Londres, algunos días después
Sentado en su despacho, Antoine redactaba las últimas líneas de una carta. La releyó y, satisfecho, la dobló cuidadosamente untes de deslizaría en su bolsillo.
Las persianas de las ventanas que daban a Bute Street filtraban la luz de un bello día de otoño, bañando los entarimados de madera clara del gabinete de arquitectura.
Antoine cogió la chaqueta colgada en el respaldo de su silla, se ajustó las mangas de su jersey y se puso a caminar con paso rápido hacia la recepción. Se paró por el camino y se inclinó por encima del hombro de su jefe de agencia para estudiar el plan que estaba trazando. Antoine movió la escuadra y corrigió una línea. McKenzie se lo agradeció asintiendo con la cabeza; Antoine lo saludó con una sonrisa y volvió a dirigirse a recepción sin dejar de mirar su reloj.
En las paredes colgaban fotografías y dibujos de los proyectos realizados por la agencia desde que ésta se había creado.
– ¿Esta tarde coge usted la baja? -preguntó él a la recepcionista.
– Eh, sí, ya es hora de traer al mundo a este bebé.
– ¿Niño o niña?
La joven esbozó una mueca a la vez que se ponía la mano sobre su vientre redondo.
– ¡Futbolista!
Antoine rodeó el escritorio, la abrazó y la apretó contra él.
– Vuelva pronto…, no demasiado, ¡pero rápido, no obstante! En fin, vuelva cuando quiera.
Él se alejó a la vez que le hacía una pequeña señal con la mano y empujó las puertas de vidrio que conducían a los ascensores.
París, el mismo día
Las puertas de vidrio de una gran librería parisina se abrieron al paso de un cliente visiblemente con prisas. Llevaba un sombrero que le cubría la cabeza, un fular anudado alrededor del cuello y se dirigía hacia el estante de los libros escolares. Encaramada a una escalera, una dependienta leía en voz alta los títulos y cantidades de las obras colocadas en las estanterías, mientras que Mathias anotaba las referencias en un cuaderno. Sin ningún preámbulo, el cliente le preguntó con un tono poco agradable dónde estaban las obras completas de Víctor Hugo de la Pléiade.
– ¿Qué volumen? -preguntó Mathias tras levantar la vista de su cuaderno.
– El primero -respondió el hombre con un tono de voz todavía más seco.
La joven dependienta se contorsionó, atrapó el libro con la punta de sus dedos y se inclinó para dárselo a Mathias. El hombre del sombrero lo agarró rápidamente y se dirigió hacia la caja. La dependienta intercambió una mirada con Mathias. Con las mandíbulas apretadas, dejó el cuaderno sobre el mostrador y corrió tras el cliente.
– ¡Buenos días, por favor, gracias, hasta la vista!
Estupefacto, el cliente intentó rodearlo; Mathias le arrancó el libro de las manos antes de volver a su trabajo y repetir a voz en grito: «¡Buenos días, por favor, gracias, hasta la vista!». Algunos clientes presenciaron azorados la escena. El hombre del sombrero abandonó furioso la tienda; la cajera se encogió de hombros; a la dependienta, que seguía en la escalera, le costó mantener su compostura, y el propietario de la librería le pidió a Mathias que pasara a verlo antes del final del día.
Londres
Antoine, que subía por Bute Street a pie, se dispuso a cruzar por el paso de peatones; un black cab aminoró la marcha y se paró. Antoine le dirigió una señal de agradecimiento al conductor y avanzó hacia la plaza de enfrente del Liceo francés. Tras sonar la campana, el patio de la escuela primaria se vio invadido por una multitud de niños. Emily y Louis, con la cartera en la espalda, caminaban juntos. El niño saltó a los brazos de su padre. Emily sonrió y se alejó hacia la verja.
– ¿Valentine no ha venido a buscarte? -preguntó Antoine a Emily.
– Mamá ha llamado a la maestra: llega tarde y quiere que vaya a esperarla al restaurante de Yvonne.
– Entonces, ven con nosotros. Yo te llevo, vamos los tres a comer algo allí.
París
Una lluvia fina mojaba las aceras relucientes. Mathias se ajustó el cuello de su gabardina y se dispuso a cruzar el paso de peatones. Un taxi le pitó y lo rozó. El conductor sacó una mano por la ventanilla con el dedo corazón levantado de una manera inconfundible. Mathias cruzó la calle y entró en el supermercado. Las luces vivas de los tubos de neón reemplazaron el tono grisáceo del cielo de París. Mathias buscó un tarro de café, dudó ante diferentes platos congelados y escogió un paquete de jamón envasado al vacío. Con su pequeño cesto lleno, se dirigió a la caja.
El comerciante le dio el cambio, pero no le deseó las buenas lardes.
Cuando llegó frente a la tintorería, la cortina de hierro estaba ya bajada, así que Mathias volvió a su casa.
Londres
Instalados en la sala desierta del restaurante, Louis y Emily dibujaban en sus cuadernos a la vez que daban buena cuenta de una crema de caramelo cuyo secreto sólo conocía la dueña, Yvonne. Ésta venía de la bodega; Antoine la seguía con una caja de vino, dos tarros de legumbres y tres botes de crema.
– ¿Cómo consigues levantar estas cosas tan grandes? -preguntó Antoine.
– ¡Lo hago sin más! -respondió Yvonne, a la vez que le indicaba que lo dejara todo sobre el mostrador.
– Deberías coger a alguien para que te ayudara.
– ¿Y cómo iba a pagar a ese alguien? Ya me cuesta arreglármelas estando yo sola.
– El domingo vendré a echarte una mano con Louis; arreglaremos tu reservado; aquello está hecho una verdadera leonera.
– Deja en paz mi reservado y mejor lleva a tu hijo a montar en pony por Hyde Park, o llévalo a visitar la Torre de Londres, hace meses que sueña con ello.
– Más bien está deseando visitar el Museo de los Horrores, que no es lo mismo. Y es demasiado joven para eso.
– O tú demasiado mayor -replicó Yvonne mientras colocaba sus botellas de Burdeos.
Antoine sacó la cabeza por la puerta de la cocina y miró con ganas los dos grandes platos colocados sobre la encimera. Yvonne le dio unos golpecitos en el hombro.
– ¿Os pongo dos cubiertos para esta noche? -preguntó ella.
– ¿Tres tal vez? -respondió Antoine mirando a Emily, que trabajaba en su cuaderno al fondo de la sala.
Sin embargo, apenas hubo pronunciado esa frase, la madre de Emily entró, sin aliento, en el bistró. Se dirigió hacia su hija, y le dio un beso a la vez que se disculpaba por su retraso, causado por una reunión en el consulado que la había retenido. Le preguntó si había terminado sus deberes; la niña le respondió que sí orgullosa. Antoine e Yvonne la miraban desde el mostrador.
– Gracias -dijo Valentine.
– De nada -respondieron al unísono Yvonne y Antoine.
Emily guardó su cartera y cogió a su madre de la mano. Antes de salir por la puerta, la niña y su madre se volvieron y ambas se despidieron.
París
Mathias dejó el marco sobre la encimera de su cocina. Después, rozó el vidrio con la punta de sus dedos, como si acariciara los cabellos de su hija. En la foto, Emily cogía con una mano a su madre, y con la otra le decía adiós. Se había sacado en el jardín de Luxemburgo tres años antes. Era la víspera del día en que Valentine, su mujer, lo había abandonado para instalarse en Londres con su hija.
De pie, tras la mesa de comer, Mathias acercó la mano a la plancha de hierro para asegurarse de que estaba a la temperatura adecuada. En medio de las camisas que alisaba a un ritmo de dos cada cuarto de hora, introdujo un paquete envuelto con papel de aluminio que planchó incluso con mayor atención. Dejó la plancha en su sitio, la desenchufó y desenvolvió el papel dejando al descubierto una croque-monsieur [1] humeante. La deslizó sobre un plato y se llevó su cena al sofá del salón y, al pasar, agarró el periódico que estaba sobre la mesa baja.
Londres
Aunque al inicio de aquella tarde el bar del restaurante estaba animado, la sala no estaba ni mucho menos llena. Sophie, la joven florista, que tenía una tienda al lado del restaurante, entró llevando en sus brazos un enorme ramo. Radiante con una blusa blanca, colocó las flores de lis en un jarrón que había sobre la encimera. La patrona le señaló discretamente a Antoine y Louis. Sophie se dirigió hacia su mesa. Besó a Louis y declinó la invitación de Antoine para que se uniera a ellos; tenía todavía cosas que hacer en la tienda y, al día siguiente, debía irse muy pronto al mercado de flores de Columbia Road. Yvonne llamó a Louis para que fuera a escoger un helado del congelador. El muchacho ya no pensó en nada más.
Antoine cogió la carta que llevaba en su abrigo y se la dio discretamente a Sophie. Ella la desdobló y empezó a leer visiblemente satisfecha. Sin dejar de leer, cogió una silla y se sentó. Le dio la primera página a Antoine.
– ¿Puedes empezar con: «Amor mío»?
– ¿Quieres que le llame «amor mío»? -respondió Antoine dubitativo.
– Sí, ¿por qué?
– ¡Por nada!
– ¿Acaso te molesta? -preguntó Sophie.
– Me parece que es demasiado.
– ¿Demasiado qué?
– ¡Demasiado, demasiado!
– No lo entiendo. ¡Si quieres a alguien con amor, lo llamas «amor mío»! -insistió Sophie convencida.
Antoine cogió su bolígrafo y le quitó el capuchón.
– ¡Eres tú la que está enamorada, así que tú decides! Pero bueno…
– ¿Bueno qué?
– Pues que si estuviera aquí, tal vez lo querrías un poco menos.
– Hay que fastidiarse, Antoine. ¿Por qué dices siempre cosas así?
– ¡Porque es la verdad! Cuando las personas se ven todos los días, no se miran tanto, hasta que un día incluso dejan de verse.
Sophie lo miraba atónita, visiblemente irritada. Antoine volvió a coger la hoja y dijo:
– Muy bien, entonces diremos: «Amor mío»…
Él movió la hoja para que la tinta se secara y se la devolvió a Sophie. Ésta besó a Antoine en la mejilla, se levantó y lanzó un beso con la mano a Yvonne, atareada tras la barra. Cuando estaba saliendo por la puerta, Antoine la llamó.
– Perdona por lo de antes.
Sophie le sonrió y salió.
El portátil de Antoine sonó. El número de Mathias apareció en la pantalla.
– ¿Dónde estás? -preguntó Antoine.
– En mi sofá.
– Pareces abatido, ¿me equivoco?