– Vete de aquí -le dijo Eddie-. Ésta es mi habitación, por lo menos durante una noche más.
– Casi es de día -replicó Ted, y descorrió una cortina para que Eddie pudiera ver la incipiente luminosidad.
– Vete de aquí -repitió Eddie.
– No creas que nos conoces a mí o a Marion -dijo Ted-. No nos conoces, y a ella la conoces aún menos.
– De acuerdo, de acuerdo -dijo Eddie.
Vio que la puerta del dormitorio estaba abierta. Desde el largo pasillo llegaba la familiar luz gris oscuro.
– Marion no me dijo nada hasta después de que Ruth naciera -siguió diciendo Ted-. Quiero decir que, hasta entonces, no había dicho una sola palabra sobre el accidente. Pero un día, después de que Ruth naciera, Marion entró en mi cuarto de trabajo…, nunca se acercaba ahí, ¿sabes?…, y me dijo: «¿Cómo pudiste dejar que viera la pierna de Timmy? ¿Cómo pudiste?». Tuve que decirle que había sido físicamente incapaz de moverme, que estaba paralizado, convertido en piedra. Pero todo lo que ella fijo fue: «¿Cómo pudiste?». Y nunca volvimos a hablar de ello. Lo intenté, pero ella no respondía nunca.
– Vete de aquí, por favor -le pidió Eddie.
– Nos veremos por la mañana, Eddie -dijo Ted al salir.
La única cortina que Ted había descorrido apenas dejaba entrar en la habitación algo de aquella luminosidad previa al amanecer para que Eddie pudiera ver la hora. Sólo vio que el reloj de pulsera, la muñeca, la mano y el brazo tenían el color cerúleo, gris plateado, de un cadáver. Giró la mano, pero no percibió ninguna diferencia en la tonalidad gris. La palma y el dorso de la mano eran del mismo color. Incluso su piel, las almohadas y las sábanas arrugadas eran de aquel color uniformemente gris. Yació despierto, esperando que la luz se afirmara e intensificara. Contempló el cielo a través de la ventana, y vio que la oscuridad se desvanecía lentamente. Poco antes de que saliera el sol, el cielo había adquirido el color de un moratón una semana después de recibir el golpe.
Eddie sabía que Marion debía de haber contemplado infinidad de veces aquella luz que precedía al alba. Probablemente la estaba viendo en aquel momento, pues sin duda no habría podido dormir, dondequiera que se encontrara. Y ahora Eddie comprendía lo que Marion veía siempre que estaba despierta: la nieve blanda que se fundía sobre la carretera mojada y negra, que también podría tener franjas de luz reflejada, los incitadores letreros de neón, que prometían cobijo (con diversiones), alimento y bebida, los faros que pasaban constantemente, los coches que avanzaban con tanta lentitud porque todo el mundo tenía que mirar el accidente, la luz azul giratoria de los coches de la policía, las parpadeantes luces amarillas del camión grúa y también las destellantes luces rojas de la ambulancia. ¡Y no obstante, incluso en medio de aquel desastre, Marion había visto el zapato!
Siempre recordaría haber dicho: «Oh, Ted, mira, necesitará el zapato», y que fue cojeando al vehículo siniestrado y se agachó. Eddie se preguntó qué clase de zapato sería. La falta de detalles le impedía ver la pierna con precisión. Posiblemente una bota para después de esquiar. Tal vez era una vieja zapatilla de deporte, algo que a Timothy no le importaba que se mojara. Pero el no saber el tipo de zapato o de bota, fuera lo que fuese, le impedía a Eddie verlo, y no verlo le impedía ver la pierna. Ni siquiera podía imaginar la pierna.
Afortunado Eddie. Marion no tenía tanta suerte. Siempre recordaría el zapato empapado en sangre. El detalle exacto del zapato siempre le haría recordar la pierna.
Trabajando para el señor Cole
Como no sabía qué clase de zapato era, Eddie se quedó dormido sin proponérselo. Cuando despertó, el sol estaba bajo y brillaba en la única ventana con la cortina descorrida. El cielo era de un azul nítido, sin nubes. Eddie abrió una ventana para comprobar el frío que hacía (sin duda haría frío durante la travesía en el transbordador, eso si lograba que alguien le llevara hasta Orient Point) y allí, en el sendero de acceso, vio una camioneta de caja descubierta, un vehículo desconocido por completo. En la caja de la camioneta había un tractor-cortacésped y otro cortacésped manual, junto con rastrillos, palas, azadas y un surtido de cabezales de riego. Había también una larga manguera bien enrollada.
Ted Cole segaba personalmente el césped y sólo lo regaba cuando creía que la hierba lo necesitaba o cuando encontraba tiempo para hacerlo. Puesto que el jardín no estaba terminado, como resultado del distanciamiento entre Ted y Marion, no era un jardín que mereciera la atención de un jardinero a dedicación plena. No obstante, el hombre de la camioneta sí parecía un jardinero a dedicación plena.
Eddie se vistió y bajó a la cocina. Allí, desde una de las ventanas, pudo ver mejor al conductor de la camioneta. Ted, que sorprendentemente ya estaba despierto y había preparado café, miraba por una ventana al misterioso jardinero, que para él no era ningún misterio.
– Es Eduardo -susurró Ted a Eddie-. ¿A qué habrá venido? Eddie reconoció entonces al jardinero de la señora Vaughn, aunque sólo le había visto una vez, y brevemente, cuando Eduardo Gómez le frunció el ceño desde lo alto de la escalera de mano. Allá arriba, el hombre trágicamente maltratado se dedicaba a retirar pedazos de dibujos pornográficos del seto de los Vaughn.
– Tal vez la señora Vaughn le ha contratado para matarte -especuló Eddie.
– ¡No, Eduardo no! -replicó Ted-. Pero ¿la ves a ella en alguna parte? No está en la cabina ni detrás.
– A lo mejor está tendida debajo de la camioneta -sugirió Eddie.
– Hablo en serio, hombre. -Yo también.
Ambos tenían motivos para creer que la señora Vaughn era capaz de asesinar, pero Eduardo Gómez parecía estar solo, sentado al volante de su camioneta. Ted y Eddie vieron el vapor que salía del termo de Eduardo cuando se sirvió una taza de café. El jardinero aguardaba cortésmente hasta que tuviera alguna indicación de que los habitantes de la casa se habían despertado.
– ¿Por qué no vas a enterarte de lo que quiere? -le preguntó Ted a Eddie.
– Yo no voy -respondió el muchacho-. Me has despedido…, ¿no es cierto?
– Joder… Por lo menos acompáñame.
– Será mejor que me quede al lado del teléfono -replicó Eddie-. Si tiene un arma y te pega un tiro, llamaré a la policía. Pero Eduardo Gómez iba desarmado. La única arma del jardinero era un trozo de papel de aspecto inocuo, que sacó de la cartera y mostró a Ted. Era el cheque borroso, ilegible, que la señora Vaughn había lanzado al agua del surtidor.
– Ha dicho que es el cheque de mi última paga -le explicó Eduardo a Ted.
– ¿Le ha despedido?
– Sí, porque le advertí a usted que le perseguía con el coche -dijo Eduardo.
– Ah -musitó Ted, sin desviar la vista del cheque nulo-. Ni siquiera se puede leer. Podría estar en blanco.
Tras su aventura en el surtidor, el cheque estaba cubierto por una pátina de tinta de calamar desvaída.
– No era mi único trabajo -le explicó el jardinero-, pero sí el más importante, mi principal fuente de ingresos.
– Ah -repitió Ted, y tendió a Eduardo el cheque color sepia, que el jardinero devolvió con gesto solemne a su cartera-. A ver si le entiendo bien, Eduardo. Usted cree que me salvó la vida y que eso le ha costado su empleo.
– No es que lo crea, es que le salvé la vida y eso me ha costado el empleo.
La vanidad de Ted, que se extendía a la ligereza de sus pies, le impulsaba a creer que, aunque la señora Vaughn le hubiera sorprendido cuando estaba inmóvil, podría haber reaccionado y corrido más que su Lincoln. No obstante, Ted nunca habría discutido el hecho de que el jardinero se había comportado con valentía.
– ¿De cuánto dinero exactamente estamos hablando? -le preguntó Ted.
– No quiero su dinero, no he venido aquí en busca de limosna-respondió Eduardo-. Confiaba en que tuviera algún trabajo para mí.
– ¿Quiere usted trabajo? -inquirió Ted.
– Sólo si tiene alguno para mí -replicó Eduardo.
El jardinero contemplaba con desesperación el jardín casi abandonado. Ni siquiera el césped desigual mostraba señales de cuidado profesional. Necesitaba fertilizante, por no mencionar la evidente falta de riego. Y no había arbustos con flores ni plantas perennes ni anuales, o por lo menos Eduardo no veía ninguna. Cierta vez la señora Vaughn le había dicho a Eduardo que Ted Cole era rico y famoso, y ahora el jardinero pensaba que aquel hombre no invertía dinero en adornos vegetales.
– No parece que tenga algún trabajo para mí -le dijo a Ted. -Espere un momento. Le enseñaré dónde quiero poner una piscina y algunas cosas más.
Desde la ventana de la cocina, Eddie los vio caminar alrededor de la casa. El muchacho no percibió nada amenazante en su conversación y supuso que podía reunirse con ellos sin ningún temor.
– Quiero una piscina sencilla, rectangular, no es necesario que sea de tamaño olímpico -le decía Ted a Eduardo-. Sólo necesito que tenga una parte honda y otra de menor profundidad, con escalones. Y sin trampolín. Los trampolines son peligrosos para los niños. Tengo una niña de cuatro años.