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– Ahora eres tú el que bromea.

– ¿Por qué lo haces?

– Por los dos. Me has preguntado a cuándo se remonta la última vez que he hecho algo por alguien que no sea yo; ahora podría responderte.

Antoine se levantó.

– Ya no tengo hambre. ¿Te parece que nos vayamos?

Mathias empujó su silla. Abandonaron la mesa y cerraron detrás de ellos la puerta de servicio.

Pasearon por la ribera, cada uno respetando el silencio del otro. Acodado en la balaustrada de un puente que estaba suspendido sobre el Támesis, Antoine cogió el último cigarro que quedaba en su bolsillo. Lo hizo rodar entre sus dedos y encendió una cerilla.

– De todos modos, yo no querría otro niño -dijo Mathias con una sonrisa.

– Creo que yo sí-respondió Antoine a la vez que le tendía el cigarro.

– Ven, crucemos, desde el otro lado la vista es más bella -repuso Mathias.

– ¿Vendrás mañana?

– No, creo que es mejor que no nos veamos durante un tiempo; pero te telefonearé el domingo para saber cómo han ido las obras.

– Comprendo -dijo Antoine.

– Voy a llevar a Emily de viaje. No pasa nada si falta al colegio una semana. Necesito pasar tiempo con ella, pues tenemos que hablar.

– ¿Tienes proyectos? -preguntó Antoine.

– Sí, de eso quiero hablar con ella.

– Y conmigo, ¿ya no quieres hablar?

– Sí -respondió Mathias-, pero con ella primero.

Un taxi atravesaba el puente, y Mathias lo llamó. Antoine subió. Mathias cerró la puerta y se inclinó sobre la ventanilla.

– Vuelve tú, yo todavía caminaré un rato.

– De acuerdo -respondió Antoine-. ¿Has visto la hora? -dijo, mirando el reloj-. Conozco a una canguro que me va echar una bronca en cuanto vuelva.

– No te preocupes por la señora Doubtfire, me he ocupado de todo.

Mathias esperó a que el taxi se alejara. Metió sus manos en los bolsillos de la gabardina y reanudó la marcha. Eran las dos y veinte. Cruzó los dedos para que se cumpliera su tercera resolución.

Antoine entró en la casa y miró el taquillón. El salón estaba en la penumbra, iluminado por el centelleo de la pantalla de televisión.

Dos pies sobresalían del extremo del sofá: uno llevaba un calcetín rosa, y el otro, uno azul. Se dirigió hacia la cocina y abrió el refrigerador. En la rejilla, las latas de soda estaban alineadas según el color. Las desplazó una tras otra para ponerlas en desorden y volvió a cerrar la puerta. Llenó un vaso de agua del grifo y se lo bebió de un solo trago.

Al volver al salón, descubrió a Sophie. Dormía profundamente. Antoine se quitó la chaqueta para taparle los hombros. Se inclinó hacia ella, le acarició los cabellos, depositó un beso en su frente y se deslizó hasta sus labios. Apagó la televisión y se dirigió hacia el otro extremo del sofá. Levantó delicadamente las piernas de Sophie, se sentó sin hacer ruido y las apoyó en sus rodillas. Al fin, se hundió en los cojines, buscando una posición para dormir. Cuando dejó de moverse, Sophie abrió un ojo, sonrió y lo volvió a cerrar enseguida.


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