A la euforia del domingo, le sucedió la primera semana de vida en común. Empezó con un desayuno inglés preparado por Antoine. Antes de que la familia al completo bajara, deslizó discretamente una nota bajo la taza de Mathias, se secó las manos en el delantal, y gritó a quienes quisieran escucharlo que los huevos iban a enfriarse.
– ¿Por qué hablas tan alto?
Antoine se sobresaltó, pues no había oído llegar a Mathias.
– Nunca había visto a nadie tan concentrado en la preparación de dos tostadas.
– ¡La próxima vez te las tostarás tú! -le respondió Antoine a la vez que le tendía su plato.
Mathias se levantó para servirse una taza de café y vio la nota de Antoine.
– ¿Qué es esto? -preguntó él.
– Enseguida lo leerás, siéntate y come mientras esté caliente.
Los niños llegaron en tromba y pusieron fin a su conversación. Emily señaló con un dedo acusador el reloj, iban a llegar tarde a la escuela.
Con la boca llena, Mathias se levantó de un bote, se puso el abrigo, cogió a su hija de la mano y la llevó hacia la puerta. Emily apenas tuvo tiempo de coger la barra de cereales que Antoine le lanzó desde la cocina y, cuando se quiso dar cuenta, se vio, con la cintera a la espalda, corriendo por la acera de Clareville Grove.
Mientras atravesaban Oíd Brompton Road, Mathias leyó la nota que se había llevado y se detuvo de golpe. Cogió enseguida su portátil y marcó el número de casa.
– ¿A qué viene esta historia de volver a casa como muy tarde a medianoche?
– Bueno, vuelvo a empezar: regla número 1, nada de canguros; regla número 2, no se pueden llevar mujeres a casa; y regla número 3, podemos quedar en las doce y media de la noche, pero es lo máximo que voy a ceder.
– ¿Acaso tengo cara de Cenicienta?
– Las escaleras crujen, y no tengo ganas de que nos despiertes todas las noches.
– Pues me quitaré los zapatos.
– Bueno, de cualquier forma, preferiría que te los quitases al entrar.
Y Antoine colgó.
– ¿Qué quería? -preguntó Emily, tirándole vigorosamente del brazo.
– Nada -farfulló Mathias-. Y a ti, ¿cómo te prueba la vida en pareja? -preguntó a su hija mientras cruzaban la calle.
El lunes, Mathias fue a buscar a los niños a la escuela. El martes, fue el turno de Antoine. El miércoles, a la hora del desayuno, Mathias cerró la librería para ir, como padre acompañante, con la clase de Emily a visitar el museo de Historia Natural. La niña necesitó la ayuda de dos amigas para sacarlo de la sala donde se exponían las reproducciones a tamaño real de los animales de la era jurásica. Su padre se negaba a moverse hasta que el tiranosaurio mecánico no hubiera soltado al tiranodon que sacudía con sus mandíbulas. A pesar de la oposición de la maestra, Mathias consiguió que cada niño probara con él el simulador de terremotos. Un poco más tarde, como sabía que la señora Wallace se negaría también a que asistieran al nacimiento del universo, proyectado en la bóveda del planetario a las doce y cuarto, se las ingenió para librarse de ella a las doce y once minutos, aprovechando el momento en que se fue al lavabo. Cuando el jefe de seguridad le preguntó cómo había podido perder a veinticuatro niños de golpe, la señora Wallace supo de repente dónde estaban sus alumnos. Al salir del museo, Mathias los invitó a todos a gofres para hacerse perdonar. La maestra de su hija aceptó comer uno, y Mathias le insistió para que se comiera un segundo, cubierto con crema de castañas. El jueves, Antoine se encargaba de las compras, mientras que Mathias lo hacía el viernes. En el supermercado, los tenderos no entendieron ni una palabra de lo que él se esforzaba en pedirles; así, se fue a buscar la ayuda de una cajera que resultó ser española; una clienta quiso echarle una mano, pero debía de ser sueca o danesa, cosa que Mathias no llegó a saber nunca, aunque eso tampoco cambiaba nada su situación. Cuando ya no pudo más, cogió su teléfono móvil y llamó a Sophie en las secciones pares, y a Yvonne en las impares. Finalmente, decidió que la palabra «costillas», apuntada en la lista, podía leerse perfectamente; mientras que s «pollo», después de todo, Antoine podía haberlo escrito mejor.
El sábado fue un día lluvioso, y todos se quedaron en casa a estudiar. El domingo por la tarde, una tremenda risa alocada estalló en el salón donde Mathias y los niños jugaban. Antoine levantó la mirada de sus bosquejos y vio el rostro relajado de su mejor amigo, y en ese momento pensó que la felicidad se había instalado en su vida.
El lunes por la mañana, Autrey se presentó ante la verja del Liceo francés. Mientras ella se entrevistaba con el director, su operario de cámara filmaba el patio del recreo.
– Detrás de esa ventana el general De Gaulle lanzó el llamamiento del 18 de junio -dijo el señor Bécherand, a la vez que señalaba la fachada blanca del edificio principal.
La escuela francesa Charles-de-Gaulle proporcionaba una enseñanza de renombre a más de dos mil alumnos, desde primaria hasta el bachillerato. El director le hizo visitar varias clases y la invitó, si ella lo deseaba, a participar en la reunión de profesores que tendría lugar esa misma tarde. Autrey aceptó con entusiasmo. Para su reportaje, el testimonio de los profesores sería muy valioso, así que pidió poder entrevistar a algunos profesores, y el señor Bécherand le respondió que sólo tenía que ponerse de acuerdo directamente con cada uno de ellos.
Como todas las mañanas, Bute Street era un hervidero. Sus camionetas de reparto llegaban una detrás de otra para aprovisionar a los numerosos comercios de la calle. En la terraza del Coffee Shop, que estaba junto a la librería, Mathias disfrutaba de un capuchino mientras leía el periódico, y destacaba un poco en medio de todas las mamas que estaban allí después de haber dejado a sus niños en la escuela. En el otro lado de la calle, Antoine estaba en su oficina. Sólo le quedaban unas horas para acabar un estudio que tenía que presentar a última hora de la tarde a uno de los clientes más importantes de la agencia, y además, le había prometido a Sophie redactarle una nueva carta.
Después de una mañana sin descanso, y entrada ya la tarde, invitó a su jefe de agencia a hacer una pausa muy merecida para el almuerzo. Cruzaron la calle para ir al local de Yvonne.
No se entretuvieron mucho en comer. Los clientes no tardarían en llegar, y todavía había que imprimir los planos. Tras dar cuenta del último bocado, McKenzie se escabulló.
En la puerta, le susurró: «Hasta la vista, Yvonne», a lo que ella respondió, sin levantar la mirada del libro donde llevaba la contabilidad: «Sí, sí, eso es, hasta la vista McKenzie».
– ¿No le puedes pedir a tu jefe que me dé un respiro?
– Está enamorado de ti. ¿Qué quieres que haga?
– ¿Sabes cuántos años tengo?
– Sí, pero es británico.
– Eso no lo justifica todo.
Ella cerró el registro y suspiró.
– Voy a abrir un buen Burdeos, ¿te apetece una copa?
– No, pero me encantaría que vinieras a bebértelo conmigo.
– Prefiero quedarme aquí, da mejor impresión a los clientes.
La mirada de Antoine recorrió la sala desierta; dándose por vencida, Yvonne descorchó la botella y se unió a él con la copa en la mano.
– ¿Qué va mal? -le preguntó él.
– No voy a poder seguir así por mucho más tiempo, estoy demasiado cansada.
– Contrata a alguien para ayudarte.
– No obtengo suficientes beneficios; si contrato a alguien, tendré que cerrar, y te puedo asegurar que no me falta mucho para hacerlo.
– Habría que remozar este local.
– Más bien habría que remozar a la propietaria -suspiró Yvonne-. Y además, ¿con qué dinero?
Antoine sacó un lápiz de minas del bolsillo de su abrigo y empezó a dibujar un esbozo en el mantelito de papel.
– Mira, llevo pensándolo un tiempo, creo que podemos encontrar una solución.
Yvonne se ajustó las gafas, y sus ojos se iluminaron con una sonrisa llena de ternura.
– ¿Llevas mucho tiempo pensando en la sala de mi restaurante?
Antoine llamó a McKenzie desde el teléfono de la barra para pedirle que empezaran la reunión sin él, pues iba a llegar un poco tarde. Colgó y volvió junto a Yvonne.
– Bueno, ¿te lo puedo explicar ahora?
Aprovechando un momento de calma de la tarde, Sophie fue a visitar a Mathias para llevarle un ramo de rosas de jardín.
– Un pequeño toque femenino no hará ningún daño -dijo ella, poniendo el jarrón cerca de la caja.
– ¿Por qué? ¿Te parece demasiado masculino este sitio?
El teléfono sonó. Mathias se excusó con Sophie y descolgó.
– Desde luego que puedo ir a la reunión de padres de alumnos… Sí, esperaré a que vuelvas para acostarme… ¿Vas tú a buscar a los niños, entonces?… ¡Sí, yo también, un beso!
Mathias colgó. Sophie lo miró fijamente y se volvió a trabajar.
– ¡Olvídate de todo lo que acabo de decir! -añadió ella, riendo, y cerró la puerta de la librería.
Mathias llegó tarde. A su favor podía decirse que había tenido mucho trabajo en la librería. Cuando entró en la escuela, el patio de recreo estaba desierto. Tres profesores que hablaban en el porche acababan de volver a sus respectivas clases. Mathias rodeó el muro y se puso de puntillas para mirar por una ventana. El espectáculo era bastante extraño. Tras los pupitres, los adultos habían ocupado el lugar de los niños. En la primera fila, una mamá estaba levantando la mano para hacer una pregunta y un padre agitaba la suya para llamar la atención de la maestra. Decididamente los que fueron los empollones de la clase lo serían toda su vida.
Mathias no tenía ni idea del lugar al que tenía que ir; si no cumplía su promesa de reemplazar a Antoine en la reunión de padres de alumnos de Louis, tendría que oír sus quejas durante meses. Para gran alivio suyo, una joven mujer estaba cruzando el patio. Mathias corrió hacia ella.
– Señorita, ¿dónde están las CM2A, por favor?
– Llega demasiado tarde, la reunión acaba de terminar, salgo de ella en este mismo instante.
De repente, reconoció a su interlocutora. Mathias se felicitó por la suerte que acababa de tener. Audrey estrechó la mano que él le tendía, gesto que la cogió desprevenida.
– ¿Le ha gustado el libro?
– ¿El Lagarde y Michard?
– Necesito que me haga usted un favor enorme. Yo soy CM2B, pero el padre de Louis está ocupado en su oficina, así que me pidió que…