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Capítulo 21

Antoine había partido a primera hora de la mañana. Quería estar en su puesto cuando el camión de la carpintería llegara. Sophie había preparado la maletita de Emily y reunido algunos bártulos para su padre en una gran bolsa. Mathias pasó a buscarla hacia las nueve. Se dirigieron a Cornualles y aprovecharon ese momento a solas para discutir juntos sobre el futuro. Emily abrazó a Louis y le prometió que le enviaría una postal todos los días. Sophie los acompañó hasta la puerta.

– Gracias por la bolsa -dijo Mathias.

– Gracias a ti -respondió Sophie a la vez que lo abrazaba-. ¿Funcionará? -preguntó.

– Seguro, llevo a mi pequeño ángel de la guarda conmigo.

– ¿Cuándo vuelves?

– Dentro de unos días, todavía no lo sé.

Mathias tomó a su hija de la mano y bajó los peldaños de la escalinata, después se volvió para contemplar la fachada de la casa. La glicinia se extendía a cada lado de las dos puertas de entrada. Sophie lo miraba; él le sonrió, emocionado.

– Cuida de él -murmuró Mathias.

– Puedes contar conmigo.

Mathias volvió a subir los escalones, levantó a Louis y lo besó dulcemente.

– Y tú cuida de Sophie. Durante mi ausencia, eres el hombre de la casa.

– ¿Y mi padre? -respondió Louis, volviendo a poner los pies en el suelo.

Mathias le hizo un guiño cómplice y se alejó por la calle.

Antoine entró en el restaurante desierto. Al fondo de la sala, un candelabro señoreaba sobre una mesa cubierta por un mantel blanco. El servicio estaba inmaculado, sólo dos copas estaban llenas de vino. Se acercó y se sentó en la silla que había ocupado Mathias la víspera.

– Deja eso, voy a quitar la mesa -dijo Enya, al pie de la escalera.

– No le había oído.

– Yo sí-dijo ella, acercándose.

– Bonita primavera, ¿no cree?

– Con algunas tormentas, como cada primavera -dijo mientras miraba la sala vacía.

– Creo que oigo el camión en la calle.

Enya miró por el escaparate.

– Me estoy poniendo nervioso -dijo Antoine.

– A Yvonne le va a encantar.

– ¿Dice eso para tranquilizarme?

– No, se lo digo porque ayer, después de que usted se fuera, ella vino a mirar sus dibujos, y créame, sus ojos reían como nunca los había visto hacer.

– ¿No hizo ningún comentario?

– Sí, dijo:«Ya ves, papá, lo hemos conseguido». Ahora, le haré café. Va, apártese de ahí, es preciso que quite la mesa.¡Fuera!

Y ya los carpinteros invadían el restaurante.

El domingo por la mañana, John había hecho visitar su pueblo a Yvonne.

Estaba loca por el lugar. A lo largo de la calle principal, las fachadas de las casas eran todas de colores diferentes, rosas, azules, a veces blancas, incluso violetas, y todos los balcones desbordaban de flores. Almorzaron en el pub, una institución local. El sol brillaba en el cielo de Kent, y el patrón los había instalado en el exterior. Extrañamente, toda la gente de aquel rincón debía de tener recados que hacer aquel día, porque todos pasaban ante la terraza, saludando a John Glover y a su amiga francesa.

Volvieron a casa acortando a campo través; la campiña inglesa era una de las más bellas del mundo. La tarde era también bella. John tenía trabajo en el invernadero, e Yvonne aprovechó para echar una siesta en el jardín. Él la instaló en una tumbona, la besó y fue a buscar sus herramientas en el cobertizo.

Los carpinteros habían mantenido sus promesas. Todos los revestimientos estaban colocados. Antoine y McKenzie se inclinaron cada uno en un extremo del mostrador para verificar los ajustes. Eran perfectos, ni una sola astilla sobresalía de los montantes. Los barnices realizados en el taller habían sido pulidos al menos seis veces para obtener semejante brillo. Con mil precauciones, y bajo la mirada vigilante y despiadada de Enya, la vieja caja registradora había reencontrado su lugar. Louis la lustraba. En la sala, los pintores acababan las impostas que habían desgranado y enlucido por la noche. Antoine miró su reloj. Faltaba descolgar las lonas de protección, limpiar a escobazos y volver a colocar las nuevas mesas y sillas en su sitio. Los electricistas fijaban ya los apliques en las paredes. Sophie entró, con un gran jarrón entre los brazos. Las corolas de las peonías apenas estaban abiertas; mañana, cuando Yvonne volviera, estarían perfectas.

En el sur de Falmouth, un padre hacía descubrir a su hija los acantilados de Cornualles. Cuando se aproximó al borde para mostrarle a lo lejos las costas de Francia, ella no dio crédito a sus ojos, y corrió a cogerlo en sus brazos, a decirle que estaba orgullosa de él. Volviendo al coche, aprovechó para preguntarle si, ahora que ya no tenía vértigo, ella podría por fin deslizarse por las barandillas de las escaleras sin que la riñera.

Pronto serían las cuatro y todo estaba acabado. De pie delante de la puerta, Antoine, Sophie, Louis y Enya miraban el trabajo terminado.

– No acabo de creérmelo -dijo Sophie, contemplando la sala.

– Tampoco yo -respondió Antoine a la vez que la tomaba de la mano.

Sophie se inclinó hacia Louis para hacerle una confidencia, sólo a él.

– Dentro de dos segundos tu padre me va a preguntar si le gustará a Yvonne -cuchicheó a su oído.

El teléfono sonó. Enya descolgó e hizo un gesto a Antoine, ya que la llamada era para él.

– Es ella, que quiere saber si está acabado -dijo, dirigiéndose hacia el mostrador.

Y se volvió, para preguntar a Sophie si pensaba que la nueva sala agradaría a Yvonne.

Tomó el aparato, y la expresión de su cara cambió. En el otro extremo del hilo, no estaba Yvonne sino John Glover.

Había sentido el dolor al principio de la tarde. No había querido inquietar a John. Había esperado tanto ese momento. La campiña alrededor de ella irradiaba luz; el follaje de los árboles oscilaba lentamente con el viento. Qué dulces eran aquellos perfumes del verano naciente. Estaba tan cansada, que la taza se deslizó entre sus dedos; para qué luchar por retener el asa, si aquello no era más que porcelana. John estaba en el invernadero, no oiría ningún ruido. A ella le gustaba el modo en que cortaba los rosales trepadores.

Qué extraño, ella pensaba en él y ahí estaba, al final de ese camino. Cómo se parecía a su padre, tenía su dulzura, aquella misma reserva, una elegancia natural. ¿Quién era esa niña que lo cogía de la mano? No era Emily. Agitaba aquella bufanda que ella llevaba el día en que la había llevado a la noria. Le indicó que se acercara.

Los rayos del sol eran cálidos; los sentía en su piel. No había de tener miedo, pues había dicho lo esencial. ¿Un último trago de café, quizá? El recipiente estaba en el velador, tan cerca y ya tan lejos de ella. Un pájaro pasaba por el cielo; esa noche sobrevolaría Francia.

John iba hacia ella. Ojalá fuera hacia la maleza. Valía más estar sola.

La cabeza le pesaba demasiado. La dejó deslizarse hacia el hombro. Tenía que mantener los párpados todavía un poco abiertos, impregnarse de todo lo que había allí. Querría ver las magnolias, inclinarse sobre las rosas. La luz se apagaba; el sol era menos cálido; el pájaro se había ido. La niña le hacía gestos, y su padre le sonreía. Cielos, qué bella era la vida cuando se iba… Y la taza rodó en la hierba.

Se mantenía completamente derecha en la tumbona, con la cabeza colgando, algunos trozos de porcelana a sus pies.

John dejó sus herramientas y corrió por el camino, gritando su nombre.

Yvonne acababa de morir en un jardín de Kent.


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