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A
A

Paris

– ¿Recuerdas a Caroline Leblond?

– Segundo A, se sentaba siempre al final de la clase. Fue tu primer beso. Han pasado ya algunos años…

– Caroline Leblond tenía una belleza ruda.

– ¿Qué te ha hecho pensar en ella ahora?

– Aquella mujer que está cerca del picadero me recuerda a ella.

Antoine miraba con atención a la joven madre que leía, sentada en una silla. Cuando pasaba las páginas, lanzaba una mirada rápida a su pequeño hijo que no dejaba de reír, subido a lomos de su caballo de madera.

– Esa mujer de allí debe de tener más de treinta y cinco años.

– También nosotros tenemos más de treinta y cinco años -añadió Mathias.

– ¿Crees que es ella? Tienes razón, se parece a Caroline Leblond.

– ¡Con lo enamorado que estuve de ella!

– ¿También tú eras uno de esos que le hacía los deberes de matemáticas para que te besara?

– Lo que dices es asqueroso.

– ¿Por qué? Ella besaba a todos los muchachos que sacaban más de un siete.

– ¡Te acabo de decir que estaba locamente enamorado de ella!

– Pues muy bien, pero ya va siendo hora de que te plantees pasar página.

Sentados uno junto al otro en un banco junto al carrusel, Antoine y Mathias seguían ahora con la mirada a un hombre vestido completamente de azul que estaba colocando una gran bolsa rosa al pie de una silla y que llevaba a su hijita hasta el tiovivo.

– Hará unos seis meses -dijo Antoine.

Mathias examinó el paquete. Por la abertura entreabierta, sobresalían un paquete de galletas, una botella de naranjada y el brazo de un oso de peluche.

– ¡Tres meses a lo sumo! ¿Aceptas la apuesta?

Mathias le tendió la mano; Antoine se la estrechó.

– ¡Hecho!

La niña sobre el caballo de crines doradas pareció perder un poco el equilibrio; su padre pegó un brinco, pero el encargado de la noria ya la había vuelto a colocar bien en la silla.

– Has perdido… -repuso Mathias.

Avanzó hasta el hombre de azul y se sentó cerca de él.

– Al principio es difícil, ¿verdad? -preguntó Mathias condescendiente.

– ¡Ah, sí! -respondió el hombre a la vez que dejaba escapar un suspiro.

Mathias miró furtivamente el biberón sin tapa que sobresalía de la bolsa.

– ¿Hace mucho que os separasteis?

– Tres meses…

Mathias le dio una palmadita en el hombro y volvió con aire triunfal con Antoine. Le hizo un gesto a su amigo para que lo siguiera.

– ¡Me debes veinte euros!

Los dos hombres se alejaron por uno de los caminos del jardín de Luxemburgo.

– ¿Vuelves mañana a Londres? -preguntó Mathias.

– Esta tarde.

– Entonces, ¿no cenamos juntos?

– A menos que cojas el tren conmigo…

– ¡Mañana trabajo!

– Vente a trabajar allí.

– No empieces otra vez. ¿Qué quieres que haga yo en Londres?

– ¡Ser feliz!

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