Aquel viernes, Emily y Louis llegaron tarde a la escuela. Habían tenido que zarandear a sus padres para arrojarlos de la cama. Y mientras veían los dibujos animados (con las carteras en la espalda, por si alguien tuviera la desfachatez de hacerles algún reproche), Mathias se afeitaba en su cuarto de baño y Antoine, hecho polvo, llamaba a McKenzie para prevenirle de que estaría en la agencia dentro de una media hora.
Mathias entró en su librería, escribió con rotulador en una hoja de papel Cansón: Cerrado todo el día, la pegó en la puerta de vidrio y volvió a salir enseguida.
Pasó por la agencia, y molestó a Antoine en plena reunión para forzarlo a prestarle su coche. La primera etapa de su periplo le hizo ir por la orilla del Támesis. Una vez estacionado en el aparcamiento de la torre Oxo, fue a sentarse en el banco que estaba frente a la escollera el tiempo de concentrarse.
Yvonne se aseguró de que no había olvidado nada y verificó de nuevo su billete. Aquella noche, en la estación Victoria, subiría en el tren de las dieciocho horas. Llegaría a Chatham cincuenta y cinco minutos más tarde. Volvió a cerrar su maletín negro, lo dejó en la cama y abandonó su estudio.
Con el corazón en un puño, bajó la escalera que llevaba a la sala; tenía una cita con Antoine. Era una buena idea partir aquel fin de semana. No habría soportado ver aquel gran desbarajuste en su restaurante. Pero la verdadera razón de aquel viaje, aunque su maldito carácter le prohibía confesárselo, venía más bien del corazón. Aquella noche, por primera vez, dormiría en el Kent.
Antoine miró su reloj al salir de la reunión. Yvonne debía de esperarlo desde hacía un cuarto de hora largo. Hurgó en el bolsillo de su traje, verificó que había un sobre y corrió a su cita.
Sophie estaba de perfil ante el espejo colgado en la pared de la trastienda. Acarició su vientre y sonrió.
Mathias miró una vez más las ondulaciones del río. Inspiró profundamente y abandonó el banco. Avanzó con paso decidido hacia la torre Oxo y atravesó el vestíbulo para entrevistarse con el ascensorista. El hombre escuchó atentamente y aceptó la generosa propina que Mathias le ofreció a cambio de un servicio que, no obstante, encontraba extraño. Después pidió a los pasajeros que tuvieran a bien apretujarse un poco hacia el fondo del ascensor. Mathias entró en la cabina, se situó frente a las puertas y anunció que estaba listo. El ascensorista apretó el botón.
Enya prometió a Yvonne que se quedaría allí todo el tiempo que duraran las obras. Velaría por que los obreros no estropearan su caja registradora. Ya era difícil de imaginar que a su vuelta nada sería igual, pero si su vieja máquina estuviera dañada, el alma de su pequeño restaurante se largaría con viento fresco.
No quiso ver los últimos dibujos que Antoine le presentó. Confiaba en él. Pasó detrás del mostrador, abrió un cajón y le tendió un sobre.
– ¿Qué es eso?
– ¡Lo verás cuando lo abras! -dijo Yvonne.
– ¡Si es un cheque, no pienso cobrarlo!
– Si no lo cobras, cojo dos botes de pintura y emborrono todo tu trabajo cuando vuelva. ¿Me has entendido bien?
Antoine quiso seguir la discusión, pero Yvonne le cogió el sobre y lo puso en su chaqueta.
– ¿Las coges o no? -dijo, agitando un manojo de llaves-. Quiero renovar la sala, pero mi orgullo sólo morirá conmigo, soy de la vieja escuela. Sé muy bien que nunca querrás que te pague tus honorarios; pero en todo caso, ¡mis obras, me las pago yo!
Antonio tomó las llaves de manos de Yvonne y le anunció que el restaurante era suyo hasta el domingo por la noche. Hasta el lunes por la mañana no tenía derecho a poner los pies allí.
– Por favor, señor, quite el pie de la puerta, ¡la gente se impacienta! -suplicó el ascensorista de la torre Oxo.
La cabina no había dejado aún la planta baja y, aunque el mozo del ascensor había intentado explicar la situación a los clientes, algunos ya no podían esperar a llegar a su mesa en el último piso.
– Estoy casi listo -dijo Mathias-, ¡casi listo!
Inspiró a fondo y encogió los dedos de los pies en los zapatos.
La mujer de negocios que estaba a su lado le soltó un paraguazo en la pantorrilla; Mathias dobló la pierna, y por fin la cabina se elevó en el cielo de Londres.
Yvonne salió del restaurante. Tenía cita con el peluquero y más tarde volvería a recoger el equipaje. Enya casi tuvo que echarla, podía contar con ella. Yvonne la apretó entre sus brazos y la besó antes de subir al taxi.
Antoine volvía a subir la calle, se paró ante la tienda de Sophie, golpeó la puerta y entró.
Las puertas del ascensor se abrieron en la última planta. Los clientes del restaurante se precipitaron fuera. Agarrado a la barandilla, al fondo de la cabina acristalada, Mathias abrió los ojos. Maravillado, descubrió una ciudad como jamás había visto. El ascensorista dio una palmada, luego una segunda y, por fin, le aplaudió de todo corazón.
– ¿Hacemos otro viaje los dos solos? -preguntó.
Mathias lo miró y sonrió.
– Entonces uno cortito nada más, porque después tengo que conducir -respondió Mathias-. ¿Puedo? -añadió, poniendo el dedo en el botón.
– ¡Es usted mi invitado! -respondió orgullosamente el ascensorista.
– ¿Vienes a comprar flores? -preguntó Sophie a la vez que miraba a Antoine, que se acercaba a ella.
Sacó el sobre de su bolsillo y se lo tendió.
– ¿Qué es esto?
– Ese imbécil para el que me pediste que escribiera… Creo que por fin te ha respondido, así que he querido traerte su carta en persona.
Sophie no dijo nada, se agachó para abrir el estuche de corcho y dejó la carta encima de las otras.
– ¿No vas a abrirla?
– Sí, a lo mejor luego; además, creo que no le gustaría que la leyera delante de ti.
Antoine avanzó lentamente hacia ella, la abrazó, la besó en la mejilla y volvió a salir de la tienda.
El Austin Healy enfilaba por la M 25. Mathias se inclinó hacia la guantera y atrapó el mapa de carreteras. Pasados dieciséis kilómetros, debería tomar la M 2. Aquella mañana había cumplido su primera resolución. Manteniendo la marcha, cumpliría la segunda en menos de una hora.
Antoine pasó el resto de la jornada en compañía de McKenzie en el restaurante. Con Enya, habían apilado las viejas mesas en el fondo de la sala. Mañana, el camión de la carpintería se las llevaría todas. Ahora, trazaban juntos en los muros grandes líneas con un hilo de tiza azul, marcando para los carpinteros que estarían en la obra el sábado los límites de los alféizares de madera, y las impostas para los pintores que intervendrían el domingo.
Al final de la tarde, Sophie recibió una llamada telefónica de Mathias. Ya sabía que ella no quería hablarle, pero le suplicó que le escuchara.
En medio de la conversación, Sophie dejó el auricular el tiempo de ir a cerrar la puerta de su tienda para que nadie la molestara. No le interrumpió ni una vez. Cuando Mathias colgó, Sophie abrió el estuche. Sacó la carta del sobre y leyó las palabras con las que había soñado durante todos los años de una amistad que finalmente no era tal.
Sophie:
Creía que el próximo amor sería otro fracaso, así que ¿cómo arriesgarme a perderte cuando sólo te tenía a ti?
A pesar de todo, al alimentar mis temores, te he perdido igualmente.
Todos estos años te he escrito aquellas cartas, soñando, sin decírtelo jamás, ser aquel que las leería. Tampoco aquella última noche he sabido decirte…
Querré a ese niño mejor que un padre porque es tuyo, mejor que un amante incluso si es de otro.
Si todavía nos quisieras, yo disiparía tus soledades, te tomaría de la mano para llevarte por un camino que haríamos juntos.
Quiero envejecer bajo tu mirada y guarnecer tus noches hasta el fin de mis días.
Estas palabras, las escribo sólo para ti, amor mío.
Antoine
Mathias se detuvo en una estación de servicio. Llenó el depósito y volvió a coger la M 25 en dirección a Londres. Hacía un rato, en un pueblecito de Kent, había cumplido su segunda resolución. Al acompañarlo hasta el coche, el señor Glover confesó que había esperado aquella visita, pero de la identidad de Popinot no quiso decir nada.
Al meterse por la autopista, Mathias marcó el número del portátil de Antoine. Había buscado a alguien que cuidara de los niños y lo invitaba a cenar.
Antoine le preguntó qué celebraban. Mathias no le respondió, pero le propuso que eligiera el sitio.
– Yvonne se ha ido, tenemos el restaurante para nosotros. ¿Te vale?
Interrogó rápidamente a Enya, quien estaba completamente de acuerdo en prepararles una cena ligera. Dejaría todo en la cocina y no habría más que recalentar.
– Perfecto -dijo Mathias-. Yo llevaré el vino. ¡A las ocho en punto!
Enya les había dispuesto la mesa hermosamente. Al ordenar la bodega, había encontrado un candelabro y lo había instalado en el centro de la mesa. Los platos estaban en el horno, no tendrían más que sacarlos.
Cuando Mathias llegó, ella los saludó y subió a su habitación.
Antoine descorchó la botella que Mathias había traído y llenó las copas.
– Esto va a quedar precioso. El domingo por la noche no reconocerás nada. Si no me he equivocado, el alma del sitio no habrá cambiado, seguirá siendo el local de Yvonne, pero más moderno.
Y, como Mathias no decía nada, levantó su copa.
– Entonces, ¿qué es lo que celebramos?
– Es por nosotros -respondió Mathias.
– ¿Por qué?
– Por todo lo que hemos hecho el uno por el otro, en fin, sobre todo por ti. Ya ves, en la amistad no se pasa por el Ayuntamiento, por lo que en realidad no hay fecha de aniversario; sin embargo, puede durar toda una vida, ya que se ha elegido así.
– ¿Te acuerdas de cuando nos conocimos por primera vez? -dijo Antoine mientras brindaba.
– Con Caroline Leblond -respondió Mathias.
Antoine quiso ir a buscar los platos a la mesa, pero Mathias se lo impidió.
– Quédate sentado, tengo algo importante que decirte.
– Escucho.
– Te quiero.
– ¿Ensayas para una cita? -preguntó Antoine.
– No, te quiero de verdad.
– ¿Todavía estás de broma? Para ya con eso, ¡me preocupas de verdad!
– Te dejo, Antoine.
Antoine posó su copa y miró fijamente a Mathias.
– ¿Es que hay otro?