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Capítulo 13

Cinco y media. El cielo de South Kensington era rosa pálido, estaba amaneciendo. Enya cerró la ventana y volvió a acostarse.

El despertador marcaba las cinco y cuarenta y cinco. Antoine cogió un grueso jersey de su armario y se lo pasó por los hombros. Cogió su bolsa y la abrió para verificar que su informe estaba completo. Los planes de ejecución estaban en su lugar; el juego de bocetos, también. La volvió a cerrar y bajó las escaleras. Al llegar a la cocina, descubrió que lo esperaba un desayuno. Desdobló la hoja que estaba delicadamente dispuesta delante del plato y leyó la nota: «Sé muy prudente y no sobrepases el límite de velocidad, ponte el cinturón (aunque te sientes detrás). Te he preparado unos termos para el camino. Te esperaremos para cenar, y acuérdate de traer un regalo para los niños, siempre les gusta cuando te vas de viaje. Un beso. Mathias». Muy conmovido, Antoine cogió los termos, recuperó sus llaves de la cesta de la entrada y salió de casa. El Austin Healey estaba aparcado al final de la calle. El ambiente era primaveral, el cielo estaba despejado, el viaje sería agradable.

Sophie se desperezó al entrar en la cocina de su pequeño apartamento. Se preparó una taza de café y miró la hora en el reloj del horno microondas. Eran las seis, tenía que darse prisa si no quería perder el tren. Dudó sobre qué ponerse mientras miraba la ropa colgada en el armario y decidió que unos pantalones téjanos y una camisa servirían.

Las seis y media. Yvonne cerró la puerta que daba al patio trasero. Con una pequeña maleta en la mano, se puso sus gafas de sol y subió por Bute Street en dirección a la estación de metro de South Kensington. Había luz en la ventana de la habitación de Enya. La joven estaba despierta; podía irse tranquila, pues aquella pequeña sabía manejarse, y además, de todas maneras, era mejor que cerrar todo el día.

Daniéle miró su reloj. Eran las siete en punto. Le gustaba la precisión. Llamó al timbre. Mathias la hizo entrar y le ofreció una taza de café. La cafetera estaba sobre la mesa; las tazas, en el escurridor; y el azúcar, encima de la pica. Los niños seguían dormidos. Los sábados se despertaban, por lo general, a las nueve, así que tenía dos horas por delante. Se puso el abrigo, se ajustó el cuello de la camisa frente al espejo de la entrada, puso un poco de orden en su cabello y le dio las gracias mil veces. Estaría de vuelta como muy tarde hacia las siete. El contestador estaba conectado. Le dijo que, sobre todo, no respondiera si llamaba Antoine; si necesitaba hablar con ella, él dejaría que sonara dos veces, colgaría y volvería a llamar. Mathias se fue de la casa, subió por la calle corriendo y llamó a un taxi en Oíd Brompton.

Sola en el gran salón, Daniéle abrió su mochila y sacó dos cuadernos de Clairefontaine; había dibujado un pequeño fantasma azul en la tapa de uno, y uno rojo, en la del otro.

Cuando cruzó Sloane Square, todavía desierta a esa hora de la mañana, Mathias miró su reloj; llegaría a la hora a Waterloo.

La salida de metro estaba frente a la entrada del puente de Waterloo. Yvonne cogió las escaleras mecánicas. Cruzó la calle y miró las grandes ventanas del Saint Vincent Hospital. Eran las siete y media, todavía le quedaba un poco de tiempo. En la calzada, un taxi negro iba a toda velocidad hacia la estación.

Eran las ocho. Con la pequeña maleta en la mano, Sophie llamó a un taxi que pasaba a su lado. «Waterloo International», dijo ella a la vez que cerraba de nuevo la puerta. El black cab subió por Sloane Avenue. La ciudad estaba resplandeciente; alrededor de Eaton Square, los magnolios, almendros y cerezos estaban en flor. La gran explanada del palacio de la reina estaba llena de turistas que miraban el relevo de la guardia. La parte más bonita del trayecto empezaba en el momento en que el coche entraba en el Birdcage Walk. Bastaba entonces con girar la cabeza para ver a algunos metros a unas garzas grises picoteando los cuidados céspedes de Saint James Park. Una joven pareja caminaba ya por un sendero, y cada uno agarraba de una mano a una niña, a la que llevaban dando saltos. Sophie se inclinó hacia el vidrio de separación para darle unas instrucciones al conductor; en el semáforo siguiente, el coche cambió de dirección.

– ¿Y tu partido de críquet? ¿No era hoy la final? -preguntó Yvonne.

– No te pedí permiso para acompañarte porque me lo habrías negado -respondió John a la vez que se levantaba.

– No veo qué interés tienes en pasarte la mañana esperando. Los pacientes no tienen derecho a ir acompañados.

– En cuanto recojamos tus resultados, y no tengo duda alguna de que serán satisfactorios, te llevaré a almorzar al parque, y después, si todavía estamos a tiempo, asistiremos al partido que se juega esta tarde.

Eran las ocho y cuarto. Yvonne presentó su hoja de cita en la taquilla de admisiones diarias. Una enfermera acudió a su encuentro, empujando una silla de ruedas.

– Si ustedes ponen todo de su parte para que uno tenga la impresión de estar enfermo, ¿cómo quieren que mejoremos? -espetó Yvonne, quien se negaba a sentarse en la silla.

La enfermera dijo que lo sentía, pero el hospital no toleraba que se quebrantaran las reglas. Las compañías de seguros exigían que todos los pacientes circularan así. Furiosa, Yvonne cedió.

– ¿Por qué sonríes? -le preguntó ella a John.

– Porque me doy cuenta de que, por primera vez en tu vida, estás obligada a hacer lo que te digan… Y ver una cosa así bien vale todas las finales de críquet.

– ¿Sabes que me pagarás ese chascarillo cien veces?

– Aunque fuera multiplicado por mil, seguiría siendo un buen negocio -dijo John riendo.

La enfermera se llevó a Yvonne. Cuando John se quedó solo, su sonrisa desapareció. Respiró hondo y se dirigió hacia los bancos de la sala de espera. El reloj de la pared marcaba las nueve. La mañana iba a ser muy larga.

Cuando volvió a su casa, Sophie abrió su maleta y colocó sus cosas en el armario. Se puso su blusa blanca y se fue de la habitación.

Mientras caminaba hacia su tienda, escribió un mensaje en su móvil: «Imposible ir este fin de semana, dales un beso a papá y mamá por mí, tu hermana que te quiere». Le dio a la tecla de envío.

Nueve y media. Sentado junto a la ventana, Mathias veía desfilar la campiña inglesa. En el altavoz una voz anunciaba la entrada inmediata en el túnel.

– ¿No le molestan los oídos cuando pasamos bajo el mar? -preguntó Mathias a la pasajera que iba sentada delante de él.

– Sí, noto un pequeño zumbido. Voy y vuelvo una vez por semana y conozco a algunas personas a quienes les causa unos efectos secundarios más serios -respondió la anciana dama, retomando inmediatamente el curso de su lectura.

Antoine le dio al intermitente y salió de la MI. La carretera que bordeaba la costa era la parte del viaje que prefería. A ese paso, llegaría al taller con media hora de adelanto. Cogió el termo de café que había dejado en el asiento del pasajero, se lo puso entre las piernas y desenroscó el tapón con una mano, mientras agarraba el volante con la otra. Se lo llevó hasta los labios y suspiró.

– ¡Qué idiota, es zumo de naranja!

Un Eurostar corría en la lejanía. En menos de un minuto, desaparecería en un túnel que pasaba por debajo de la Mancha.

Bute Street seguía en calma. Sophie abrió las rejas de su escaparate. A algunos metros de ella, Enya instalaba la terraza del restaurante. Sophie le dirigió una sonrisa. Enya desapareció en la sala y volvió a salir unos minutos más tarde con una taza en la mano.

– Ten cuidado, quema -dijo ella, ofreciéndole un capuchino a Sophie.

– Gracias, eres muy amable. ¿Yvonne no está aquí?

– Se ha tomado el día libre -respondió Enya.

– Sí, me lo había dicho, no sé dónde tengo la cabeza. No le digas que me has visto hoy, no vale la pena.

– No le he puesto azúcar, no sabía si tomabas -dijo Enya mientras volvía al trabajo.

En su tienda, Sophie pasó la mano por la mesa de trabajo en la que cortaba sus flores. La rodeó y bajó para coger la caja que contenía las cartas. Escogió una del montón y volvió a poner la cajita en su lugar. Sentada en el suelo, oculta tras el mostrador, leía en voz baja, y sus ojos se humedecieron. Qué idiota era, tenía que gustarle hacerse daño. Decir que sólo estábamos el sábado. El domingo era habitualmente su peor día. La soledad que la embargaba pesaba tanto que, paradójicamente, no tenía fuerzas ni coraje para ir a buscar el consuelo de los suyos. Desde luego, podría haber aceptado la invitación de su hermano, no renunciar esa vez de nuevo. El habría ido a buscarla a la estación, como estaba previsto.

Su cuñada y su sobrina le habrían hecho mil preguntas durante el trayecto. Y al llegar a casa de sus padres, cuando su padre o su madre le hubieran preguntado cómo le iba la vida, probablemente se hubiera puesto a llorar. ¿Cómo iba a explicarles que no había dormido en brazos de un hombre desde hacía tres años? ¿Cómo decirles que, por la mañana al desayunar, sentía que se ahogaba mirando la taza de café? ¿Cómo podía describirles el peso de sus pasos cuando volvía por la noche a su casa? El único momento de felicidad eran las vacaciones, cuando veía a sus amigos; pero las vacaciones siempre se acababan y la soledad recuperaba sus dominios. Así que, como iba a llorar de todos modos, al menos de esa forma nadie la veía.

Y aunque aquella vocecilla le decía que todavía estaba a tiempo de coger el tren, no le veía el sentido. Al día siguiente por la tarde, sería todavía peor. Por eso había preferido deshacer su maleta, y era mejor así.

La fila de pasajeros que esperaban en el andén de la Gare du Nord no tenía fin. Tres cuartos de hora después de bajar del Eurostar, Mathias subía por fin a bordo de un taxi. Desde que los alrededores de la estación estaban en obras, le explicó el chófer, sus colegas no querían ir. Acceder a ella, igual que salir, era un periplo surrealista. Estuvieron de acuerdo en que el autor del plan de circulación de la ciudad no debía de vivir en París, o que, si no, tenía que ser un personaje salido de una novela de Orwell. El conductor se mostró interesado por la evolución del tránsito en el centro de Londres desde que habían instalado un peaje, pero a Mathias sólo le importaba la hora que veía en el salpicadero. A juzgar por el embotellamiento del bulevar Magenta, no llegaría pronto a la explanada de la torre de Montparnasse.

La enfermera detuvo la silla frente a la marca del suelo. Yvonne ponía buena cara.

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