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Mientras el hielo fundido hacía su efecto, pensaba que, en el peor de los casos, el encuentro podría significar unos puntos en una ceja o la nariz rota. Además, si Allan la golpeaba con la raqueta, lo sentiría muchísimo y luego le cedería la posición preferida en la pista. Ella le vencería con facilidad en un abrir y cerrar de ojos, tanto si la golpeaba como si no. Entonces se preguntó que para qué iba a molestarse en vencerle

¿Cómo podía pensar en la posibilidad de renunciar a los hombres? De quienes desconfiaba era de las mujeres, y en un grado mucho mayor

Había permanecido sentada durante demasiado tiempo en la piscina, a la fría sombra del atardecer, por no mencionar el frío de la pegajosa compresa de hielo que se le había fundido en el hombro. La frialdad ponía un toque de noviembre en el veranillo de San Martín y le recordaba a Ruth aquella noche de noviembre de 1969 en que su padre le dio la que él llamaba "última lección de conducir" y "penúltimo examen de conducción"

Iba a cumplir los dieciséis antes de la primavera, y entonces obtendría el permiso de principiante, tras lo cual aprobaría el examen de conducción sin la menor dificultad, pero aquella noche de noviembre, su padre, a quien le tenían sin cuidado los permisos de principiante, le advirtió:

– Espero por tu bien, Ruthie, que nunca tengas que pasar un examen más duro que éste. Vamos

– ¿Adónde vamos? -le preguntó ella. Era el domingo por la noche del fin de semana de Acción de Gracias

La piscina ya estaba cubierta en previsión del invierno, los árboles frutales desprovistos de fruto y hojas, incluso el seto estaba desnudo y sus ramas esqueléticas se movían impulsadas por la brisa. En el horizonte septentrional había un resplandor: los faros de los coches que ya estaban parados en el carril en dirección oeste de la carretera de Montauk, los domingueros de regreso a Nueva York. (Normalmente el recorrido era de dos horas, tres a lo sumo.)

– Esta noche me apetece ver las luces de Manhattan -dijo Ted a su hija-. Quiero ver si ya han colocado los adornos navideños en Park Avenue. Quiero tomar una copa en el bar del Stanhope. Una vez tomé allí un armagnac de agio. Ya no tomo armagnac, claro, pero me gustaría volver a beber algo tan bueno. Tal vez un buen vaso de oporto. Vamos

– ¿Quieres conducir hasta Nueva York, papá?

Si se exceptuaban el fin de semana correspondiente al Día del Trabajo o el final de la jornada del Cuatro de julio (y tal vez el fin de semana en que se celebraba el Día del Recuerdo), aquélla era probablemente la peor noche del año para ir a Nueva York por carretera

– No, no quiero conducir hasta Nueva York, Ruthie. No puedo conducir hasta allí, porque he bebido. Me he tomado tres cervezas y una botella entera de vino tinto. Lo único que le prometí a tu madre es que no conduciría nunca bebido, por lo menos cuando viajara contigo. Eres tú quien va a conducir, Ruthie

– Nunca he conducido tanto -le dijo Ruth, pero no se le ocultaba que, de haberlo hecho, la prueba no habría sido tan importante

Por fin entraron en la autopista de Long Island por Manorville

– Colócate en el carril rápido, Ruthie, y mantén el límite de velocidad -le dijo Ted-. No te olvides de mirar por el retrovisor. Si alguien viene por detrás y tienes tiempo suficiente de pasar al carril central, y además dispones de bastante espacio para hacerlo, cambia de carril. Pero si uno se te echa encima, frenético por pasar, deja que te adelante por la derecha

– ¿No es esto ilegal, papá? -inquirió ella, pensando que aprender a conducir tenía ciertas limitaciones, como la de no hacerlo de noche ni más allá de un radio de veinticinco kilómetros desde tu lugar de residencia. Ignoraba que ya había conducido ilegalmente porque carecía de permiso de principiante

– Por medios legales no puedes aprender todo cuanto necesitas saber -replicó su padre

Ruth tuvo que concentrarse por completo en la tarea de conducir, y aquélla fue una de las pocas ocasiones, durante las salidas en el viejo Volvo blanco, en que no le pidió a su padre que le contara lo sucedido a Thomas y Timothy. Ted aguardó hasta que se aproximaron a Flushing Meadows, y entonces, sin previo aviso, empezó a contárselo exactamente de la misma manera que se lo contara en su día a Eddie O'Hare, refiriéndose a sí mismo en tercera persona, como si él fuese un personaje más del relato y, por cierto, un personaje secundario

Ted se interrumpió antes de revelar lo mucho que él y Marion habían bebido y por qué Thomas fue el más indicado, el único conductor sobrio, para decirle a Ruth que saliera del carril rápido y se colocara en el que estaba más a la derecha

– Por aquí conectas con la Gran Carretera Central, Ruthie -le dijo tranquilamente

Ella tuvo que cambiar de carril con demasiada rapidez, pero lo consiguió sin dificultad. Pronto distinguió el estadio Shea a su derecha

Al llegar al punto del relato en que él y Marion discutían sobre el mejor sitio para girar a la izquierda, Ted volvió a interrumpirse, esta vez para decirle a Ruth que siguiera el bulevar Northern, a través de Queens

Ruth sabía que el motor del viejo Volvo blanco tendía a recalentarse si avanzaba en primera o segunda, se detenía y arrancaba de nuevo en medio de un tráfico muy lento, pero cuando se lo mencionó a su padre, éste respondió:

– No pises el embrague, Ruthie. Si estás un rato detenida, ponlo en punto muerto y pisa el freno. Mantén el pie fuera del embrague tanto como puedas, y no te olvides de mirar por el retrovisor

Por entonces Ruth estaba llorando. Ted le había contado la escena de la máquina quitanieves, cuando su madre supo que Thomas había muerto pero aún desconocía la suerte de Timothy. Marion preguntaba una y otra vez si Timmy estaba bien, y Ted no le decía nada… acababa de presenciar la muerte de Timmy, pero no podía articular palabra

Cruzaron el puente de Queensboro, y entraron en Manhattan cuando Ted hablaba a su hija de la pierna izquierda de Timothy: la máquina quitanieves le había seccionado el muslo por la mitad y, cuando intentaron retirar el cuerpo, tuvieron que dejar allí la pierna

– No veo la calzada, papá -le dijo Ruth

– Pero aquí no podemos parar, ¿verdad? -replicó su padre-. Tendrás que seguir adelante, no hay más remedio. -Entonces le refirió el momento en que la madre reparó en el zapato de su hermano ("Oh, Ted, mira, necesitará el zapato", dijo Marion, sin darse cuenta de que el zapato estaba todavía unido a la pierna del muchacho. Y etcétera, etcétera.)

Ruth avanzó hacia el centro de la ciudad por la Tercera Avenida

– Ya te diré cuándo debes girar para seguir por Park Avenue. Hay ahí un sitio concreto donde merece la pena ver los adornos navideños

– Estoy llorando demasiado, no veo por dónde voy, papá -insistió Ruth

– Pero ésa es la prueba, Ruthie. La prueba consiste en que a veces no hay sitio donde parar, a veces no puedes detenerte y has de encontrar la manera de seguir adelante. ¿Lo has comprendido?

– Sí

– Pues entonces ya lo sabes todo -dijo su padre

Más adelante Ruth comprendió también que había pasado la parte de la prueba no mencionada: no había mirado a su padre ni una sola vez, y Ted había permanecido como invisible en el asiento del pasajero. Mientras su padre le contaba el accidente, Ruth no había apartado la vista de la carretera ni del retrovisor, y eso también había formado parte de la prueba

Aquella noche de noviembre de 1969 su padre le hizo avanzar por Park Avenue mientras comentaba los adornos navideños. En algún lugar, pasada la Calle 80, le pidió que virase a la Quinta Avenida. Entonces bajaron por la Quinta Avenida hasta el hotel Stanhope, enfrente del Metropolitan. Era la primera vez que Ruth oía restallar las banderas del museo sacudidas por el viento. Su padre le había dicho que diera al portero del Stanhope las llaves del Volvo. El hombre se llamaba Manny, y a Ruth le impresionó que conociera a su padre

Pero en el Stanhope le conocía todo el mundo. Debía de haber sido un cliente habitual. Entonces Ruth lo comprendió: ¡era allí adonde llevaba a sus mujeres! "Alójate siempre aquí, Ruthie…, cuando te lo puedas permitir -le había dicho su padre-. Es un buen hotel." (Desde 1980, ella pudo permitírselo.)

Aquella noche fueron al bar y su padre cambió de idea acerca del oporto y pidió en su lugar una botella de excelente Pommard. Dio cuenta del vino y Ruth se tomó un café doble, en previsión del viaje de vuelta a Sagaponack. Mientras estuvo sentada en el bar, Ruth tuvo la sensación de que seguía aferrada al volante, y aunque había tenido la oportunidad de mirar a su padre en el bar, antes de regresar al viejo Volvo blanco, no podía hacerlo. Era como si él aún estuviera contándole el terrible accidente

Pasada la medianoche, su padre le indicó el camino para ir a la avenida Madison, y en algún lugar, más allá de la Calle 90, le dijo que girase hacia el este. Avanzaron por la avenida Franklin Delano Roosevelt hasta el Triborough, y después por la Gran Carretera Central hasta la carretera de Long Island, donde Ted se quedó dormido. Ruth recordó que Manorville era la salida que debía tomar, y no tuvo que despertar a su padre para preguntarle el camino de regreso

Conducía en sentido contrario al de los automóviles que regresaban a la ciudad al final de la jornada festiva, y las luces del denso tráfico incidían continuamente en sus ojos, pero casi nadie iba en su dirección. En un par de ocasiones pisó el acelerador a fondo, sólo para ver la velocidad máxima que podía alcanzar el viejo coche. Alcanzó los ciento treinta y cinco en un par de ocasiones y ciento cuarenta y cinco otra vez, pero a esas velocidades se producía una vibración extraña en el morro del coche que la asustaba. Durante la mayor parte del trayecto respetó el límite de velocidad y pensó en el relato de la muerte de sus hermanos, sobre todo el momento en que su madre trataba de recuperar el zapato de Timmy

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