Durante todo el trayecto, la conversación se limitó a las indicaciones que le daba Audrey. A bordo del viejo coche, sus silencios sólo se rompían por las palabras «derecha», «izquierda», «todo recto», y a veces, «conduces por el lado equivocado». La dejó frente a una pequeña casa, construida por completo con ladrillos rojos.
– Siento mucho lo que ha pasado, estuve atrapado en un atasco -dijo Mathias, apagando el motor.
– No te he reprochado nada -dijo Audrey.
– De todos modos -repuso Mathias sonriendo-, excepto en contadas ocasiones, apenas me has dirigido la palabra durante toda la cena. Si la vida de ese tenor narcisista hubiera sido la de Moisés, no te habrías mostrado más interesada por lo que estaba contando; te deleitabas con sus palabras. En cuanto a mí, me ha dado la impresión de tener catorce años y estar en la picota toda la noche.
– ¿Estás celoso? -dijo Audrey divertida.
Se miraron fijamente,-sus rostros empezaron poco a poco a acercarse y, cuando estaban a punto de besarse en los labios, ella inclinó la cabeza y la posó sobre el hombro de Mathias. Él le acarició la mejilla y la abrazó.
– ¿Sabrás volver? -preguntó ella con voz aterciopelada.
– Prométeme que vendrás a verme.
– Vete, mañana te llamo.
– No puedo irme, todavía estás en el coche -respondió Mathias, que todavía sujetaba la mano de Audrey con la suya.
Ella abrió la puerta y se alejó con una sonrisa. Su silueta desapareció en el jardín que rodeaba la casa. Mathias retomó el camino hacia el centro de la ciudad; la lluvia volvía a caer. Después de haber cruzado Londres de este a oeste, de norte a sur, fue a parar dos veces a Piccadilly Circus, dio media vuelta frente a Marble Arch y se preguntó un poco más tarde cómo podía haber vuelto a llegar a orillas del Támesis. A las dos y media pasadas, acabó prometiéndole veinte libras esterlinas a un taxista si éste aceptaba indicarle el camino hasta South Kensington. Con esa buena escolta, llegó por fin a su destino, hacia las tres de la mañana.