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La prostituta pareció más divertida que desconcertada

– No tengo ningún problema con el inglés -respondió-, ni tampoco con las lesbianas

– No soy lesbiana -le dijo Ruth

– Bueno, no importa. ¿Es la primera vez que lo hace con una mujer? Sé cómo actuar en estos casos

– No quiero hacer nada -se apresuró a replicar Ruth-. Sólo quiero hablar con usted

Tuvo la impresión de que la prostituta se molestaba, como si "hablar" fuera un tipo de conducta aberrante, cercana al límite de lo inaceptable

– Para eso tendrá que pagar más -dijo la pelirroja-. Una puede hablar durante mucho tiempo

Esa actitud dejó perpleja a Ruth: no era fácil asimilar que cualquier actividad sexual fuese preferible a la conversación.

– Sí, claro, le pagaré por el tiempo que dedique a hablar conmigo -le dijo a la pelirroja, quien la estaba examinando minuciosamente. Pero no era el cuerpo de Ruth lo que la prostituta evaluaba, sino su atuendo. Le interesaba saber cuánto habría pagado por aquella ropa

– Son setenta y cinco guilders cada cinco minutos -le dijo la pelirroja. Había deducido correctamente que las prendas de Ruth eran poco imaginativas pero caras

Ruth abrió la cremallera del bolso y buscó en su cartera los billetes holandeses, con los que no estaba familiarizada. ¿Equivalían setenta y cinco guilders a unos cincuenta dólares? Le pareció demasiado dinero por cinco minutos de conversación. (Comparado con lo que la prostituta proporcionaba habitualmente por ese dinero, durante el mismo tiempo o incluso menos, parecía una compensación insuficiente.)

– Me llamo Ruth -le dijo con nerviosismo, y le tendió la mano, pero la pelirroja se echó a reír y, en vez de estrecharle la mano, le tomó la manga de la chaqueta de cuero y tiró de ella para que entrara en la habitación

Una vez dentro, la prostituta echó el cerrojo a la puerta y corrió las cortinas del escaparate. Su intenso perfume en aquel espacio tan cerrado era casi tan abrumador como su desnudez casi total

En la habitación se imponía el color rojo. Las pesadas cortinas eran de una tonalidad granate. La alfombra, ancha y roja como la sangre, emitía el olor desvaído de un producto de limpieza. La colcha que cubría la cama tenía un anticuado diseño floral. La funda de la única almohada era rosa; y había una toalla, del tamaño de una toalla de baño y una tonalidad rosa distinta de la almohada, bien doblada por la mitad y que cubría el centro de la cama, sin duda para proteger la colcha. En una silla, al lado de la pulcra y práctica cama, se amontonaba un rimero de toallas rosa. Parecían limpias, aunque un poco raídas, acordes con el aspecto deslucido de la habitación

La pequeña estancia roja estaba rodeada de espejos. Había casi tantos espejos, en otros tantos ángulos inoportunos, como en el gimnasio del hotel. Y la luz de la habitación era tan tenue que, cada vez que Ruth daba un paso, veía una sombra de sí misma que retrocedía, avanzaba o ambas cosas a la vez. (Los espejos, naturalmente, también reflejaban una multitud de prostitutas.)

La mujer se sentó exactamente en el centro de la toalla, sobre la cama, sin necesidad de mirar dónde lo hacía. Cruzó los tobillos, apoyó los pies en los finos tacones de sus zapatos y se inclinó hacia delante con las manos en los muslos. La pose reflejaba una larga experiencia, le alzaba los pechos garbosos y bien formados, exageraba la hendidura entre los dos y permitía a Ruth verle los pezones, pequeños y violáceos, a través del tejido color vino tinto del sostén. Las braguitas le alargaban la estrecha V de la entrepierna y revelaban las marcas dejadas por la tensión de la piel del abdomen, un tanto sobresaliente. Era evidente que había tenido hijos, por lo menos uno

La pelirroja señaló a Ruth una butaca llena de protuberancias, invitándola a sentarse. El asiento era tan blando que las rodillas de Ruth le tocaron los pechos cuando se inclinó hacia delante. Tenía que sujetarse a los brazos de la silla con ambas manos a fin de no dar la impresión de que se repantigaba

– Esa butaca es mejor para hacer mamadas que para hablar -le dijo la prostituta-. Me llamo Dolores -añadió-, pero los amigos me llaman Rooie

– ¿Rooie? -repitió Ruth, procurando no pensar en el número de felaciones practicadas en la butaca tapizada de cuero agrietado

– Significa "roja" -dijo Rooie

– Entiendo. -Ruth avanzó poco a poco hasta el borde de la butaca para felaciones-. Resulta que estoy escribiendo un libro -empezó a explicar, pero la prostituta se apresuró a levantarse de la cama

– No me habías dicho que eres periodista -dijo Rooie Dolores-. No hablo con esa clase de gente

– ¡No soy periodista! -exclamó Ruth. ¡Cómo le escocía esa acusación!-. Soy novelista, escribo libros, obras de ficción. Tan sólo necesito asegurarme de que los detalles sean correctos.

– ¿Qué detalles? -inquirió Rooie

En vez de sentarse, la prostituta se puso a pasear por la estancia, y sus movimientos permitieron a la novelista ver ciertos aspectos adicionales de aquel lugar de trabajo cuidadosamente dispuesto. Había un pequeño lavabo adosado a una pared y, a su lado, el bidé. (Por supuesto, los espejos mostraban varios bidés más.) Sobre una mesa situada entre el bidé y la cama había una caja de kleenex y un rollo de toallas de papel. Una bandeja esmaltada en blanco, con un aire de utensilio de hospital, contenía lubricantes y tubos de gel, unos conocidos y otros no, así como un consolador de tamaño aparentemente excesivo. Al igual que la bandeja, de una blancura similar, que evocaba un hospital o el consultorio de un médico, había un cubo de esos cuya tapa se levanta pisando un pedal. A través de una puerta, Ruth vio el water a oscuras; el inodoro, con asiento de madera, funcionaba con cadena. También reparó en la lámpara de pie con pantalla de vidrio rojo escarlata y, junto a la silla de las felaciones, una mesa sobre la que había un cenicero vacío, limpio, y un cestillo de mimbre lleno de condones

Estos últimos figuraban entre los detalles que Ruth necesitaba, junto con la escasa profundidad del ropero. Los pocos vestidos, camisones y un top de cuero no podían colgar formando ángulo recto con la pared del fondo. Las prendas pendían en diagonal, como prostitutas que trataran de mostrarse en un ángulo más halagador

Los vestidos y camisones, por no mencionar el top de cuero, eran demasiado juveniles para una mujer de la edad de Rooie, pero ¿qué sabía Ruth de esas cosas? No solía llevar vestidos y prefería dormir con bragas y una camiseta holgada. Por otro lado, nunca se le habría ocurrido ponerse un top de cuero

– Supongamos que un hombre y una mujer te ofrecieran pagarte por permitirles que te miren cuando estás con un cliente -empezó a explicarle Ruth-. ¿Harías eso? ¿Lo has hecho alguna vez?

– De modo que es eso lo que quieres, ¿eh? -dijo Rooie-. ¿Por qué no me lo has dicho de entrada? Pues claro que puedo… Lo he hecho, desde luego. ¿Por qué no has traído a tu compañero?

– No, no. No he venido con un compañero -replicó Ruth-. En realidad no quiero mirarte mientras estás con un cliente. Eso puedo imaginarlo. Sólo deseo saber cómo lo organizas y hasta qué punto es algo corriente o no. Es decir, ¿con qué frecuencia te lo piden ciertas parejas? Supongo que los hombres solos te lo piden más a menudo que las parejas, y que las mujeres solas lo hacen…, bueno, casi nunca

– Eso es cierto -respondió Rooie-. En general se trata de hombres solos. En cuanto a parejas, tal vez una o dos veces al año

– ¿Y mujeres solas?

– Puedo hacer eso si lo deseas -le aseguró Rooie-. Lo hago de vez en cuando, pero no a menudo. A la mayoría de los hombres no les importa que otra mujer mire. Las mujeres que están mirando son las que no quieren ser vistas

Hacía tanto calor en la habitación y estaba tan poco aireada que Ruth ansiaba quitarse la chaqueta de cuero. Pero en presencia de aquella mujer habría sido demasiado atrevimiento quedarse tan sólo con la camiseta de seda negra. Así pues, abrió la cremallera de la chaqueta, pero no se la quitó

Rooie se acercó al ropero, que no era un armario, sino un hueco rectangular practicado en la pared, desprovisto de puerta: una cortina de cretona, con un dibujo de hojas otoñales caídas, rojas en su mayor parte, colgaba de un listón de madera. Cuando Rooie corrió la cortina, el contenido del ropero quedó oculto, con excepción de los zapatos, a los que dio la vuelta, de modo que las puntas miraban hacia fuera. Había media docena de zapatos de tacón alto

– Estarías detrás de la cortina con las puntas de los zapatos hacia fuera -le explicó Rooie

La prostituta entró en el ropero por la separación de la cortina y se ocultó. Cuando Ruth le miró los pies, apenas pudo diferenciar los zapatos que Rooie llevaba de los demás zapatos. Tuvo que buscarle los tobillos a fin de distinguirlos

– Comprendo -dijo Ruth

Quería entrar en el ropero y comprobar cómo se veía la cama desde allí. Por la estrecha abertura en la cortina, la visibilidad podría ser escasa. La pelirroja pareció leerle la mente y salió del ropero

– Vamos, pruébalo tú misma -le dijo a la norteamericana. Ruth no pudo evitar rozarla cuando penetró por la abertura de la cortina. El hueco era tan estrecho que resultaba casi imposible que dos personas se movieran allí dentro sin tocarse

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