Tras curarle la rodilla a Emily y hacerles olvidar el disgusto con la promesa de un desayuno en el que se permitirían todos los dulces, Antoine subió a ducharse y a vestirse. Al otro lado de la escalera, el apartamento estaba en silencio. Entró en el cuarto de baño y se sentó en el borde de la bañera, mirando su reflejo en el espejo. La puerta chirrió; la cabecita de Louis acababa de aparecer por la abertura.
– ¿A qué viene esa carita? -preguntó Antoine.
– Yo iba a hacerte la misma pregunta -respondió Louis.
– No me digas que has venido espontáneamente a darte una ducha.
– He venido a decirte que si estás triste, puedes hablar conmigo. Mathias no es tu mejor amigo, sino yo.
– No estoy triste, querido, sólo un poco cansado.
– Mamá también dice que está cansada cuando se va de viaje.
Antoine miró a su hijo, que lo miraba desde la puerta.
– Entra, ven -murmuró Antoine.
Louis se acercó, y su padre lo abrazó.
– ¿Quieres hacerle un verdadero favor a tu padre?
Y como Louis acababa de decirle que sí con la cabeza, Antoine le susurró al oído:
– No crezcas muy rápido.
Para completar el reportaje de Audrey, había que atravesar la ciudad y llegar a Portobello. Como Mathias no había encontrado su cartera en el bolsillo de su chaqueta, habían decidido coger el bus. Al ser domingo, el mercado estaba cerrado, y sólo los anticuarios de la parte de arriba de la calle habían subido la persiana.
Audrey no dejaba su cámara; Mathias la seguía, sin perder ninguna ocasión de hacerle una fotografía con el pequeño aparato que había tomado prestado de su bolsa del vídeo. Al principio de la tarde, se instalaron en la terraza del restaurante Mediterráneo.
Antoine subió por Bute Street a pie. Entró en la tienda de Sophie y le preguntó si quería pasar la tarde con ellos. La joven florista declinó la invitación, la calle estaba muy animada y todavía le quedaban algunos ramos por preparar.
Yvonne corría de la cocina a las mesas de la terraza, la mayoría de las cuales ya estaban ocupadas; algunos clientes se impacientaban esperando a hacer sus pedidos.
– ¿Va todo bien? -preguntó Antoine.
– No, en absoluto -respondió Yvonne-. ¿Has visto la gente que hay fuera? En media hora, esto estará a reventar. Me he levantado a las seis de la mañana para comprar salmón fresco, que quería servir como plato del día, y no puedo cocinarlo porque el horno me ha dejado tirada.
– ¿Tu lavavajillas funciona? -preguntó Antoine.
Yvonne lo miró con cara burlona.
– Confía en mí -repuso Antoine-, en diez minutos podrás servir tus platos del día.
Y cuando le preguntó si tenía bolsas de congelar, Yvonne no preguntó nada más, abrió el cajón y le dio lo que pedía.
Antoine se reunió con los niños que lo esperaban delante de la barra. Se arrodilló para preguntarles. Emily aceptó enseguida su propuesta; Louis le pidió una compensación en dinero de bolsillo. Antoine le hizo notar que era un poco joven para hacer chantaje, y su hijo le respondió que se trataba de negocios. La promesa de una azotaina selló el pacto entre los dos. Los dos niños se instalaron en una mesa del comedor. Antoine entró en la cocina, se puso un delantal y volvió a salir enseguida con una libreta en la mano para tomar nota de los pedidos de la terraza. Cuando Yvonne le preguntó qué estaba haciendo exactamente, él le sugirió en un tono que no daba lugar a réplicas que se fuera a la cocina mientras él se ocupaba del resto. Añadió que había cubierto su cupo de negociaciones del día y que los salmones estarían listos en diez minutos.
Dejó la cámara de fotos en la mesa y apretó el botón de disparo automático. Después instó a Audrey a acercarse a él para que los dos entraran en la foto. Un camarero, que encontró divertida la escena, se ofreció a sacarles la foto. Mathias aceptó de buen grado.
– Verdaderamente, parecemos dos turistas -dijo Audrey después de darle las gracias al camarero.
– Estamos visitando la ciudad, ¿no?
– Es una manera de verlo -dijo ella mientras volvía a servirse vino.
Mathias le quitó la botella de las manos y le sirvió.
– Un hombre galante, ¡qué cosa más rara! No me has hablado ni una sola vez de tu hija -dijo Audrey.
– No, es verdad -respondió Mathias, bajando la voz.
Audrey se dio cuenta de que había cambiado la expresión de su rostro.
– ¿Tienes la custodia?
– Vive conmigo.
– Emily es un bonito nombre. ¿Dónde está ella ahora mismo?
– Con Antoine, mi mejor amigo, te cruzaste con él en la librería, pero no debes de acordarte. De hecho, te conocí en aquel patio de recreo un poco gracias a él.
El camarero trajo el postre que Audrey había pedido, y un simple café para Mathias. Ella extendió la crema de castañas sobre su gofre.
– Tampoco te he dicho nunca que, al principio, creía que eras la maestra de Louis -repuso Mathias.
– ¿Cómo?
– ¡La maestra de Antoine!
– Qué idea tan curiosa. ¿Y por qué lo creías?
– Es un poco complicado de explicar -respondió Mathias a la vez que mojaba el dedo en la crema.
– ¿Y su maestra es más guapa que yo? -preguntó Audrey en broma.
– ¡Oh, no!
– ¿Tu hija y Louis se llevan bien?
– Como hermano y hermana.
– ¿Cuándo vuelves a verla? -preguntó Audrey.
– Esta tarde -respondió Mathias.
– Ya me va bien -comentó ella mientras buscaba un cigarrillo en su bolso-. Esta tarde, tengo que poner en orden unos asuntos.
– Has dicho eso como si tuvieras intención de tirarte debajo de un tren mañana por la mañana.
Ella se volvió para pedir un café al camarero.
– ¿Te vas? -dijo Mathias con voz insegura.
– No me voy, vuelvo. En fin, imagino que es lo mismo.
– ¿Y cuándo pensabas decírmelo?
– Ahora.
Ella empezó a remover el café con la cucharilla mecánicamente, y Mathias la interrumpió.
– No le has puesto azúcar -dijo él quitándole la cucharilla de los dedos.
– París sólo está a dos horas y cuarenta minutos. Y además, puedes venir a verme, ¿no? En fin, si te apetece.
– Desde luego que me apetece, y todavía me apetece más; que no te vayas, que podamos vernos entre semana. No te habría propuesto que cenaras conmigo el lunes, habría sido demasiado pronto y no quería asustarte ni agobiarte, pero te lo habría dicho el martes; tú me habrías respondido que este martes, por desgracia, estabas ocupada; entonces, habríamos acordado vernos el miércoles. El miércoles nos habría ido bien a los dos. Desde luego, la primera mitad de la semana nos habría parecido interminable; la segunda, un poco menos, porque nos habríamos visto el fin de semana. Por otra parte, el domingo que viene habríamos almorzado juntos, en esta misma mesa, que se habría convertido ya en nuestra mesa.
Audrey besó a Mathias.
– ¿Sabes lo que deberíamos hacer ahora? -murmuró ella-. Aprovechar este domingo, ya que estamos sentados en nuestra mesa y aún nos queda la tarde por delante sólo para nosotros.
Sin embargo, Mathias era totalmente incapaz de entender lo que Audrey acababa dé proponerle. Él lo sabía, se pasaría la tarde ocultando su amargura. Puso cara de divertirse con el aspecto de un peatón. Aunque estaba sentada a su lado, desde que le había anunciado su marcha, ya la añoraba. Miró las nubes que había encima de ellos.
– ¿Crees que va a llover? -preguntó él.
– No lo sé -respondió Audrey.
Mathias se volvió y le hizo una señal al camarero.
– ¿Ha pedido la cuenta? -preguntó Antoine.
– Aquí -respondió un cliente que agitaba la mano al otro lado de la terraza.
Antoine, que llevaba en equilibrio tres platos sobre el antebrazo, recogió de cualquier manera los cubiertos y pasó la esponja sobre la mesa con una destreza impresionante. Tras él, Sophie esperaba para ocupar el sitio de los que se iban.
– Parece que le gusta su trabajo -dijo ella mientras se sentaba.
– ¡Esto es genial! -exclamó Antoine, exultante, al darle la carta.
– ¿Les dices a los niños que vengan conmigo?
– Como plato del día tenemos un sabroso salmón al vapor. Si me permite un consejo, guarde un poco de hambre para los postres, pues nuestra crema de caramelo es inolvidable.
Y Antoine volvió a la sala.
Mathias registraba su chaqueta, pero sus esfuerzos por hallar la cartera eran en vano. Audrey lo tranquilizó diciéndole que seguro que la había olvidado en casa. Por otro lado, no lo había visto sacarla ni una sola vez, pues siempre había pagado en efectivo.
Mathias, no obstante, estaba inquieto y terriblemente avergonzado por la situación.
Desde que se conocían, él nunca la había dejado invitarlo, y Audrey se alegraba por poder hacerlo al fin, aunque sólo fuera a un gofre y algunos cafés. Hasta entonces, había conocido a muchos hombres que siempre pagaban a medias.
– ¿Has conocido a tantos? -preguntó Mathias.
– Despéjame una duda, ¿no estarás un poco celoso?
– Ni lo más mínimo, y además, como dice siempre Antoine, estar celoso implica no confiar en la otra persona, es ridículo y degradante.
– ¿Eso lo dices tú, o sólo lo piensa Antoine?
– Vale, estoy un poco celoso -le concedió él-, pero sólo lo justo. Si uno no siente ni un mínimo de celos, es que no está enamorado.
– ¿Tienes más teorías sobre los celos? -preguntó Audrey al tiempo que se levantaba.
Subieron a pie por Portobello Road. Audrey iba agarrada del brazo de Mathias; para él, cada paso que los acercaba a la parada de autobús era un paso que los alejaba a uno de otro.
– Tengo una idea -dijo Mathias-: tomémonos un descanso en un banco, el barrio es bonito, no necesitamos nada más, no nos movamos más de aquí.
– ¿Quieres decir que nos quedemos aquí, inmóviles?
– Eso es exactamente lo que quiero decir.
– ¿Cuánto tiempo? -preguntó Audrey mientras se sentaba.
– Tanto tiempo como queramos.
Se había levantado viento, y ella se estremeció.
– ¿Y cuando llegue el invierno? -preguntó ella.
– Te abrazaré un poco más fuerte.
Audrey se inclinó hacia él para susurrarle una idea mejor. Si corrían para coger el autobús que se veía a lo lejos, podrían llegar a la habitación de Brick Lane en una media hora a lo sumo. Mathias la miró, sonrió y se volvió a poner en marcha.
El autobús se detuvo frente a la parada. Audrey subió por la entrada trasera; Mathias se quedó en la acera. Por su mirada, ella comprendió sus intenciones y le hizo una señal al revisor para que no diera todavía la señal de partida. Puso un pie en la calzada.