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Capítulo 19

Con la mirada perdida en el vacío, Mathias giraba la cucharilla en su taza de café. Antoine se sentó a su lado y se la quitó de las manos.

– ¿Has dormido mal? -preguntó.

Louis bajó de su habitación y fue a sentarse a la mesa.

– ¿Qué está haciendo mi hija? Vamos a llegar tarde a la escuela.

– De seguida viene -respondió Louis.

– No se dice «de seguida» sino «enseguida» -replicó Mathias, alzando la voz.

Levantó la cabeza y vio a Emily que se deslizaba por la barandilla de la escalera.

– Baja de ahí inmediatamente -gritó Mathias, levantándose de un salto.

Con la cara ceñuda, la niña fue a refugiarse al sofá del salón.

– ¡Estoy harto de ti! -siguió gritando su padre-. ¡Ven a la mesa ahora mismo!

Con los labios temblándole, Emily obedeció y fue a sentarse en su silla.

– Eres una niña mimada insoportable, hay que repetirte las cosas cien veces. ¿Es que mis frases no llegan hasta tu cerebro? -continuó Mathias.

Desconcertado, Louis miró a su padre, que le aconsejó que fuera lo más discreto posible.

– ¡Y no me mires así! -prosiguió Mathias, que no se calmaba-. ¡Estás castigada! Esta tarde, cuando vuelvas, harás los deberes, cenarás y subirás a acostarte sin ver la tele, ¿está claro?

La niña no respondió.

– ¿Está claro, o no? -insistió Mathias, alzando aún más el tono.

– Sí, papá -balbució Emily, con los ojos anegados en lágrimas.

Louis cogió su cartera, fusiló a Mathias con la mirada y arrastró a su compañera hacia la entrada. Antoine no dijo ni palabra y cogió las llaves del coche del taquillón.

Después de haber dejado a los niños, Antoine aparcó el Austin Haley delante de la librería. Mientras Mathias se bajaba, lo agarró del brazo.

– Quiero pensar que no te sientes bien en este momento, pero esta mañana te has pasado con tu hija.

– Cuando la he visto encaramada a la balaustrada, he tenido miedo, un miedo terrible, si quieres saberlo.

– Porque tú tengas vértigo, no debes impedirle caminar.

– Está bien que digas eso, tú que le pones un jersey a tu hijo en cuanto tienes frío. ¿De verdad que he gritado hasta ese punto?

– ¡No, has aullado hasta ese punto! Prométeme una cosa, ve a que te dé el aire, vuelve al parque esta tarde, ¡lo necesitas!. Antoine le dio una palmada amistosa en el hombro y se dirigió a su despacho.

A las trece horas, Antoine invitó a McKenzie a almorzar en el restaurante de Yvonne. Para empezar, declaró que llevarían los planos de ejecución que McKenzie había terminado y aprovecharían la comida para comprobar los detalles sobre el terreno.

Ya sentados a la mesa, Yvonne vino a buscar a Antoine, ya que preguntaban por él por teléfono. Antoine se excusó con su colaborador y cogió el auricular en la barra.

– Dime la verdad, ¿crees que Emily puede dejar de quererme?

Antoine miró el auricular y colgó sin responder. Se quedó cerca del aparato, e hizo bien, pues el timbre tintineaba ya. Descolgó enseguida.

– Me estás fastidiando, Mathias… ¿Perdón?… No, no hacemos reservas al mediodía… Sí, gracias.

Y bajo la mirada intrigada de Yvonne, volvió a colocar el auricular suavemente. Antoine se volvió hacia su mesa y en cuanto dio media vuelta, el teléfono sonó de nuevo. Yvonne le tendió el aparato.

– ¡No digas nada y escúchame! -suplicó Mathias, que iba arriba y abajo por su librería-. Esta noche levanta el castigo, yo volveré después de ti y ya improvisaré.

Mathias volvió a colgar enseguida.

Con el auricular pegado a la oreja, Antoine hizo esfuerzos por calmarse. Y como Yvonne no le quitaba los ojos de encima, también él improvisó.

– ¡Es la última vez que me sacas de una reunión! -dijo antes de colgar a su vez.

Sentada en un banco, Daniéle había abandonado su crucigrama para tejer un pelele. Tiró del hilo de lana y volvió a colocarse las gafas en la punta de la nariz. Frente a ella, Sophie, sentada con las piernas cruzadas en el césped, jugaba a las cartas con Emily y Louis. Le dolía la espalda, se excusó con los niños y los dejó el tiempo de dar algunos pasos.

– ¿Qué le pasa a tu padre ahora? -preguntó Louis a Emily.

– Creo que es por la periodista que vino a cenar a casa.

– ¿Qué hay entre ellos exactamente? -preguntó el chico, echando una carta.

– Tu padre… y mi madre -respondió Emily a la vez que tiraba las cartas.

Mathias iba presuroso por una alameda del parque. Abrió la bolsa de la panadería, metió la mano y sacó un bollo de pasas que mordió ávidamente. De repente, aminoró sus pasos y su rostro cambió de expresión. Se ocultó detrás de un roble para espiar la escena ante él.

Emily y Louis reían de buena gana. A cuatro patas sobre la hierba, Sophie les hacía cosquillas por turnos. Se incorporó para hacerles una pregunta.

– ¿Una sorpresa de siete letras?

– ¡Tiovivo! -exclamó Louis.

Como por arte de magia, hizo aparecer dos tiques en el hueco de su mano. Se levantó e invitó a los niños a seguirla hacia el carrusel.

Louis, que iba rezagado, oyó silbar y se volvió. La cabeza de Mathias asomaba tras el tronco de un árbol. Le hizo acercarse discretamente.

Louis echó un rápido vistazo a las chicas que caminaban lejos, por delante, y corrió hacia el banco donde ya lo esperaba Mathias.

– ¿Qué hacías allí? -preguntó el chaval.

– Y Sophie ¿qué hacía allí? -respondió Mathias.

– No te lo puedo decir, es un secreto.

– Pues te digo que cuando supe que cierto chaval había arrancado una escama del dinosaurio en el museo, yo no dije nada.

– Sí, pero no es lo mismo, el dinosaurio estaba muerto.

– ¿Y por qué es un secreto que Sophie esté allí? -insistió Mathias.

– Al principio, cuando te separaste de Valentine y venías a escondidas a ver a Emily en el jardín de Luxemburgo, también era un secreto, ¿no?

– Ah, ya veo -murmuró Mathias.

– ¡Qué va, no ves nada de nada! Desde que habéis reñido con Sophie, la echa de menos, y yo también la echo de menos.

El chico se levantó de un salto.

– Bueno, tengo que irme, van a darse cuenta de que no estoy.

Louis se alejó algunos pasos, pero Mathias lo llamó enseguida.

– Nuestra conversación también es un secreto, ¿de acuerdo?

Louis hizo que sí con la cabeza y confirmó su juramento con una mano puesta solemnemente en el corazón. Mathias sonrió y le tiró la bolsa de bollos.

– Quedan dos de pasas. ¿Le darás uno a mi hija?

El chico miró a Mathias, con el aspecto de estar hundido.

– ¿Y qué le digo a Emily, que tu bollo de pasas ha caído de un árbol? ¡Realmente eres una nulidad mintiendo, amigo mío!

Le devolvió la bolsa y volvió a irse meneando la cabeza.

Por la noche, al volver a casa, Mathias encontró a Emily y a Louis sentados delante de los dibujos animados. Antoine preparaba la comida en la cocina. Mathias se dirigió hacia él y cruzó los brazos.

– ¡No entiendo nada! -dijo, señalando la televisión encendida-.¿Qué había dicho yo?

Sorprendido, Antoine levantó la cabeza.

– ¡Nada de televisión! Entonces, lo que digo y nada ¿es lo mismo? ¡Es el colmo! -gritó, levantando los brazos al cielo.

Desde el sofá, Emily y Louis observaban la escena.

– Me gustaría que se respetara un poco mi autoridad en esta casa. Cuando tomo una decisión sobre los niños, me gustaría que me respaldases, ¡es muy cómodo que siempre sea el mismo el que castiga y el otro el que recompensa!

Antoine, que había dejado de mirar a Mathias, dejó de remover el pisto.

– ¡Es una cuestión de coherencia familiar! -concluyó Mathias, mojando el dedo en la cacerola y guiñando el ojo a su amigo.

Antoine le asestó un golpe en la mano con el cucharón.

Concluido el incidente, todos fueron a la mesa. Al final de la cena, Mathias llevó a Emily a acostarse.

Estirado al lado de ella, le contó la más larga de las historias que sabía. Y cuando, para acabar, Théodore, el conejo con poderes mágicos, vio en el cielo el águila que giraba en redondo (el pobre animal tenía desde su nacimiento un ala más corta que otra, por unas plumas), Emily se metió el pulgar en la boca y se acurrucó contra su padre.

– ¿Duermes, princesa? -susurró Mathias.

Se dejó deslizar suavemente por el costado. Arrodillado junto a la cama, acarició los cabellos de su hija y se quedó un momento mirándola dormir.

Emily tenía una mano apoyada en la frente, y la otra retenía aún la de su padre. De vez en cuando, sus labios temblaban, como si fuera a decir algo.

– Como te le pareces -murmuró Mathias.

Le dio un beso en la mejilla, le dijo que la quería más que a nada y abandonó la habitación sin hacer ruido.

Antoine, en pijama, acostado en su cama, leía tranquilamente. Llamaron a la puerta.

– He olvidado recoger mi traje en la tintorería -dijo Mathias, asomando la cabeza por el resquicio de la puerta.

– He pasado yo, está en tu ropero -respondió Antoine mientras volvía al principio de la página.

Mathias se acercó a la cama y se echó sobre la cubierta. Cogió el mando a distancia y encendió la televisión.

– Tienes un buen colchón.

– Es el mismo que el tuyo.

Mathias se incorporó y ahuecó el almohadón para mejorar su confort.

– No te molesto, ¿verdad?

– ¡Sí!

– Ya ves, luego te quejas de que nunca hablamos.

Antoine le confiscó el mando y apagó el aparato.

– He vuelto a pensar en tu vértigo, como problema no está desprovisto de originalidad. Tienes miedo de crecer, de proyectarte hacia delante, y eso te paraliza, lo cual incluye tus relaciones con los otros. Con tu mujer tenías miedo de ser un marido y, a veces, con tu propia hija tienes miedo de ser padre. ¿A cuándo se remonta la última vez que has hecho algo por alguien que no seas tú?

Antoine pulsó el interruptor de la lámpara de cabecera y se dio la vuelta.

Mathias permaneció así algunos minutos, silencioso en la oscuridad; acabó por levantarse y, justo antes de salir, miró fijamente a su amigo.

– ¿Sabes qué? Consejo por consejo, tengo uno que te concierne, Antoine: ¡dejar entrar a alguien en la vida de uno es abatir los muros construidos para protegerse, no esperar a que el otro los derribe!

– ¿Y por qué me dices eso? ¿Quizá no he roto el muro? -gritó Antoine.

– No, soy yo el que lo ha hecho, y no hablaba de eso. ¿Cuál era la talla de los calcetines en la tienda de ropa de bebé?

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