Mejor que estar en París con una prostituta
Los viajes internacionales con un niño de cuatro años requieren una atención constante a nimiedades básicas que en casa se dan por sentadas. El sabor y hasta el color del zumo de naranja exigen una explicación. Un cruasán no siempre es un buen cruasán. Y el dispositivo para verter agua en el inodoro, por no mencionar exactamente cómo se limpia la taza o la clase de ruido que hace, llega a ser objeto de seria preocupación. Ruth tenía la suerte de que su hijo se había adiestrado para usar el lavabo, pero de todos modos le exasperaba la existencia de ciertas tazas en las que el niño no se atrevía a sentarse. Graham tampoco podía comprender el desfase debido al largo vuelo, pero lo sufría. Estaba estreñido y no entendía que eso era el resultado directo de su negativa a comer y beber
En Londres, como los coches estaban en el lado de la calle contrario al que era habitual para ellos, Ruth no permitía a Amanda y Graham cruzar la calle, excepto para ir al pequeño parque cercano. Aparte de esta expedición tan poco aventurera, el niño y la canguro se pasaban el día confinados en el hotel. Y Graham descubrió que las sábanas del Connaught estaban almidonadas. Quiso saber si el almidón estaba vivo, pues a él, a juzgar por el tacto, así se lo parecía
Cuando partieron de Londres rumbo a Amsterdam, Ruth deseó haber tenido en Londres la mitad de la valentía de Amanda Merton. El éxito de la enérgica muchacha había sido notable: Graham había superado el desfase horario, no estaba estreñido y ya no le asustaban los inodoros extraños, mientras que Ruth tenía motivos para dudar de que hubiera entrado de nuevo en el mundo siquiera con un vestigio de su autoridad de antaño
En el pasado había reprendido a sus entrevistadores por no molestarse en leer sus libros antes de hablar con ella, pero esta vez sufrió la indignidad en silencio. Pasarte tres o cuatro años escribiendo una novela para después perder una hora o más hablando con un periodista que no se ha molestado en leerla… ¿Había algo que revelara mayor falta de dignidad? Y Mi último novio granuja no era precisamente una novela larga
Con una docilidad totalmente impropia de ella, Ruth también había tolerado una pregunta repetida con frecuencia y muy predecible que no tenía nada que ver con su nueva novela, a saber, cómo se enfrentaba a su condición de viuda y si había algo en su experiencia real de la viudez que contradijera lo que había escrito sobre ese tema en su obra anterior
– No -respondía la señora Cole, pensando en sí misma-. Todo es tan malo como lo había imaginado
No le sorprendió a Ruth que, en Amsterdam, una pregunta "repetida con frecuencia y muy predecible" fuese la preferida entre los periodistas holandeses. Querían saber cómo había realizado la novelista su investigación en el barrio chino. ¿Se había escondido de veras en el ropero de la habitación de una prostituta y observado a ésta mientras hacía el amor con un cliente? ("No, nada de eso", respondió Ruth.) ¿Había sido holandés su "último novio granuja"? ("En absoluto", afirmó la autora. Pero incluso mientras hablaba, su mirada recorría la sala en busca de Wim, pues estaba segura de que acudiría.) ¿Y por qué, en primer lugar, una novelista considerada literaria se interesaba por las prostitutas? (Ruth respondió que personalmente no se interesaba por ellas.)
La mayoría de sus entrevistadores le dijeron que era una lástima que hubiera elegido De Wallen y no otros lugares de Amsterdam. ¿Acaso no le había llamado la atención ningún otro aspecto de la ciudad?
– No sean provincianos -respondía Ruth a quienes la interrogaban-. Mi último novio granuja no trata de Amsterdam. El personaje principal no es holandés. Tan sólo un episodio sucede aquí. Lo que le ocurre al personaje principal en Amsterdam le obliga a cambiar de vida. Lo que me interesa es la historia de su vida, sobre todo su deseo de cambiarla. Mucha gente tiene experiencias que les convencen de que deben cambiar
Como era de prever, los periodistas le preguntaban entonces: ¿qué experiencias de esa clase ha tenido usted? y ¿qué cambios ha efectuado en su vida?
– Soy novelista -les decía entonces la señora Cole-. No he escrito unas memorias, sino una novela. Por favor, háganme preguntas sobre la novela
Cuando Harry Hoekstra leía las entrevistas en los periódicos, se preguntaba por qué Ruth Cole soportaba aquella tediosa serie de trivialidades. ¿Por qué se sometía a las entrevistas? Sin duda sus libros no necesitaban tal publicidad. ¿Por qué no se quedaba en casa y empezaba otra novela? Pero Harry suponía que a la autora le gustaba viajar
Ya había asistido a una lectura de su nueva novela. También la había visto en un programa de televisión y la había observado durante una firma de libros, en la Athenaeum, donde se colocó hábilmente detrás de una estantería. Le bastó desplazar media docena de libros para observar atentamente cómo atendía Ruth Cole a sus admiradores. Sus lectores más ávidos habían formado cola y, mientras Ruth permanecía sentada ante la mesa, firmando sin cesar, Harry gozaba de una visión casi sin obstrucciones de su perfil. A través de la ventana recién creada en la estantería, Harry vio que Ruth tenía un defecto en el ojo derecho, como había supuesto al ver la foto de la contracubierta. Y, desde luego, el tamaño de sus pechos era considerable
Aunque Ruth firmó ejemplares durante más de una hora sin quejarse, tuvo lugar un solo incidente algo chocante, y Harry supuso que la novelista era mucho menos amistosa de lo que le había parecido al principio. Incluso, a cierto nivel, Ruth le pareció a Harry una de las personas más enojadizas que había visto jamás
Siempre le habían atraído las personas que contenían su ira. Como oficial de policía, había descubierto que la cólera incontenida había dejado de ser una amenaza para él. En cambio, la cólera contenida le atraía mucho, y creía que las personas que no se enojaban eran básicamente distraídas
La mujer que había causado el incidente en la cola era mayor y, al principio, no parecía haber hecho nada malo, lo cual sólo significa que no había hecho nada malo que Harry pudiera ver. Cuando le tocó el turno, puso sobre la mesa un ejemplar de la versión inglesa de Mi último novio granuja. La acompañaba un hombre tímido e igualmente entrado en años, y ambos sonreían a la autora. El problema parecía estribar en que Ruth no la reconocía
– ¿Quiere que se lo dedique a usted o a alguien de su familia? -preguntó Ruth a la anciana, cuya sonrisa se contrajo perceptiblemente
– A mí, por favor -respondió la anciana
Tenía un acento norteamericano inofensivo, pero la dulzura con que dijo "por favor" era falsa. Ruth aguardó cortésmente…, no, quizá con cierta impaciencia…, a que la mujer le dijera por fin su nombre. Siguieron mirándose, pero Ruth Cole no la reconocía
– Me llamo Muriel Reardon -dijo finalmente la anciana-. No me recuerda, ¿verdad?
– No, lo siento, no sé quién es usted
– La última vez que hablamos fue el día de su boda -le reveló Muriel Reardon-. Lamento lo que le dije en aquella ocasión. Me temo que perdí los estribos
Ruth siguió mirando a la señora Reardon, y el color de su ojo derecho pasó del castaño al ámbar. No había reconocido a la vieja y terrible viuda que tan segura estaba de sí misma cuando la atacó, cinco años atrás, y eso por dos motivos comprensibles: no esperaba tropezarse con la arpía en Amsterdam y la vieja bruja había mejorado su aspecto. La airada viuda no estaba muerta, como Hannah dijo en su día, sino que se había recuperado de una manera notable
– Es una de esas coincidencias que no pueden ser simples coincidencias -siguió diciendo la señora Reardon, en un tono que parecía indicar una conversión religiosa
Y así era, en efecto. En los cinco años transcurridos desde que atacó a Ruth, Muriel había conocido al señor Reardon, quien seguía sonriendo a su lado, se habían casado y los dos se habían convertido en devotos cristianos
– Curiosamente, rogarle que me perdonara usted era lo que más ocupaba mi mente cuando mi marido y yo llegamos a Europa… ¡y precisamente la encuentro aquí! ¡Es un milagro!
El señor Reardon superó su timidez para decir:
– Era viudo cuando conocí a Muriel. Hemos viajado a Europa para ver las grandes iglesias y catedrales
Ruth seguía mirando a la señora Reardon, y a Harry Hoekstra le pareció que lo hacía de una manera crecientemente hostil. Que Harry supiera, los cristianos siempre querían algo. ¡Lo que quería la señora Reardon era dictar las condiciones de su propio perdón!
Ruth entrecerró tanto los ojos que nadie podría haberle visto el defecto hexagonal en el derecho
– Ha vuelto a casarse -dijo en un tono neutro. Era la voz con que leía en voz alta, curiosamente inexpresiva.
– Perdóneme, por favor -replicó la señora Reardon
– ¿Y qué ha pasado con su intención de ser viuda para toda su desgraciada vida? -le preguntó Ruth
– Por favor… -dijo la señora Reardon
El hombre, tras hurgar en un bolsillo de su chaqueta deportiva, sacó unas fichas que tenían algo escrito y pareció buscar una ficha determinada que no podía encontrar. Sin inmutarse, se puso a leer otra ficha:
– "Pues el fruto del pecado es la muerte, pero el don de Dios es la vida eterna…"
– ¡No es eso! -exclamó la señora Reardon-. ¡Léele lo del perdón!