Antoine entró en el restaurante con un gran cartón con dibujos bajo el brazo. McKenzie lo seguía, llevando un caballete de madera que colocó en medio de la sala.
Invitaron a Yvonne a sentarse en una mesa para conocer el proyecto de renovación de la sala y del bar. El jefe de agencia instaló los planos sobre el caballete, y Antoine empezó a explicarlos.
Feliz por haber al fin hallado el medio de captar la atención de Yvonne, McKenzie iba pasando las hojas, y en cuanto se le presentaba la oportunidad, corría a sentarse a su lado para mostrarle unas veces los catálogos de luces, y otras los abanicos de gamas de colores.
Yvonne estaba maravillada y, aunque Antoine evitaba hablar del coste, ya adivinaba que la empresa estaba fuera de sus posibilidades. Cuando acabó la presentación, les agradeció las molestias que se habían tomado y le pidió al inefable McKenzie que la dejara sola con Antoine. Necesitaba hablar con él cara a cara. McKenzie, que a menudo perdía el sentido de la realidad, llegó a la conclusión de que Yvonne, trastornada por su creatividad, quería comentar con su jefe la turbación que se había adueñado de ella.
Sabiendo que compartía con Antoine una complicidad indefectible y desprovista de toda ambigüedad, recogió el caballete, la cartulina con dibujos y se fue, no sin golpear una primera vez la esquina de la barra, y una segunda, el marco de la puerta. La calma volvió a la sala. Yvonne posó sus manos sobre las de Antoine. McKenzie espiaba la escena desde detrás de los cristales, levantado sobre la punta de los dedos, y tuvo que agacharse bruscamente cuando reparó en la emoción que traslucía la mirada de Yvonne. Todo iba por buen camino.
– Es maravilloso lo que habéis hecho, ni siquiera sé qué decir.
– Basta con que me digas el fin de semana que te iría bien -respondió Antoine-. Lo he dispuesto todo para que no tengas que cerrar el restaurante entre semana. Los obreros llegarán un sábado por la mañana y el domingo por la tarde habrán acabado.
– Mi querido Antoine, no puedo pagar ni la pintura de las paredes -dijo ella con voz frágil.
Antoine cambió de silla para ir a sentarse más cerca de Yvonne. Le explicó que el sótano de sus oficinas estaba lleno de botes de pintura y de objetos recuperados de las obras. McKenzie había concebido el proyecto de renovación del restaurante partiendo de esos excedentes que les molestaban. También le daría un pequeño toque barroco y moderno a su establecimiento. Y cuando le preguntó si no se daba cuenta del enorme favor que le haría al poder deshacerse de todos esos trastos, los ojos de Yvonne se llenaron de lágrimas. Antoine la cogió entre sus brazos.
– Para, Yvonne, vas a hacer que yo también me ponga a llorar. Además, el dinero aquí no pinta nada, sólo me importa que seamos felices, tú y nosotros. Seremos los primeros en disfrutar de tu nueva decoración, pues almorzamos aquí a diario.
Ella se secó las mejillas y lo reprendió por hacerla llorar como a una chiquilla.
– También vas a pretender convencerme de que los rutilantes apliques que me ha enseñado McKenzie en el catálogo de novedades son materiales reciclados.
– ¡Son muestras que nos regalan los proveedores! -respondió Antoine.
– ¡Qué mal mientes!
Yvonne prometió pensárselo; Antoine insistió, ya lo había pensado todo por ella. Empezaría las obras dentro de algunas semanas.
– Antoine, ¿por qué haces todo esto?
– Porque me hace feliz.
Yvonne lo miró a los ojos y suspiró.
– ¿No estás harto de ocuparte de todo el mundo? ¿Cuándo te vas a decidir a cuidar de ti mismo?
– Cuando haya acabado con lo demás.
Yvonne se acercó y tomó sus manos en las suyas.
– ¿Qué crees, Antoine, que la gente te aprecia porque les haces favores? No te voy a querer menos porque me hagas pagar las obras.
– Sé de personas que se van a la otra punta del mundo para hacer el bien; yo, por mi parte, intento hacer tanto bien como pueda a las personas que quiero.
– Eres una buena persona, Antoine, deja de castigarte porque Karine se fuera.
Yvonne se levantó.
– Entonces, si acepto tu proyecto, ¡quiero un presupuesto! ¿Está claro?
Al salir a la calle para vaciar un jarrón de agua en la alcantarilla, Sophie se quedó estupefacta al ver a McKenzie arrodillado delante del cristal del restaurante de Yvonne, y le preguntó si necesitaba ayuda. El hombre se sobresaltó y la tranquilizó de inmediato: los cordones de los zapatos estaban un poco flojos, pero ya lo había arreglado. Sophie miró el par de mocasines viejos que llevaba, se encogió de hombros y dio media vuelta.
McKenzie entró en la sala. Tenía una pequeña duda sobre los apliques que le había enseñado a Yvonne, y eso lo tenía verdaderamente preocupado. Ella puso los ojos en blanco y se volvió a meter en la cocina.
El hombre tenía las uñas negras, y su aliento apestaba al aceite rancio del fish and chips del que se iba alimentando a lo largo del día. Detrás del mostrador del aquel sórdido hotel, con mirada libidinosa, devoraba la segunda página del Sun. Una pin-up anónima se exponía allí como cada día, casi desnuda, en una posición que no dejaba dudas.
Enya empujó la puerta y avanzó hasta él. No levantó los ojos de su lectura y se contentó con preguntar, con voz anodina, durante cuántas horas quería ella disponer de la habitación. La joven preguntó el precio del alquiler semanal, no tenía suficiente dinero, pero prometió ir pagando su deuda cada día. El hombre soltó su periódico y la miró. Era bonita. Frunciendo la boca, le explicó que su establecimiento no ofrecía ese tipo de servicio, pero que podía pagar de una manera u otra, siempre había formas de arreglarlo. Cuando le puso la mano en el cuello, ella lo abofeteó.
Enya caminaba, con los hombros caídos, y sentía odio por aquella ciudad en la que carecía de todo. Aquella mañana, su casero la había echado después de no pagar el alquiler un mes.
Las noches de soledad, que eran numerosas, Enya recordaba la textura de la arena caliente deslizándose entre sus dedos cuando era niña.
La ironía había marcado el destino de Enya; durante toda su adolescencia, ella, que había carecido de todo, soñaba con conocer, aunque sólo fuera un día, una sola vez, el significado de la palabra «demasiado», y, aquel día, era demasiado.
Caminaba por el borde de la acera y se fijó en el autobús que subía a gran velocidad por la avenida; la calzada estaba húmeda, le bastaba con dar un paso, un pasito. Inspiró profundamente y se lanzó hacia delante.
Una mano sólida la agarró por el hombro y le hizo dar marcha atrás. El hombre que la sujetaba en sus brazos tenía el aspecto de un caballero. Todo el cuerpo le temblaba, como si tuviera fiebre alta. El se quitó su abrigo y se lo pasó por los hombros. El autobús paró; el conductor no había visto nada. El hombre subió a bordo con ella. Atravesaron la ciudad sin decir nada. El la invitó a compartir un té y una comida. Sentado junto a una chimenea en un viejo pub inglés, se tomó todo el tiempo necesario para escuchar su historia.
Cuando se separaron, no le dejó que se lo agradeciera; era costumbre en esa ciudad vigilar a los peatones que cruzaban la calle. El sentido de la circulación difería del resto de Europa, y muchos accidentes se evitaban gracias a un poco de civismo. Enya había vuelto a sonreír. Le preguntó su nombre, y él respondió que podría encontrar su tarjeta en el bolsillo del abrigo que le dejaba gustoso. Ella lo rechazó, pero él le juró que le hacía un gran favor. Le confesó que detestaba ese abrigo, su compañera lo adoraba, así que si se lo olvidaba tontamente en un perchero, ella lo perdonaría rápidamente. Le hizo prometer que guardaría el secreto. El hombre desapareció con tanta discreción como había aparecido. Un poco más tarde, cuando se metió las manos en los bolsillos del abrigo, no encontró ninguna tarjeta de visita, sino algunos billetes que le permitirían dormir caliente durante el tiempo necesario para encontrar una solución a sus problemas.
Mathias estaba atendiendo a un cliente y se puso a correr a su mostrador para descolgar el teléfono.
– French Bookshop, ¿dígame?
Mathias le pidió a su interlocutor que le hablara más lentamente, ya que le costaba muchísimo entender lo que decía. El hombre se irritó un poco y repitió sus palabras vocalizando lo mejor que podía. Quería encargar diecisiete colecciones completas de la enciclopedia Larousse. Su deseo era regalárselas a cada uno de sus niños para que aprendieran francés.
Mathias lo felicitó. Era una bella y generosa idea. El cliente preguntó si podía hacer el encargo, y esa misma tarde arreglaría el pago. Mathias, loco de alegría, cogió un bolígrafo y una libreta y empezó a escribir los datos del que sería, sin ninguna duda, el mayor cliente del año. Desde luego, la venta tenía que ser importante para que se esforzara tanto en descifrar una algarabía tan incomprensible. Mathias comprendía como mucho una frase de cada dos que pronunciaba su interlocutor, y era incapaz de identificar un acento tan extraño.
– ¿Y dónde quiere usted que le envíe las colecciones? -preguntó con voz engolada para honrar a un cliente tan importante.
– ¡En tu culo! -respondió Antoine muñéndose de risa.
Doblado en dos en la ventana de su despacho, Antoine tenía dificultades para ocultar a sus colaboradores los espasmos por la risa que lo sacudían y las lágrimas que rodaban por sus mejillas. Todo su equipo lo miraba. Al otro lado de la calle, agachado tras su mostrador, Mathias, del que se había apoderado la misma risa loca, intentaba recuperar un poco de aire.
– ¿Llevamos esta noche a los niños al restaurante? -preguntó Antoine con hipo.
Mathias se levantó y se secó los ojos.
– Tengo mucho trabajo, pensaba llegar tarde.
– Déjalo ya, te veo desde mi despacho, no hay ni un alma en la librería. Bueno, voy a buscar a los niños a la escuela, esta noche haré croquetas y después veremos una película.
La puerta de la librería se abrió, y Mathias reconoció enseguida al señor Glover. Colgó el teléfono y fue a darle la bienvenida. El propietario miró a su alrededor. Los estantes estaban perfectamente ordenados; la madera de la vieja escalera, barnizada.
– Bravo, Popinot -dijo él saludándolo-. Sólo pasaba a ver cómo le iba, en ningún caso quería molestarle, ahora ésta es su casa. Estaba en la ciudad para arreglar unos asuntos. Me he visto sorprendido por un ataque de nostalgia, así que he venido a hacerle una visita.