Cada uno se había encargado de despertar al padre del otro. Louis saltaba con los pies juntos sobre la cama de Mathias, y Emily había levantado bruscamente la colcha de la de Antoine. Una hora más tarde, en medio de gritos y empujones -Mathias no encontraba los billetes, y Antoine no estaba seguro de haber cerrado la llave del gas- el taxi se dirigía por fin al aeropuerto de Gatwick. Tuvieron que cruzar la terminal corriendo para conseguir embarcar, los últimos, antes del cierre de la pasarela. El Boeing 737 de la British Midlan aterrizó en Escocia a la hora del almuerzo. Mathias había creído, al llegar a Londres, que tener que utilizar el inglés sería un infierno para él, pero su encuentro con el encargado del servicio del alquiler de coches del aeropuerto de Edimburgo le mostró que hasta ese momento sólo había conocido el purgatorio.
– No entiendo ni una palabra de lo que dice este tipo. Un coche es un coche, ¿no? ¡Te juro que parece que tenga un bombón en la boca! -gruñó Mathias.
– Déjame, ya me ocupo yo -respondió Antoine a la vez que lo empujaba.
Una media hora más tarde, el Kangoo verde manzana tomaba la autovía M9 en dirección norte. Cuando pasaron la ciudad de Lilinthgow, Mathias prometió un helado de seis bolas al primero de los tres que consiguiera pronunciar el nombre. Después de perderse al rodear Falkirk, llegaron al caer la noche a la resplandeciente ciudad de Airth, cuyo castillo dominaba la orilla de Forth. Allí pasarían la noche.
El mayordomo que los acogió era tan encantador como repulsivo. Su rostro estaba surcado por cicatrices, y llevaba un parche en el ojo izquierdo. Su voz aguda no pegaba en absoluto con su aspecto de viejo corsario. Ante las incesantes peticiones de los niños y a pesar de la hora avanzada, aceptó gustoso enseñarles el lugar. Emily y Louis saltaron de alegría cuando abrió las puertas de dos pasadizos secretos que salían del gran salón. Uno permitía llegar a la biblioteca; el otro, a la cocina. Cuando los condujo hacia el último piso del torreón, explicó en tono serio que las habitaciones 3, 9 y 23 eran más frías que las otras durante la noche, y que era normal porque estaban encantadas. Conforme a las reservas realizadas, les habían guardado esas dos últimas, cada una con dos camas.
Antoine se acercó al oído de Mathias.
– ¡Tócalo!
– ¿De qué estás hablando?
– Te digo que lo toques, sólo para verificar que es de verdad.
– ¿Has bebido?
– Mira la cara que tiene… ¿Quién te dice que no es un espectro? Tú has sido el que quería que viniéramos aquí. Arréglatelo como puedas, rózalo si prefieres, pero quiero ver con mis propios ojos que tu mano pasa a través de su cuerpo.
– Eres ridículo, Antoine.
– Te lo advierto, no doy un paso más si no lo haces.
– Como quieras…
Así, aprovechando la penumbra que reinaba al fondo del pasillo, Mathias le pellizcó el muslo al mayordomo, que se sobresaltó.
– Bien, ¿ya estás contento? -susurró Mathias.
Enojado, el hombre se volvió y miró fijamente a los dos amigos con el único ojo que le quedaba.
– ¿Prefieren ustedes que instalemos las dos camas pequeñas en la misma habitación y las suyas en la otra?
Al notar cierta ironía punzante en la pregunta, Mathias, con voz grave, confirmó enseguida que cada padre dormiría con su hijo.
De vuelta a la recepción, Antoine se acercó a Mathias.
– ¿Te puedo hablar sólo un minuto? -murmuró él, llevándoselo aparte.
– ¿Qué pasa ahora?
– Tranquilízame: todo eso de las historias de fantasmas es una broma, ¿verdad? ¿No creerás que este sitio está encantado de verdad?
– ¿ Y en un telesilla en las pistas de esquí me preguntarás si hay verdaderamente nieve en la montaña?
Antoine carraspeó y volvió junto al recepcionista.
– Está decidido, todos compartiremos la misma habitación con una cama grande para los niños y otra para los padres, ya nos apretaremos. Y además, como ha dicho que hacía frío, evitaremos un resfriado.
Emily y Louis estaban eufóricos, las vacaciones empezaban estupendamente bien. Después de la cena frente a la chimenea del comedor, donde un fuego de leña crepitaba en el hogar, Mathias abrió la marcha hacia las escaleras del torreón. La habitación que ocupaban era magnífica. Dos grandes camas con baldaquín, de madera cincelada y con adornos rojos, estaban frente a las ventanas que daban a la rivera. Emily y Louis se durmieron en cuanto se apagó la luz. Mathias se puso a roncar en medio de una frase. Antoine, al contrario, ante el primer ulular de una lechuza, se pegó a él y no se movió en toda la noche.
A la mañana siguiente, se les sirvió un desayuno copioso ante de irse. A continuación, se dirigieron en el coche hacia su próxima etapa. Pasaron toda la tarde visitando el castillo de Stirling. El impresionante edificio había sido construido sobre rocas volcánicas.
El guía les contó la historia de lady Rose. Esa bella y turbadora mujer debía su nombre al color del vestido de seda que siempre llevaba su fantasma cuando lo habían visto.
Algunos decían que era María, la reina de Escocia coronada en 1553 en la vieja capilla; otros preferían creer que se trataba de una viuda desgraciada, que buscaba la sombra de un marido, muerto en medio de terribles combates durante el sitio que llevó a cabo Eduardo I para apoderarse del castillo en 1304.
Aquellos lugares están también encantados por el espíritu de lady Grey, intendente de María Estuardo que salvó a esta última de una muerte certera apoderándose de sus sábanas, a las que acababan de prender fuego. Por desgracia, con cada aparición de lady Grey, sobrevenía una tragedia en el castillo.
– ¡Cuando pienso que nos podríamos haber pasado las vacaciones en el Club Med! -gruñó Antoine en aquel momento de la visita.
Emily lo obligó a callarse, pues no podía oír lo que decía el guía.
Asimismo, aquella noche habría que aguzar el oído para escuchar los pasos misteriosos que resonaban desde los contrafuertes. Eran los de Margarita Tudor, que cada noche esperaba el regreso de su marido Jaime IV, quien había desaparecido en los combates contra el ejército de su cuñado Enrique VIII.
– Comprendo perfectamente que lo perdiera, ¿cómo se iba a aclarar con todos esos números? -exclamó Mathias.
Aquella vez fue Louis quien lo llamó al orden.
A la mañana siguiente, Louis y Emily estaban más impacientes que nunca. Aquel día iban a visitar el castillo de Gladis, famoso por ser uno de los más bellos y más encantados de Escocia. El guardián estaba encantado de recibirlos; el guía habitual estaba enfermo, pero él sabía mucho más. De las habitaciones al pasillo y de los pasadizos a los torreones, el anciano les explicó que la reina madre había residido en aquel lugar cuando era niña, y que volvió para traer al mundo a la encantadora princesa Margarita. Pero la historia del castillo se remontaba a la noche de los tiempos, también había sido la morada del más infame de los reyes de Escocia, Macbeth.
Las piedras albergaban allí una multitud de fantasmas.
Aprovechando una pausa -las escaleras de la torre del reloj habían agotado las piernas de su guía-, Mathias se apartó del grupo. Para su gran desespero, su teléfono móvil no tenía cobertura. Hacía dos días que le había enviado el último mensaje a Audrey. De camino a otras habitaciones, se enteraron de que se podía ver el espectro de un joven criado, muerto de frío, y el de una mujer sin lengua que deambulaba por los pasillos al caer la noche. No obstante, el mayor de los misterios era el de la habitación desaparecida. Desde el exterior del castillo, se podía ver perfectamente la ventana, pero desde el interior, nadie podía encontrar la entrada. La leyenda contaba que el conde de Gladis estaba jugando a las cartas en compañía de amigos y que se había negado a interrumpir la partida cuando el reloj de la torre anunciaba la llegada del domingo. Un extranjero vestido con una capa negra se unió entonces a ellos. Cuando un criado les llevó la comida, descubrió a su señor jugando con el diablo en medio de un círculo de fuego. La habitación fue entonces sellada y se perdió la entrada para siempre; sin embargo, el guía, al terminar la visita, añadió que por la noche, desde sus habitaciones, tendrían el placer de escuchar el reparto de cartas.
De vuelta al parque, Antoine hizo una confesión: ya no aguantaba más esas historias de desaparecidos; no era cuestión de que un hombre congelado le atendiera si tenía la mala idea de llamar al servicio de habitación por la noche, y mucho peor era tener por vecina a una mujer sin lengua.
Furioso, Louis le reprochó que no supiera nada en materia de fantasmas, y como su padre no veía adonde quería llegar, Emily acudió al rescate.
– Los espectros y los aparecidos no tienen nada que ver. Si estuvieras un poco informado, sabrías que hay tres categorías de fantasmas: los luminosos, los subjetivos y los objetivos, y, aunque te puedan dar algo de canguelo, son todos inofensivos; mientras que tus aparecidos, como dices cuando lo confundes todo, son muertos vivientes y son malvados. ¡Así que ya ves que no tienen nada que ver!
– ¡Vale, pues ectoplasma o cataplasma, yo esta noche duermo en un Holiday Inn! Y además, ¿me podríais explicar desde cuándo sois expertos en fantasmas vosotros dos? -respondió Antoine, mirando a los niños.
Mathias intervino de inmediato.
– ¡Ahora no te irás a quejar porque nuestros niños sean cultos!
Mathias trituraba su móvil en el fondo del bolsillo de su impermeable. En un hotel moderno, tendría más probabilidades de poder hacer una llamada; era el momento de ayudar a su amigo. Anunció a los niños que esa noche cada uno tendría su habitación. Aunque las camas de los castillos escoceses eran inmensas, no dormía demasiado bien desde que compartía la suya con Antoine. Aunque los guías habían dicho que las habitaciones eran glaciales, había tenido mucho calor las últimas noches.
Y cuando se alejaron hacia el coche, caminando delante de Louis y Emily, que seguían enfadados, los fantasmas del lugar habrían podido oír una extraña conversación…
– Sí, te juro que te me has pegado. ¡Primero te mueves continuamente, y luego te me pegas!
– No, de eso nada. Además, roncas.
– Vaya, eso sí me sorprendería. Ninguna mujer me ha dicho jamás que roncara.
– ¿Ah, sí? ¿Y cuándo fue la última noche que pasaste con una mujer? Carolina Leblond ya decía que roncabas.
– ¡Cállate!.
Por la tarde, mientras se instalaban en el Holiday Inn, Emily llamó a su madre para explicarle su día en el castillo. Valentine se alegraba de oír su voz. Desde luego, la echaba de menos; todas las noches antes de dormir, le daba un beso a su foto, y en la mesa siempre tenía a la vista el dibujo que le había dado Emily… Sí, a ella también se le estaba haciendo larga la separación, pero iría a verla muy pronto, tal vez el mismo fin de semana después de su vuelta. Sólo tenía que pasarle con su padre y lo organizaría todo con él. Ella tenía que participar en un seminario el sábado, pero cuando saliera, cogería directamente el tren… Prometido, iría a buscarla el domingo por la mañana y pasarían el día juntas… Sí, como hacían cuando vivían juntas, pero ahora tenía que pensar en aquellos castillos tan bonitos y aprovechar esas vacaciones maravillosas que le regalaba su padre… Y Antoine, sí, ¡desde luego!