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Capítulo 12

Yvonne cerró la puerta de su estudio y miró el reloj. Mientras avanzaba por el pasillo, oyó los pasos de Enya, que salía de su habitación.

– Estás muy guapa esta mañana -dijo ella volviéndose.

Enya la besó en la mejilla.

– Tengo una buena noticia.

– ¿Me vas a contar algo más?

– Ayer me llamaron de inmigración.

– ¿Sí? ¿Y eso es una buena noticia? -preguntó Yvonne con inquietud.

Se fijó en el permiso de trabajo que Enya le enseñaba con orgullo. La abrazó y la agarró con fuerza.

– Esto hay que celebrarlo frente a una taza de café -dijo Yvonne.

Bajaron por la escalera que llevaba al local. Cuando llegó abajo, Yvonne la miró atentamente.

– ¿Dónde te has comprado ese abrigo? -preguntó ella perpleja.

– ¿Por qué? -preguntó Enya.

– Porque un amigo mío tenía una igual. Era su abrigo preferido. Cuando me dijo que lo había perdido, intenté comprarle uno nuevo, pero este modelo hace años que no se hace.

Enya sonrió, se quitó el abrigo y se lo ofreció a Yvonne. Su patrona le preguntó cuánto quería por él; Enya respondió que era un regalo que le hacía de buena gana. Se lo había encontrado en un perchero un día que le había sonreído la suerte.

Yvonne entró en su cocina y abrió la puerta del armario.

– Se va a alegrar muchísimo -dijo Yvonne, contenta, mientras colgaba el abrigo-. No se lo quitaba nunca.

Cogió dos grandes cuencos del estante que había encima del fregadero, echó dos dosis de café en la parte alta de la cafetera italiana y encendió una cerilla. La llama de gas se encendió.

– ¿Notas ese olor maravilloso? -dijo Yvonne a la vez que aspiraba el aroma que invadía la habitación.

Después del golpe emocional que le había ocasionado la cámara de fotos, Emily había propuesto una idea. Cada miércoles, Louis y ella almorzarían cara a cara con sus respectivos progenitores. Como Louis adoraba los nems, los chicos irían al restaurante tailandés situado al lado par de Bute Street; ella y su padre irían al local de Yvonne, que estaba en el otro lado, ya que ella tenía antojo de su crema de caramelo.

Tras el mostrador, Yvonne secaba los vasos, sin dejar de vigilar a Mathias por el rabillo del ojo. Emily se inclinó por encima de su plato para atraer la atención de su papá.

– En Escocia sería mejor dormir en tiendas. Podríamos acampar en ruinas, así tendríamos más posibilidades de ver fantasmas.

– Muy bien -murmuró Mathias mientras se esforzaba en tapar el mensaje que estaba escribiendo con su móvil.

– Por la noche, encenderemos hogueras y tú harás guardia.

– Sí, sí -dijo Mathias con la mirada puesta en la pantalla de su teléfono.

– Allí los mosquitos pesan dos kilos -repuso Emily, dando golpes en la mesa-, y con lo que les gustas, ¡en dos picaduras te dejarán seco!

Yvonne llegó a la mesa para servirles.

– Como quieras, querida -respondió Mathias.

Y mientras la patrona volvía a la cocina sin decir una palabra, Emily continuó con su conversación muy seria.

– Y después, haré mi primer salto a una cama elástica desde lo alto de una torre.

– Dame dos segundos, corazón, respondo a este mensaje y estoy contigo.

Los dedos de Mathias saltaban de una tecla a otra.

– Es estupendo, nos lanzan y después cortan la cuerda -repuso Emily.

– ¿Cuál es el plato del día? -preguntó Mathias, absorto en la lectura del mensaje que acababa de llegarle al móvil.

– Una ensalada de lombrices.

Mathias dejó por fin su móvil encima de la mesa.

– Discúlpame un segundo, voy a lavarme las manos -dijo ella, levantándose.

Mathias besó a su hija en la frente y se dirigió al fondo de la sala. Desde la barra, a Yvonne no se le había escapado ni un detalle de la escena. Se acercó a Emily y miró acusadora el plato de puré de patatas que Mathias no había ni siquiera tocado todavía. Echó una ojeada al exterior y le sonrió. Emily comprendió lo que le estaba sugiriendo y le devolvió la sonrisa. La pequeña se levantó, cogió su plato y, bajo la vigilancia de Yvonne, cruzó la calle.

Mathias se miraba en el espejo colgado encima del lavabo. No le preocupaba que Audrey hubiera puesto fin a su intercambio de mensajes, pues ella estaba en la sala de montaje y comprendía muy bien que tenía trabajo… «Yo también estoy ocupado, estoy comiendo con mi hija, todos estamos muy ocupados… De todas maneras, como está trabajando en las imágenes de Londres, forzosamente tiene que estar pensando en mí… Ha debido de ser su técnico el que la ha llamado al orden, conozco bien a este tipo de hombre, malencarado y celoso… Tengo un aspecto horrible hoy… Está bien que haya escrito que tenía ganas de verme, no es su estilo decir cosas que no piensa… Tal vez debería ir a cortarme el pelo…»

Sentados a una mesa, Antoine y Louis atacaban su segundo plato de nems. La puerca del restaurante se abrió. Emily entró y fue a sentarse con ellos. Louis no hizo comentario alguno y se contentó con saborear el puré de su mejor amiga.

– ¿Todavía está con el teléfono? -preguntó Antoine.

Y, como era su costumbre, Emily respondió que sí con la cabeza.

– Ya sabes, está contrariado, no te preocupes. Son cosas que nos pasan a los mayores, es algo normal -dijo Antoine con voz tranquilizadora.

– ¿Te crees que nosotros no estamos preocupados nunca? -repuso Emily mientras pinchaba un nem del plato.

Mathias salió de los lavabos silbando. Emily ya no estaba en su sitio. Frente a él, en la mesa, su teléfono móvil había acabado en medio de su plato de puré. Sin salir de su asombro, se volvió y se cruzó con la mirada acusadora de Yvonne, que le señalaba el restaurante tailandés que había enfrente.

De camino al conservatorio de música, Emily caminaba a grandes pasos, sin dirigirle una palabra a su padre, quien, no obstante, hacía lo que podía para disculparse. Reconocía que no había estado muy atento durante la comida y prometía que no volvería a pasar. Y además, también a él le había pasado lo de hablar a su hija y que ésta no le respondiera, por ejemplo, cuando dibujaba. La tierra entera podía derrumbarse sin que ella levantara la cabeza de la hoja. Frente a la mirada incendiaria que Emily le lanzó, Mathias admitió que su comparación no había sido acertada. Para hacerse perdonar, aquella noche se quedaría en su habitación hasta que se durmiera. Antes de entrar a su clase de guitarra, Emily se puso de puntillas y besó a su padre. Le preguntó si su madre iría a verla pronto y cerró la puerta.

De vuelta a la librería, tras haberse ocupado de dos clientes, Mathias se instaló tras su ordenador y se metió en el sitio de internet del Eurostar.

A la mañana siguiente, cuando Antoine llegó a su despacho, McKenzie le presentó el proyecto de renovación del restaurante en el que había estado trabajando durante toda la noche. Antoine desplegó el juego de planos y los colocó frente a él. Examinó los dibujos del proyecto y se sorprendió agradablemente por el trabajo de su colaborador. El restaurante modernizado quedaría muy elegante, sin perder su identidad. No obstante, cuando consultó el cuaderno de las cargas técnicas y el presupuesto, escondido en el fondo del bolsillo, Antoine estuvo a punto de atragantarse. Llamó enseguida a su jefe de agencia. McKenzie, apenado, reconoció que tal vez se le había ido la mano.

– ¿Cree usted de verdad que si transformamos su restaurante en un palacio, Yvonne creerá que hemos utilizado materiales sobrantes? -gritó Antoine.

Según McKenzie, nada era suficientemente bueno para Yvonne.

– ¿Y recuerda usted que su obra maestra debe hacerse en dos días?

– Lo tengo todo previsto -respondió McKenzie con entusiasmo.

Los elementos se fabricarían en el taller, y un equipo de doce obreros, pintores y electricistas estaría a pie de obra el sábado para que todo estuviera acabado el domingo.

– Y la agencia también estará acabada el domingo -concluyó abatido Antoine.

El coste de semejante empresa era enorme. Los dos hombres no se dirigieron la palabra el resto del día. Antoine había clavado los planos del restaurante en la pared de su despacho. Lápiz en mano, iba de un lado a otro, yendo de la ventana a sus croquis, y de los croquis al ordenador. Cuando no dibujaba, intentaba rebajar el presupuesto de las obras. McKenzie, por su parte, estaba sentado en su sitio y lanzaba miradas rencorosas a Antoine, como si éste hubiera insultado a la propia reina de Inglaterra.

Al final de la tarde, Antoine llamó a Mathias. Iba a volver muy tarde, así que Mathias tendría que ir a buscar a los niños a la escuela y ocuparse de ellos esa noche.

– ¿Cenarás, o quieres que te prepare algo cuando vuelvas?

– La misma cena fría que la última vez sería fantástica.

– ¿Has visto que la vida en pareja a veces tiene cosas buenas? -concluyó Mathias antes de colgar.

En mitad de la noche, Antoine acababa los bocetos de un proyecto más realista. Sólo le quedaba convencer al gerente de la carpintería con la que trabajaba para que aceptara todas las modificaciones, y esperar que quisiera respaldarlo en esa aventura. La reforma debía empezar en dos semanas, tres como mucho; aquel sábado, cogería su coche a primera hora e iría a hacerle una visita con los planos. El taller estaba a tres horas de Londres, así que estaría de vuelta a medianoche. Mathias cuidaría de Louis y Emily. Feliz por haber encontrado una solución, Antoine dejó la oficina y volvió a su casa.

Demasiado cansado como para comer nada, entró en su habitación y se hundió en la cama. El sueño se apoderó de él antes de que pudiera desvestirse.

Aquella mañana hacía un frío glacial, y los árboles se doblaban bajo el ímpetu del viento. Habían vuelto a sacar los abrigos que habían guardado ante los aires primaverales, y Mathias, a la vez que calculaba la recaudación de la semana, pensaba en la temperatura que haría en Escocia. Las vacaciones se acercaban, y la impaciencia de los niños se hacía cada día más patente. Una cliente entró, hojeó tres obras que había cogido de los estantes y volvió a salir dejándolas en una mesa. «¿Por qué me fui de París para venir a instalarme a este barrio francés?», se dijo Mathias mientras volvía a poner los libros en su sitio.

Antoine necesitaba un buen café, algo que le permitiera mantener los ojos abiertos. La noche había sido muy corta, y el trabajo que le esperaba en la agencia apenas le dejaba tiempo para descansar.

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