conferencia en Colorado y a una tercera en Vermont. También era popular en los campus universitarios, sobre todo en universidades estatales de estados lejanos. Con pocas excepciones, las estudiantes actuales eran demasiado jóvenes para que las sedujera incluso un hombre tan atemporal como Ted, pero la soledad de las desatendidas esposas de profesores cuyos hijos, ya adultos, habían emprendido el vuelo, seguía intacta. Aquellas mujeres todavía eran jóvenes para Ted
Entre las conferencias de escritores y los campus universitarios, resultaba sorprendente que, en treinta y dos años, Ted Cole nunca hubiera coincidido con Eddie O'Hare, pero lo cierto era que Eddie había hecho todo lo posible por evitar el encuentro. No era difícil, a decir verdad. Sólo tenía que preguntar quiénes formaban el cuerpo de profesores y quiénes eran los conferenciantes invitados. Cada vez que Eddie oía el nombre de Ted Cole, rechazaba la invitación
Y si las patas de gallo eran una indicación, Ruth temía que se le notara la edad más de lo que se le notaba a su padre. Peor todavía, le preocupaba en grado sumo que la mala opinión que su padre tenía del matrimonio pudiera haber ejercido una impresión perdurable en ella
Cuando cumplió los treinta años, acontecimiento que celebró con su padre y Hannah en Nueva York, Ruth hizo una observación desenfadada, muy rara en ella, sobre el tema de sus escasas y siempre fracasadas relaciones con los hombres
– Bueno, papá-le dijo-, probablemente pensabas que a estas alturas ya estaría casada y podrías dejar de preocuparte por mí.
– No, Ruthie -replicó él-. Cuando te cases es cuando empezaré a preocuparme por ti
– Claro, ¿por qué has de casarte? -terció Hannah-. Puedes tener a todos los hombres que quieras sin casarte
– Todos los hombres son básicamente infieles, Ruthie -le dijo su padre
Ya le había dicho eso otras veces, incluso antes de que ingresara en Exeter, ¡cuando sólo tenía quince años!, pero siempre encontraba un modo de repetirlo, por lo menos un par de veces al año
– Sin embargo, si quiero tener un hijo… -objetó Ruth. Conocía la opinión de Hannah sobre el hijo. Su amiga no quería tenerlo, y Ruth era muy consciente del punto de vista de su padre, según el cual si tienes un hijo has de vivir con el temor constante de que le ocurra algo…, por no mencionar la evidencia de que la madre de Ruth, según él, "no había aprobado el examen de madre"
– ¿Quieres tener un hijo, Ruthie? -le preguntó su padre
– No lo sé.
– Entonces puedes -dijo Hannah
Pero ahora Ruth tenía treinta y seis años y, no le quedaba demasiado tiempo por delante si quería un hijo, Cuando le habló a su padre sobre Allan Albright, Ted puso reparos
– ¿Qué edad tiene? Es doce o quince años mayor que tú, ¿verdad?
(Ted Cole conocía a todo el mundo en el mundillo editorial. Aunque hubiera colgado la pluma, se mantenía informado sobre los aspectos comerciales de la literatura.)
– Allan me lleva dieciocho años, papá -reconoció Ruth-. Pero es como tú, está muy sano
– Me tiene sin cuidado lo sano que esté -replicó Ted-. Si tiene dieciocho años más que tú, se morirá mucho antes, Ruthie. ¿Y si te deja con un niño al que criar? Completamente sola.
La espectral posibilidad de tener que criar ella sola a un hijo la obsesionaba. Sabía lo afortunados que habían sido ella y su padre. Conchita Gómez había criado prácticamente a Ruth, pero Eduardo y Conchita tenían la edad de su padre, con la única diferencia de que aquellos la aparentaban. Si Ruth no tenía pronto un hijo, Conchita sería demasiado mayor para ayudarla a criarlo. Y en cualquier caso, ¿cómo la ayudaría Conchita a criar un bebé? El matrimonio Gómez todavía trabajaba para su padre
Como de costumbre, cuando abordaba el tema del matrimonio y de los hijos, Ruth había empezado la casa por el tejado. Había abordado la cuestión del hijo antes de resolver la de si iba a casarse o con quién lo haría. Y Ruth no tenía a nadie con quien poder hablar de ello, excepto a Allan. Su mejor amiga no quería tener hijos. Hannah era Hannah; y su padre era…, en fin, su padre. Ahora, incluso más que en su infancia, Ruth deseaba hablar con su madre
"¡Que se vaya a hacer puñetas!", pensó. Mucho tiempo atrás había decidido que no buscaría a su madre. Era Marion quien la había abandonado, y a ella le correspondía volver o quedarse para siempre donde estuviera
"¿Qué clase de hombre no tiene amigos?", se preguntó Ruth. En una ocasión acusó de ello directamente a su padre.
– ¡Claro que tengo amigos! -protestó Ted
– ¡Dime los nombres de dos, dime aunque sólo sea el de uno! -le desafió Ruth
Él le sorprendió nombrando a cuatro, nombres desconocidos para ella. Le había mencionado audazmente la lista de sus adversarios actuales en el squash. Los nombres cambiaban cada año, porque los adversarios de Ted invariablemente se hacían demasiado viejos para seguir su ritmo. Sus adversarios del momento tenían la edad de Eddie o eran más jóvenes. Ruth conocía al más joven de todos
Su padre tenía la piscina que siempre había querido y la ducha al aire libre, muy similares a las que describió a Eduardo y a Eddie en el verano de 1958, la mañana siguiente a la partida de Marion. Había dos duchas en una sola casilla de madera, una al lado de la otra, "al estilo de un vestuario", decía Ted
Ruth había crecido viendo hombres desnudos, entre ellos su padre, que salían corriendo de la ducha y se lanzaban a la piscina. A pesar de su inexperiencia sexual, Ruth había visto una gran cantidad de penes. Era tal vez esa imagen, la de hombres desconocidos que se duchaban y bañaban desnudos con su padre, lo que le había impulsado a preguntarle a Hannah si "más grande" era necesariamente "mejor"
El verano anterior Ruth conoció al jugador de squash más joven entre los que contendían con su padre por aquel entonces, un abogado cercano a la cuarentena, llamado Scott. Ella había salido para colgar la toalla de baño y el bañador en el tendedero cerca de la piscina, y allí estaban su padre y su joven contrincante, desnudos después de haber jugado al squash y de ducharse
– Éste es Scott, Ruthie. Mi hija, Ruth…
Nada más verla, Scott se arrojó a la piscina
– Es abogado -añadió su padre, mientras Scott seguía bajo el agua
Entonces, aquel Scott de apellido desconocido emergió en el extremo más alejado de la piscina y se quedó allí, donde el agua no cubría. Era pelirrojo y tenía un físico parecido al de su padre. Ruth pensó que tenía la minga de tamaño mediano.
– Encantado de conocerte, Ruth -le dijo el joven abogado. Su cabello era corto y rizado, y tenía pecas
– El gusto es mío, Scott -replicó Ruth, y volvió al interior de casa