La puerta del departamento se entreabrió. Sophie llevaba una blusa azul y las zapatillas que le habían hecho poner para los exámenes.
– Ve a esperarme fuera -le dijo a Antoine.
Volvió a sentarse en las sillas, enfrente de recepción. Cuando se reunió con él, no tenía muy buen aspecto.
– ¿A qué esperas para hablarme? -preguntó Antoine.
– ¿Hablarte de qué? No es una enfermedad.
– El padre ¿es el tipo a quien escribo tus cartas? La cajera del dispensario hizo una seña a Sophie. La factura estaba mecanografiada, podía ir a abonarla.
– Estoy cansada, Antoine, ¡pago y me llevas!.
La llave giró en la cerradura. Mathias puso su cartera en el taquillón. Instalado en la butaca de cuero, Antoine leía a la luz de la lámpara del velador.
– Perdón. Es tarde, pero es que tenía un trabajo de locos.
– Hum.
– ¿Qué?
– Nada, tú tienes un trabajo de locos todas las noches.
– ¡Pues sí, tengo un trabajo de locos!
– Habla menos fuerte, Sophie duerme en el despacho.
– ¿Has salido?
– ¿De qué hablas? Se ha puesto enferma.
– Ah, vaya, ¿es grave?
– Ha vomitado y se ha desmayado.
– ¿Ha comido de tu espuma de chocolate?
– Una mujer que vomita y que se desmaya, ¿quieres los subtítulos?
– ¡Oh, mierda! -dijo Mathias, dejándose caer en la butaca de enfrente.
Entrada la noche, Antoine y Mathias estaban cara a cara, sentados en la mesa de la cocina. Mathias todavía no había cenado; Antoine sacó una botella de vino tinto, una cesta y un plato de diferentes quesos.
– El siglo XXI es genial -dijo Mathias-. Uno se divorcia por una nadería, las mujeres tienen sus hijos con surferos de paso y después dicen que nos encuentran menos seguros de nosotros mismos que antes.
– Sí, y luego hay también hombres que viven en pareja, bajo el mismo techo. ¿Vas a soltar todas las tonterías que se te ocurran?
– Va, pásame la mantequilla -pidió Mathias, preparándose una rebanada de pan.
Antoine descorchó la botella.
– Hay que ayudarla -dijo, sirviéndose un vaso.
Mathias cogió la botella de manos de Antoine y se sirvió a su vez.
– ¿Qué piensas hacer? -preguntó.
– No hay padre… Voy a reconocer al niño.
– ¿Y por qué tú? -se sublevó Mathias.
– Por obligación, y además, porque se lo he dicho primero.
– Ah, sí, dos verdaderas buenas razones.
Mathias reflexionó unos instantes y bebió de un trago el vaso de Antoine.
– De todos modos, tú no podrás ser, pues ella nunca querrá un padre ciego -dijo con una sonrisa en los labios.
Los dos amigos se miraron en silencio y, como Antoine no comprendía la alusión de su amigo, Mathias prosiguió:
– ¿Cuánto tiempo hace que te escribes cartas a ti mismo?
La puerta del despacho acababa de abrirse. Sophie apareció en pijama, con los ojos enrojecidos. Miraba a los dos compadres.
– Vuestra conversación es repugnante -dijo, mirándolos de hito en hito.
Recogió sus cosas, las hizo una bola bajo el brazo y salió a la calle.
– Ya ves, lo que yo decía, ¡estás completamente ciego! -repitió Mathias.
Antoine se precipitó detrás de ella. Sophie estaba ya lejos en la acera; corrió y al fin acabó por alcanzarla. Ella continuaba yendo hacia el bulevar.
– ¡Párrate! -dijo, tomándola entre sus brazos.
Sus labios se acercaron, hasta llegar a rozarse, y por primera vez se besaron. El beso duró, y luego Sophie levantó la cabeza y miró a Antoine.
– No quiero verte más, Antoine, nunca más, y a él tampoco.
– No digas nada -la acarició Antoine.
– Preparas cena para diez, pero jamás te sientas a la mesa; te molesta hacer equilibrios para vivir y restableces el restaurante de Yvonne; te has ido a vivir con tu mejor amigo porque se sentía solo mientras que tú no lo deseabas realmente. ¿De verdad crees que te dejaré criar a mi hijo? ¿Y sabes lo más terrible? Que es por todas estas razones por lo que estoy enamorada de ti desde siempre. Ahora ve a cumplir con tus obligaciones y déjame en paz.
Con los brazos colgando, Antoine miró a Sophie alejarse, solo, en pijama en Oíd Brompton.
De vuelta a casa, encontró a Mathias, sentado en el parapeto del jardín.
– Los dos os deberíais dar una segunda oportunidad.
– Las segundas oportunidades nunca funcionan -gruñó Antoine.
Mathias sacó un cigarro de su bolsillo, hizo rodar la capa entre los dedos y lo encendió.
– Es verdad -respondió-, pero en nuestro caso no es lo mismo, ¡no nos acostamos!
– Tienes razón, ¡realmente eso es un incentivo! -respondió Antoine con ironía.
– ¿Qué arriesgáis? -preguntó Mathias, mirando las volutas de humo.
Antoine se levantó, cogió el cigarro de Mathias. Se dirigió hacia la casa y se volvió en el umbral de la puerta.
– ¡Nada, aparte de equivocarse!
Y entró en el salón dando una enorme calada al cigarro.
Los buenos propósitos fueron puestos en práctica desde el día siguiente. Con los cabellos llenos de espuma, Mathias cantaba a grito pelado en la bañera el aria de La Traviata , aunque no ponía el corazón. Con un dedo del pie hizo girar el grifo para subir la temperatura de su baño. El hilillo de agua que corría era glacial. Al otro lado del muro, Antoine, con su gorro en la cabeza, se frotaba la espalda con un cepillo de crin, bajo la ducha ardiente. Mathias entró en el baño de Antoine, abrió la puerta de la ducha, cortó el agua caliente y volvió a su bañera, dejando una estela de nubéculas de espuma en el parqué.
Una hora más tarde, los dos amigos se reunieron en el rellano del piso, los dos vestidos con una bata idéntica, cerrada hasta el cuello.
Cada uno entró en la habitación de su hijo para acostarlo. De vuelta a lo alto de las escaleras, dejaron caer al suelo las batas y bajaron los peldaños con un paso sincrónico; pero esta vez en calzoncillos, calcetines, camisa blanca y pajarita. Se pusieron los pantalones, que estaban plegados sobre los brazos de la gran butaca, ataron los cordones de sus zapatos y fueron a sentarse en el canapé del salón, uno a cada lado de la canguro que había sido llamada para la ocasión.
Inmersa en sus crucigramas, Daniéle hizo resbalar la montura de sus gafas hasta la punta de la nariz y los miró por turnos.
– ¡No más tarde de la una!
Los dos hombres se levantaron de un salto y se dirigieron hacia la puerta de entrada. Mientras se disponían a salir, Daniéle divisó las batas que habían resbalado por los peldaños y les preguntó si «poner orden» de siete letras les decía algo.
La discoteca estaba abarrotada. Mathias se encontró aplastado contra la barra del bar que Antoine se esforzaba en alcanzar. Una criatura que parecía salida de las páginas de una revista levantaba la mano para atraer la atención de un camarero. Mathias y Antoine intercambiaron una mirada, pero en vano. Si uno u otro hubiera tenido el valor de hablarle, el volumen de la música habría vuelto imposible cualquier conversación. El barman preguntó por fin a la joven qué deseaba beber.
– No importa, con tal de que lleve una sombrilla en el vaso -respondió.
– ¿Nos vamos? -gritó Antoine a la oreja de Mathias.
– El último que llegue al guardarropa invita al otro a cenar-respondió Mathias, tratando desesperadamente de cubrir la voz de Puff Daddy.
Necesitaron casi media hora para atravesar la sala. Una vez en la calle, Antoine se preguntó cuánto tiempo tardaría en desaparecer el zumbido que le silbaba en la cabeza. Por su parte, Mathias estaba casi afónico. Saltaron al interior de un taxi en dirección a un club que acababan de abrir en el barrio de Mayfair.
Una larga fila se extendía delante de la puerta. La juventud dorada londinense se empujaba para entrar en aquel sitio. Un gorila localizó a Antoine y le hizo una seña indicándole que pasara delante de todo el mundo. Muy orgulloso, arrastró a Mathias en su estela, abriéndose paso entre la multitud.
Cuando llegó a la entrada, el mismo gorila le pidió que señalara a los adolescentes que los acompañaban. El club les daba preferencia en la entrada cuando los padres venían con ellos.
– ¡Vamonos! -dijo enseguida Mathias a Antoine.
Otro taxi, ahora en dirección al Soho, donde un DJ de música house daba un concierto hacia las once en un lounge trena. Mathias se encontró sentado en un bafle, y Antoine, en un cuarto de traspuntín, el tiempo justo para cambiar una mirada y enfilar hacia la salida. El black cab rodaba ahora hacia el East End River, uno de los barrios más de moda del momento.
– Tengo hambre -dijo Mathias.
– Conozco un restaurante japonés no muy lejos de aquí.
– Vamos donde tú quieras, pero no despidamos al taxi, por si acaso.
Mathias encontró el lugar estupendo. Todo el mundo estaba sentado alrededor de una inmensa barra por la que circulaban, sobre una cinta mecanizada, surtidos de sushis y sashimis. No se pedía, bastaba con elegir entre los miniplatos que pasaban los que apetecieran. Después de haber probado el atún crudo, Mathias preguntó si había pan y un trozo de queso; la respuesta fue la misma que cuando reclamó un tenedor.
Puso su servilleta en la cinta rodante y volvió al taxi, que esperaba en doble fila.
– ¿No tenías hambre? -preguntó Antoine cuando se reunió con él.
– ¡No hasta el punto de comer mero con los dedos!
Siguiendo los consejos del chófer, tomaron la dirección de un lap dance club. Esta vez confortablemente instalados en sus sillones, Mathias y Antoine paladeaban su cuarto cóctel de la velada, no sin experimentar una cierta embriaguez.
– No hablamos bastante -dijo Antoine, dejando su vaso-. Cenamos todas las noches juntos y no nos decimos nada.
– Por frases como ésa dejé a mi mujer -respondió Mathias.
– ¡Tu mujer es la que se fue!
– Es la tercera vez que miras el reloj, Antoine. Porque hayamos dicho de volver a intentarlo, no debes sentirte obligado.
– ¿Todavía piensas en ella?
– Ya ves, para ti eso es todo, yo te hago una pregunta y respondes con otra.
– Es para ganar tiempo. Hace treinta años que te conozco, Mathias, treinta años en que el objeto de cada una de nuestras conversaciones acabas siendo tú. ¿Por qué iba a cambiar esta noche?
– Porque eres tú el que rehúsas siempre abrirte. Venga, te desafío, dime una cosa muy personal, sólo una.
En sus narices, una bailarina parecía enamorarse perdidamente de la barra de metal en la que se estremecía. Antoine hizo rodar un puñado de almendras entre los dedos y suspiró.