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Capítulo 9

En la mesa estaban ya los cereales y los tarros de mermelada para el desayuno. Imitando los gestos de su padre, Louis leía el periódico, mientras Emily revisaba su lección de historia. Aquella mañana tenía un control. Levantó la mirada de su libro y vio que Louis se había puesto las gafas que a veces utilizaba Mathias. Ella le tiró una bolita de pan. Una puerta se abrió en el primer piso. Emily saltó de su silla, abrió el frigorífico y cogió la botella de zumo de naranja. Sirvió un gran vaso que puso en el sitio de Antoine, inmediatamente después, cogió la cafetera y llenó la taza. Louis dejó su revista para echarle una mano, metió dos rebanadas de pan en la tostadora, la puso en marcha y ambos volvieron a sentarse como si nada.

Antoine bajaba por la escalera, con cara somnolienta; miró a su alrededor y le agradeció a los niños que hubieran preparado el desayuno.

– No hemos sido nosotros -dijo Emily-, ha sido papá, ha subido a ducharse.

Sorprendido, Antoine cogió las tostadas y se instaló en su sitio. Mathias bajó diez minutos más tarde y le aconsejó a Emily que se diera prisa. La niña besó a Antoine y cogió su mochila de la entrada.

– ¿Quieres que lleve a Louis? -preguntó Mathias.

– Si quieres. ¡No tengo ni la menor idea del país en el que está aparcado mi coche!

Mathias buscó en su bolsillo y dejó las llaves y una multa en la mesa.

– ¡Lo siento, ayer llegué demasiado tarde, ya te habían multado!

Le hizo una señal a Louis para que se apresurara, y salió con los niños. Antoine cogió la multa y la estudió atentamente. La infracción por aparcar en una zona reservada para los bomberos se había producido en Kensington High Street a las doce y veinticinco de la noche.

Se levantó para servirse otra taza de café, miró la hora en el reloj y subió corriendo a prepararse.

– ¿Estás nerviosa por tu control? -preguntó Mathias a su hija al entrar en el patio.

– ¿Ella o tú? -intervino Louis, malintencionado.

Emily tranquilizó a su padre con un gesto de cabeza. Ella se paró en la línea que delimitaba el suelo el campo de baloncesto. La raya roja no señalaba el área de las canastas, sino la frontera a partir de la cual su padre debía devolverle la libertad. Sus compañeros de clase la esperaban bajo el porche. Mathias vio a la verdadera señora Morel apoyada en un árbol.

– Ha estado bien que estudiaras este fin de semana, así has conseguido la pole position -dijo Mathias para intentar darle ánimos.

Emily se plantó frente a su padre.

– ¡Esto no es una carrera de Fórmula 1, papá!

– Lo sé, pero ¿tan malo es imaginar un pequeño podium?

La niña se alejó en compañía de Louis, dejando a su padre solo en medio del patio. Él la vio desaparecer detrás de la puerta de la clase y volvió a irse, algo inquieto.

Cuando entró en Bute Street, se dio cuenta de que Antoine estaba instalado en la terraza del Coffee Shop, así que fue a sentarse a su lado.

– ¿Crees que ella debe presentarse a las elecciones de representante de la clase? -preguntó Mathias tras degustar el capuchino de Antoine.

– Eso depende de si piensas inscribirla en la lista del consejo municipal, no estoy al tanto del límite de mandatos.

– Veo que no esperáis a las vacaciones para discutir -dijo Sophie, de buen ánimo, al reunirse con ellos.

– Pero si nadie está discutiendo -repuso enseguida Antoine.

Bute Street volvía a la vida, y los tres aprovechaban la situación plenamente para saborear su desayuno de comentarios burlones sobre las personas que pasaban, y de algunas jugarretas.

Sophie tuvo que abandonarlos, pues dos clientes esperaban ante la puerta de su tienda.

– Yo también me voy, es hora de abrir la librería -dijo Mathias, levantándose. No toques la cuenta, invito yo.

– ¿Tienes a alguien más? -preguntó Antoine.

– ¿Puedes precisar qué quieres decir exactamente con «alguien más»? Porque te aseguro que me has inquietado.

Antoine cogió la cuenta de las manos de Mathias y la reemplazó por la multa que le había dado en la cocina.

– Nada, olvídalo, era algo ridículo -dijo Antoine con voz triste.

– Ayer por la noche necesitaba tomar el aire, el ambiente en casa era un poco agobiante. ¿Qué pasa, Antoine? Desde ayer llevas una cara muy larga.

– He recibido un correo electrónico de Karine. No puede hacerse cargo de su hijo en Semana Santa. Lo peor es que quiere que le explique a Louis por qué no tiene opción, y yo ni siquiera sé cómo anunciarle la noticia.

– ¿Y a ella qué le has dicho?

– Karine está salvando el mundo, ¿qué quieres que le diga? Louis va a hundirse, y me va a tocar a mí cargar con ello -continuó Antoine con voz temblorosa.

Mathias volvió a sentarse junto a Antoine. Apoyó su brazo en el hombro de su amigo y lo apretó contra él.

– Tengo una idea -dijo él-, ¿y si durante las vacaciones de Semana Santa nos llevamos a los niños a cazar fantasmas a Escocia? He leído un artículo sobre un circuito organizado que incluye visitas a viejos castillos encantados.

– ¿No crees que son un poco jóvenes? Tal vez se asusten, ¿no?

– Eres tú el que va a pasar el mal rato de su vida.

– ¿Y ya estarás libre tú, con la librería y demás?

– La clientela escasea cuando no hay colegio, así que cerraré cinco días. No será el fin del mundo.

– ¿Cómo sabes tanto de tu clientela si nunca has estado aquí en ese período del año?

– Lo sé, pero da igual. Me ocupo de los billetes y de la reserva de hotel. Y esta noche, díselo tú a los niños.

Miró a Antoine el tiempo suficiente para asegurarse de que su amigo había recuperado la sonrisa.

– ¡Ah! Olvidaba un detalle importante. Si nos cruzamos de verdad con un fantasma, tendrás que ocuparte tú de él, porque todavía no domino el inglés lo suficiente. ¡Hasta luego!

Mathias volvió a dejar la multa en la mesa y se fue finalmente a la librería.

Cuando Antoine reveló durante la cena, ante la mirada cómplice de Mathias, el destino que habían elegido para sus vacaciones, Emily y Louis se alegraron tanto que empezaron a hacer enseguida el inventario de los equipos que deberían llevarse para enfrentarse a todos los peligros posibles. El apogeo de ese momento de felicidad tuvo lugar cuando Antoine les dio dos máquinas de fotos desechables, equipadas cada una con un filtro especial para iluminar los sudarios.

Cuando los niños ya estaban acostados, Antoine entró en la habitación de su hijo y fue a sentarse en la cama junto a él.

Antoine estaba inquieto, tenía que compartir con Louis un problema que le preocupaba: su mamá no podría ir con ellos a Escocia. Él había jurado no decir nada, pero daba igual: la verdad es que tenía un miedo terrible a los fantasmas. Así que no sería muy amable imponerle ese viaje. Louis pensó en ello un momento y estuvo de acuerdo en que no sería muy educado. Entonces, juntos, prometieron que, para que les perdonara que la abandonaran esa vez, Louis pasaría todo el mes de agosto con ella a la orilla del mar. Antoine le contó el cuento de esa noche, y, cuando la respiración apacible del niño le indujo a creer que se había dormido, su papá volvió a salir de puntillas.

Cuando Antoine estaba cerrando suavemente la puerta, oyó que su hijo le preguntaba con una voz apenas audible si, en agosto, su mamá vendría de verdad de África.

La semana de Mathias y de Antoine pasó a toda velocidad; la de los dos niños, que contaban los días que los separaban todavía de los castillos escoceses, mucho más lentamente. Por otro lado, en casa habían llegado a cierto equilibrio, e incluso cuando Mathias salía a menudo por la noche, a tomar el aire al jardín con su móvil pegado a la oreja, Antoine se guardaba mucho de hacerle la menor pregunta.

El sábado fue un verdadero día de primavera, y todos decidieron irse de paseo al lago de Hyde Park. Sophie, que se había unido a ellos, intentó sin éxito alimentar a una garza. Para gran regocijo de los niños, el ave se alejaba en cuanto ella se acercaba, y volvía cuando se alejaba.

Mientras Emily repartía sin pensárselo su paquete de galletas, desmigadas por una buena causa, entre las ocas de Canadá, Louis se encargaba de salvar a los patos mandarínes de una indigestión segura, corriendo tras ellos. Durante todo el paseo, Sophie y Antoine caminaron uno junto al otro; Mathias los seguía unos pasos por detrás.

– Entonces, ¿qué siente el hombre de letras? -preguntó Antoine.

– Es complicado -respondió Sophie.

– ¿Conoces historias de amor sencillas? Me lo puedes contar, eres mi mejor amiga, no te juzgaré. ¿Está casado?

– ¡Divorciado!

– Entonces, ¿qué lo retiene?

– Sus recuerdos, me imagino.

– Es una muestra de cobardía como otra cualquiera. Un paso atrás, un paso adelante, se confunden las excusas con los pretextos, y uno se da buenas razones para vivir el presente.

– Viniendo de ti -replicó Sophie-, es una opinión un poco dura, ¿no te parece?

– Me parece que eres injusta. Tengo una profesión que me gusta, crío a mi hijo, su madre se fue hace cinco años; creo que he hecho lo que había que hacer para darle la espalda al pasado.

– ¿Te refieres a vivir con tu mejor amigo, o a enamorarte de una esponja? -repuso Sophie riéndose.

– Déjalo ya, eso es una leyenda.

– Eres mi mejor amigo, así que tengo derecho a decírtelo todo. Mírame a los ojos y atrévete a decirme que puedes dormir tranquilo sin que tu cocina esté ordenada.

Antoine desordenó los cabellos de Sophie.

– ¡Eres una verdadera perra!

– No, pero tú sí que estás hecho un maniático.

Mathias aminoró el paso. Cuando consideró que estaba a una distancia adecuada, escondió el móvil en la palma de la mano y escribió un mensaje que envió enseguida.

Sophie se cogió del brazo de Antoine.

– Seguro que en treinta segundos Mathias dice algo.

– ¿Qué quieres decir? ¿Se pone celoso?

– ¿De nuestra amistad? Desde luego -repuso Sophie-. ¿No te habías dado cuenta? Cuando él estaba en París y me llamaba por la noche para que le contara las novedades…

– ¿Te llamaba por la noche para enterarse de las novedades? -preguntó Antoine, interrumpiéndola.

– Sí, dos o tres veces a la semana; te decía entonces que cuando me llamaba para enterarse de las novedades…

– ¿De verdad te llamaba cada dos días? -la interrumpió de nuevo Antoine.

– ¿Puedo terminar mi frase?

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