Mathias estaba contento por lo frecuentada que estaba siendo la librería aquella jornada. Aunque, al entrar, los clientes se extrañaban por no ver al señor Glover, todos lo acogieron calurosamente. Incluso las ventas del día lo sorprendieron. Mientras cenaba temprano en el mostrador de Yvonne, Mathias empezaba a vislumbrar la posibilidad de estar a la cabeza de un pequeño negocio encantador que tal vez le permitiría algún día darle a su hija estudios en Oxford, cosa que soñaba para ella. Volvió andando a su casa al final del día. Frédéric Delahaye le devolvió sus llaves, y el camión desapareció al cabo de la calle.
Había cumplido con su palabra. Los operarios habían instalado el canapé y la mesa de centro en la planta baja, las camas y las mesitas de noche en las dos pequeñas habitaciones de arriba. La ropa estaba colocada, y la vajilla ocupaba su lugar en la cocinita que estaba bajo la escalera. Habían necesitado talento: el sitio no era muy grande y, ahora, cada centímetro cuadrado estaba ocupado. Antes de hundirse en la cama, Mathias preparó la habitación de su hija de manera que era casi idéntica a la que ocupaba en París durante las vacaciones escolares.
Al otro lado de la pared, Antoine volvía a cerrar la puerta de la habitación de Louis. La historia de aquella noche había suscitado miles de preguntas que su hijo no había dudado en plantearle antes de irse a acostar. Si el padre se alegraba de ver dormir a su hijo, el cuentacuentos se preguntaba, mientras bajaba la escalera de puntillas, en qué momento del relato se había quedado su hijo. Era una cuestión importante, porque en ese punto debería retomar el hilo de la historia. Sentado en la mesa del comedor, Antoine desplegó el mapa de la antigua granja y modificó algunos trazos. Avanzada la noche, después de haber arreglado su cocina, le dejó un mensaje a McKenzie para citarlo al día siguiente en la obra a las diez.
El jefe de la agencia había sido puntual. Antoine le dio el nuevo plano a McKenzie.
– Olvidémonos durante dos segundos de sus problemas con los suministros y dígame lo que piensa en realidad -dijo Antoine.
El veredicto de su colaborador fue inmediato. Transformar este lugar en un único y gran espacio para vivir retrasaría las obras tres meses. Habría que solicitar los permisos necesarios y revisar los presupuestos, y el alquiler para amortizar las obras de semejante superficie sería terriblemente caro.
– ¿Qué entiende usted por «terriblemente»? -preguntó Antoine.
McKenzie le susurró una cifra que le hizo sobresaltarse.
Antoine arrancó el papel de calco sobre el que había modificado el proyecto original y lo echó a una papelera de la obra.
– ¿Lo llevo a la oficina? -le preguntó él a su jefe de agencia.
– Tengo mucho que hacer aquí, me reuniré con usted al final de la mañana. Entonces, ¿dos o cuatro apartamentos?
– ¡Cuatro! -respondió Antoine mientras se alejaba ya de allí.
El Austin Healey desapareció al final de la calle. El tiempo era apacible, y Antoine decidió cruzar Hyde Park. A la salida del parque, dejó por tercera vez que el semáforo se pusiera en rojo. La fila de coches que se extendía tras el Austin no dejaba de crecer. Un policía a caballo se dirigía hacia él por el camino de caballos que bordeaba la carretera. Se paró junto a su coche y miró a Antoine, que seguía absorto en sus pensamientos.
– Hace un buen día, ¿no cree? -preguntó el policía.
– ¡Magnífico! -respondió Antoine, mirando al cielo.
El policía señaló con el dedo el semáforo que cambiaba a ámbar v le preguntó a Antoine:
– ¿Por alguna remota casualidad, alguno de esos colores le inspira algo?
Antoine lanzó una mirada a su retrovisor y descubrió, asombrado, el embotellamiento que acababa de provocar. Se excusó, puso una marcha y arrancó bajo la mirada divertida del caballero, que tuvo que echar pie a tierra para regular la circulación.
– ¿Cómo se me pudo ocurrir pedirle que se instalara aquí? -masculló mientras subía por Queen's Gate.
Se paró frente a la tienda de Sophie. La joven florista parecía una bióloga con su bata blanca. Aprovechaba el buen tiempo para arreglar su escaparate. Los ramos de flores de lis, de peonías, de rosas blancas y rojas, colocadas en cubos, estaban alineados en la acera, rivalizando en belleza.
– ¿Estás contrariado por algo? -preguntó ella al verlo.
– ¿Has tenido gente esta mañana?
– ¡Te he hecho una pregunta!
– ¡No, no estoy contrariado en absoluto! -respondió Antoine rezongón.
Sophie le dio la espalda y entró en su tienda; Antoine la siguió.
– Mira, Antoine -dijo ella, colocándose tras el mostrador-, si te molesta escribir esas cartas, ya me las arreglaré de otra manera.
– No, no tiene nada que ver con eso. Estoy preocupado por Mathias, está harto de vivir solo.
– Ya no estará solo porque estará con Emily.
– Quiere que vivamos juntos.
– ¿Bromeas?
– Dice que sería formidable para los niños.
Sophie se volvió para escapar a la mirada de Antoine y se dirigió a la trastienda. Tenía una de las risas más bellas del mundo, y también una de las más comunicativas.
– Ah, sí, es muy normal que vuestros hijos tengan dos padres -dijo ella mientras se secaba las lágrimas.
– No pretendas hacerme una apología de la normalidad. ¡Hace tres meses hablabas de tener un hijo con un desconocido!
El rostro de Sophie cambió inmediatamente.
– Gracias por recordarme ese intenso momento de soledad.
Antoine se acercó a ella y le cogió la mano.
– Lo que no es normal es que, en una ciudad de siete millones y medio de habitantes, personas como Mathias y tú sigan solteras.
– Mathias acaba de llegar a la ciudad…, y tú tal vez no estés soltero.
– A mí me da igual -murmuró Antoine-, pero no me había dado cuenta de que estuviera solo hasta ese punto.
– Todos estamos solos, Antoine, aquí, en París, o en cualquier otro sitio. Podemos intentar huir de la soledad, mudarnos, hacer todo lo posible por conocer gente, pero eso no cambia nada. Al final del día, cada uno vuelve a su casa. Los que viven en pareja no se dan cuenta de su suerte. Han olvidado las noches frente a una bandeja de comida preparada, la angustia ante la cercanía del fin de semana, el domingo esperando que suene el teléfono. Millones de personas vivimos así en las capitales del mundo. La única buena noticia es que no somos tan diferentes los unos de los otros.
Antoine pasó la mano por los cabellos de su mejor amiga. Ella esquivó su gesto.
– Te digo que te vayas a trabajar, tengo muchas cosas que hacer.
– ¿Vendrás esta noche?
– No me apetece -respondió Sophie.
– He organizado una cena para Mathias; Valentine se va a finales de semana; tienes que venir, no quiero estar solo en la mesa con ellos dos. Y además, te prepararé tu plato preferido.
Sophie le sonrió a Antoine.
– ¿Almejas con jamón?
– A las ocho y media.
– ¿Los niños cenarán con nosotros?
– Cuento contigo -respondió Antoine mientras se alejaba.
Sentado tras el mostrador de su librería, Mathias leía el correo del día. Algunas facturas, un prospecto y una carta de la escuela que le informaba de la fecha de la próxima reunión de padres de alumnos. Había una nota dirigida al señor Glover. Mathias cogió el papelito que estaba al fondo de la caja registradora y volvió a copiar en el sobre la dirección de su propietario en Kent. Se hizo prometer que iría a enviarla a la hora del desayuno.
Llamó a Yvonne para reservar su sitio. «No te molestes más, a partir de ahora, el tercer taburete del mostrador es el tuyo», respondió ella.
La campanilla de la puerta sonó. Una joven esplendorosa acababa de entrar en su librería. Mathias dejó su correo.
– ¿Tiene usted la prensa francesa? -preguntó ella.
Mathias le señaló el estante que estaba junto a la entrada. La joven cogió un ejemplar de cada periódico y se dirigió a la caja.
– ¿Tiene usted morriña? -preguntó Mathias.
– No, todavía no -respondió divertida la joven.
Ésta buscó dinero en su bolsillo y le alabó por su librería, que le parecía encantadora. Mathias le dio las gracias y le cogió los diarios de las manos. Audrey miraba a su alrededor. En lo alto de una estantería, un libro captó su atención, y se puso de puntillas.
– ¿Es el volumen de literatura del siglo XVII de Lagarde y Michard lo que veo allí arriba?
Mathias se acercó y asintió con un gesto de cabeza.
– ¿Puedo comprarlo?
– Tengo un ejemplar en mucho mejor estado justo delante de usted -afirmó Mathias al tiempo que sacaba un libro de los estantes.
Audrey estudió la obra que le ofrecía Mathias y se la devolvió inmediatamente.
– ¡Éste es sobre el siglo xx!
– Es verdad, pero está casi nuevo. Tienen tres siglos de diferencia, es normal que se resienta. Mire usted misma, ni un pliegue, ni la menor mancha.
Ella se echó a reír de buena gana y señaló el libro que estaba en lo alto de la estantería.
– ¿Me da usted mi libro?
– Puedo hacer que se lo traigan, si usted quiere, pues es muy pesado -respondió Mathias.
Audrey lo miró desconcertada.
– Voy al Liceo francés, justo al final de la calle; prefiero llevármelo.
– Como usted quiera -respondió Mathias resignado.
Cogió la vieja escalera de madera, la deslizó por su raíl de cobre hasta colocarla frente al estante en el que estaba el Lagarde y Richard.
Respiró profundamente, puso el pie sobre el primer escalón, cerró los ojos y trepó como mejor pudo.
Cuando ya estuvo a una buena altura, empezó a buscar con la mano a ciegas. Al no encontrar nada, Mathias entreabrió los ojos, buscó las tapas, se apoderó del libro y se dio cuenta de que era incapaz de volver a bajar. El corazón se le escapaba por la boca. Totalmente paralizado, se agarró con todas sus fuerzas a la escalera.
– ¿Está bien?
La voz de Audrey llegaba ahogada hasta sus oídos.
– No -murmuró él.
– ¿Necesita ayuda?
Su «sí» era tan débil que apenas era audible. Audrey trepó hasta él. Cogió el libro con delicadeza y lo tiró al suelo. Después, con las manos sobre las suyas, lo guió mientras lo reconfortaba. Con mucha paciencia, consiguió que descendiera tres peldaños. Protegiéndolo con su cuerpo, acabó convenciéndolo de que el suelo ya no estaba muy lejos. Él le susurró que todavía necesitaba un poco de tiempo. Cuando Antoine entró en la librería, Mathias, que seguía agarrado a Audrey, sólo estaba a un escalón del suelo.