Londres, algunos meses más tarde
La primavera había llegado. Y, aunque en aquellos primeros días de abril el sol se escondía todavía detrás de las nubes, la temperatura no permitía duda alguna sobre la llegada de la estación. El barrio de South Kensington estaba en plena efervescencia. Los puestos de los vendedores rebosaban de frutas y verduras, bellamente colocadas; la tienda de flores de Sophie también estaba llena, y la terraza del restaurante de Yvonne estaba a punto de abrir. A Antoine se le amontonaba el trabajo. Después de comer, había atrasado dos citas para seguir el avance en las tareas de pintura de una preciosa pequeña librería en la esquina de Bute Street.
Las estanterías de la French Bookshop estaban protegidas por plásticos, y los pintores estaban dando los últimos retoques. Antoine miró su reloj con inquietud y se volvió hacia su socio.
– ¡Es imposible que acaben esta tarde!
Sophie entró en la librería.
– Volveré a venir esta tarde para entregarte el ramo. La pintura ama las flores, pero no es recíproco.
– Al paso que van las cosas, mejor vuelve mañana -respondió Antoine.
Sophie se acercó a él.
– Va a dar saltos de alegría, que falte una escalera o una aquí y allá no es grave.
– Hasta que esté acabado del todo, no estará bien.
– Eres un maniático. Bueno, cierro la tienda y vengo a echaros una mano. ¿A qué hora llega?
– Ni idea; ya sabes cómo es, ha cambiado cuatro veces de horario.
Sentado en la parte trasera de un taxi, con la maleta a sus pies y un paquete bajo el brazo, Mathias no comprendía nada de lo que le decía el chófer. Por educación, le respondía con un sí o con un no tímido, al tiempo que intentaba interpretar su mirada en el retrovisor. Al subir, había escrito la dirección a la que iba en el dorso de su billete de tren, y se había puesto en manos de aquel hombre que, a pesar de un problema de comunicación flagrante y de un volante colocado en el lado erróneo, le parecía, no obstante, de toda confianza.
El sol aparecía al fin por entre las nubes, y sus rayos iluminaban el Támesis, convirtiendo las aguas del río en un largo lazo plateado. Al atravesar el puente de Westminster, Mathias descubrió el contorno de la abadía en la orilla opuesta. En la acera, una joven pegada al parapeto, con un micrófono en la mano, recitaba su texto frente a una cámara.
– Cerca de cuatrocientos mil compatriotas nuestros habrían cruzado La Mancha para venir a instalarse a Inglaterra.
El taxi dejó atrás a la periodista y se adentró en el corazón de la ciudad.
Tras su mostrador, un viejo señor inglés ordenaba algunos papeles en una plegadera de cuero estropeada por el paso del tiempo. Miró a su alrededor e inspiró profundamente antes de volver a su trabajo. Accionó con cuidado el mecanismo de apertura de la caja registradora y escuchó el tintineo delicado de la pequeña campanilla cuando se abrió el carro de monedas.
– Cielos, cómo voy a echar de menos este ruido -dijo.
Pasó la mano por debajo de la antigua máquina y accionó un resorte que liberó de sus raíles el carro de la caja. Lo colocó sobre un taburete que no estaba lejos de él. Se inclinó para coger un librito con tapas rojas y gastadas del fondo del enclave. La novela estaba firmada por P. G. Wodehouse. El viejo señor inglés, que respondía al nombre de John Glover, olisqueó el libro y lo apretó contra él. Se puso a hojearlo con una atención que rayaba en la ternura. Después, lo colocó bien a la vista en el único estante que no estaba envuelto, y volvió detrás del mostrador. Cerró de nuevo su portafolio y se puso a esperar con los brazos cruzados.
– ¿Todo va bien, señor Glover? -preguntó Antoine a la vez que miraba su reloj.
– Si fuera mejor, sería casi indecente -respondió el viejo librero.
– No debería tardar mucho más.
– A mi edad, los retrasos en una cita inevitable sólo suponen buenas noticias -repuso Glover en un tono forzado.
Un taxi se paró frente a la acera. La puerta de la librería se abrió, y Mathias se lanzó a los brazos de su amigo. Antoine carraspeó y señaló con la mirada al anciano señor que lo esperaba al fondo de la librería, a diez pasos de él.
– Ah, sí, ahora comprendo mejor lo que significa para ti «pequeño» -susurró Mathias a la vez que miraba a su alrededor.
El viejo librero se levantó y le tendió una mano franca a Mathias.
– El señor Popinot, supongo -dijo él en un francés casi perfecto.
– Llámeme Mathias.
– Me hace muy feliz recibirle aquí, señor Popinot. Probablemente, al principio, le costará acostumbrarse al sitio; el lugar puede parecer pequeño, pero el alma de esta librería es inmensa.
– Señor Glover, no me llamo Popinot.
John Glover le tendió el viejo portafolio a Mathias y lo abrió ante él.
– En el bolsillo central encontrará todos los documentos firmados por el notario. Tenga cuidado con el cierre, después de setenta años, es extrañamente caprichoso.
Mathias cogió la carpeta y le dio las gracias a su anfitrión.
– Señor Popinot, ¿puedo pedirle un favor, un favorcillo de nada, que me llenaría de alegría?
– Con gran placer, señor Glover -respondió Mathias dubitativo-, pero permítame insistir, no me llamo Popinot.
– Como usted quiera -repuso el librero en tono condescendiente-. ¿Podría preguntarme si, por alguna remota casualidad, dispongo en mis estantes de un ejemplar de Inimitable Jeeves?
Mathias se volvió hacia Antoine para buscar en los ojos de su amigo alguna explicación. Antoine se limitó a encogerse de hombros. Mathias carraspeó y miró a John Glover de la manera más seria del mundo.
– ¿Señor Glover, tendría usted por alguna remota casualidad un libro cuyo título es Inimitable Jeeves, por favor?
El librero se dirigió con paso decidido hacia el estante que no estaba envuelto, cogió el único ejemplar que había sobre él y se lo ofreció con orgullo a Mathias.
– Como usted constatará, el precio indicado en la cubierta es de media corona; dado que ya no es moneda de curso legal, y para que ésta sea una transacción entre caballeros, he calculado que la suma a la que correspondería sería la de cincuenta peniques, si usted está de acuerdo, desde luego.
Desconcertado, Mathias aceptó la propuesta, y Glover le entregó el libro. Antoine le dio a su amigo los cincuenta peniques, y el librero decidió que había llegado el momento de mostrar el local al nuevo gerente.
Aunque la librería apenas ocupaba sesenta y dos metros cuadrados, contando la superficie ocupada por las bibliotecas y la minúscula trastienda, la visita duró sus treinta buenos minutos. Durante todo ese tiempo, Antoine tuvo que soplarle a su mejor amigo las respuestas a las preguntas que continuamente le planteaba el señor Glover cuando abandonaba el francés para retomar su lengua natal. Después de enseñarle el buen uso de la caja registradora, y sobre todo cómo desbloquear el tirador de la caja cuando el resorte hacía de la suyas, el viejo librero le pidió a Mathias que lo acompañara para cumplir con una tradición, lo que él hizo de buena gana.
Bajo el umbral de la puerta, y no sin demostrar una cierta emoción, pues una sola vez no hacía un hábito, el señor Glover abrazó a Mathias y lo apretó contra él.
– He pasado toda mi vida en este lugar -dijo él.
– Lo cuidaré bien, tiene usted mi palabra de honor -respondió Mathias con solemnidad y sinceridad.
El viejo librero se acercó a su oreja.
– Acababa de cumplir veinticinco años y no pude celebrarlos, puesto que mi padre tuvo la lamentable idea de morir el día de mi cumpleaños. Debo confesarle que nunca acabé de entender su sentido del humor. A la mañana siguiente, tuve que hacerme cargo de su librería, que, en la época, era inglesa. El libro que usted tiene en las manos es el primero que vendí. Teníamos dos ejemplares, y conservé éste tras jurarme que no me separaría de él hasta que me jubilara. ¡Cómo he amado mi profesión! Estar rodeado de libros y acompañado todos los días por los personajes que viven en sus páginas… Cuide bien de ellos.
El señor Glover miró por última vez la obra de tapas rojas que Mathias tenía en sus manos y le dijo con una sonrisa en los labios:
– Estoy seguro de que Jeeves velará por usted.
Saludó a Mathias y se fue.
– ¿Qué te ha dicho? -preguntó Antoine.
– Nada -respondió Mathias-. ¿Puedes vigilar la tienda un segundo?
Y antes de que Antoine respondiera, Mathias se precipitó a la calle tras los pasos del señor Glover. Alcanzó al viejo librero al final de Bute Street.
– ¿Qué puedo hacer por usted? -preguntó este último.
– ¿Por qué me habéis llamado Popinot?
Glover miró a Mathias con ternura.
– Debería adoptar el hábito de no salir jamás en esta época sin paraguas. El tiempo no es tan malo como se dice, pero en esta ciudad la lluvia empieza a caer sin avisar.
El señor Glover abrió su paraguas y se alejó.
– Me habría encantado conocerlo, señor Glover. Estoy orgulloso de ser su sucesor -gritó Mathias.
El hombre del paraguas se volvió y sonrió a su interlocutor.
– Si hay algún problema, encontrará en el fondo de la caja registradora el número de teléfono de la casita de Kent donde me voy retirar.
La elegante silueta del viejo librero desapareció al volver la esquina. La lluvia empezó a caer. Mathias levantó la mirada y observó el cielo encapotado. Oyó a su espalda los pasos de Antoine.
– ¿Qué querías de él? -preguntó Antoine.
– Nada -respondió Mathias, a la vez que cogía su paraguas.
Mathias volvió a su librería, y Antoine, a su despacho; y los dos amigos se volvieron a encontrar después de comer delante de la escuela.
Sentados al pie del gran árbol que oscurecía la placita, Antoine y Mathias miraban la campana que anunciaría el final de las clases.
– Valentine me ha pedido que recoja a Emily, ella está ocupada en el consulado -dijo Antoine.
– ¿Por qué mi ex mujer llama a mi mejor amigo para pedirle que recoja a mi hija?
– Porque nadie sabía a qué hora llegarías.
– ¿Ella llega tarde a menudo a recoger a Emily a la escuela?
– ¡Te recuerdo que cuando vivíais juntos, no llegabas a casa ningún día antes de las ocho de la tarde!
– ¿Tú eres mi mejor amigo o el suyo?
– Cuando dices cosas como ésa, consigues que dude sobre si es a ti a quien vengo a buscar a la escuela.