– Señor Glover -insistió Mathias-, ¡deje de llamarme Popinot!
El viejo librero miró el paragüero que estaba junto a la entrada desesperadamente vacío. Con un gesto perfectamente calculado, lanzó el suyo.
– Se lo regalo. Que tenga un buen día, Popinot.
El señor Glover abandonó la librería. Había visto suficiente. El sol acababa de salir entre las nubes, y las aceras de Bute Street brillaban bajo sus rayos: era un bonito día.
Mathias oyó la voz de Antoine que gritaba desde el teléfono. Volvió a coger el aparato.
– Ocúpate de las croquetas, que yo me las apañaré. Ve a buscar a los niños y os veré en casa.
Mathias colgó y miró su reloj; volvió a coger el teléfono y marcó el número de una periodista que ya debía de estar esperándolo.
Audrey esperaba delante de la puerta del Royal Albert Hall. Aquella tarde, había un concierto de góspel. Había podido conseguir dos entradas, los sitios estaban en platea, en el lugar más caro del gran hemiciclo. Bajo su impermeable, ajustado en la cintura, llevaba un vestido negro escotado, simple y elegante.
Antoine pasaba por delante del escaparate con los dos niños. Mathias fingió estar absorto en su libro de contabilidad, esperó a que hubieran subido la calle, avanzó hasta el umbral para verificar que había vía libre y giró el rótulo. Cerró con llave y corrió en dirección opuesta. Saltó dentro de un taxi que estaba parado frente a la entrada del metro de South Kensington y le dio el papel en el que había escrito la dirección donde había quedado. Llamó a Audrey en vano, pues su móvil no daba señal.
La circulación era tan densa en Kensington High Street que los coches iban casi parados desde Queen's Gate. El conductor del taxi informó amablemente a su pasajero de que había un concierto en el Royal Albert Hall, y que seguramente semejante atasco se debía a ello. Mathias le respondió que lo dudaba un poco, porque precisamente él iba allí. Como no aguantaba más, Mathias pagó la carrera y decidió hacer el resto del camino a pie. Se puso a correr lo más rápido que pudo y llegó sin aliento a la entrada principal. El vestíbulo del gran teatro estaba desierto. Sólo quedaban unos cuantos agentes de seguridad. Uno de ellos le informó de que el espectáculo había empezado. Valiéndose de la mímica, Mathias intentó explicarle que la persona que lo acompañaba estaba allí. Fue en vano. No podían dejarlo pasar sin entrada.
Una vendedora de programas que hablaba francés fue en su ayuda. Enya estaba haciendo una sustitución. Le dijo que el telón volvería a caer alrededor de la medianoche. Él le compró un programa y le dio las gracias.
Impotente, Mathias decidió entrar. En la calle, reconoció el taxi que lo había llevado, levantó la mano, pero el coche siguió su camino. Dejó un mensaje en el móvil de Audrey, balbuceando algunas torpes palabras de disculpa, y perdió la poca sangre fría que le quedaba cuando empezó a llover. Empapado y tarde, llegó a su casa.
Emily se levantó del sofá para ir a darle un beso a su padre.
– ¡Haz el favor de quitarte el impermeable, estás chorreando sobre el parqué! -dijo Antoine desde la cocina.
– Buenas noches -respondió Mathias toscamente.
Cogió un trapo y se secó el pelo. Antoine puso los ojos en blanco. Sin ganas de tener una escena, Mathias fue a reunirse con los niños.
– ¡A la mesa! -dijo Antoine.
Todo el mundo se instaló alrededor de la cena. Mathias miró la cacerola de arroz blanco.
– ¿No habíamos quedado en croquetas?
– Sí, a las ocho y cuarto habíamos quedado en croquetas, pero a las nueve y cuarto se han quemado.
Louis se inclinó hacia él para preguntarle si no podía llegar tarde más a menudo cuando su padre hiciera croquetas, pues las odiaba. Mathias tuvo que aguantarse la risa.
– ¿Qué más hay en el frigorífico?
– Un salmón entero, pero hay que cocinarlo.
Mathias abrió la nevera silbando.
– ¿Tienes bolsas de congelado?
Perplejo, Antoine señaló el estante de arriba. Mathias colocó el salmón en la tabla de trabajo, lo sazonó, lo metió en una bolsa de plástico y cerró el cierre hermético. Abrió el lavavajillas, colocó el pescado envuelto de esa guisa en medio de la bandeja de los vasos y cerró la puerta. Giró el programador y fue a lavarse las manos al fregadero.
– Programa corto, ¡estará listo en diez minutos!
Y diez minutos más tarde, ante la mirada atónita de Antoine, volvió a abrir el lavavajillas y sacó, en medio de una nube de vapor, un salmón perfectamente hecho.
TV5 volvía a emitir La Grande Vadrouille. Mathias giró su silla para mejorar su ángulo de visión. Antoine cogió el mando a distancia y apagó el televisor.
– ¡Cuando estamos en la mesa, no se ve la tele, porque si no, no hablamos!
Mathias se cruzó de brazos y miró fijamente a su amigo.
– ¡Te escucho!
Se quedaron en silencio durante algunos minutos. Con una satisfacción que no intentó ocultar, Mathias volvió a coger el mando y a encender la televisión. Cuando terminaron de cenar, todos se instalaron en el sofá, a excepción de Antoine, que se dedicó a poner orden en la cocina.
– ¿Vas a acostar a los niños? -preguntó él mientras secaba un plato.
– Vemos el final y me los subo -respondió Mathias.
– He visto esa película treinta y dos veces, y queda todavía una hora; es tarde, podrías haber llegado antes. Haz lo que quieras, pero Louis se va a la cama.
Emily, que a menudo daba muestras de una madurez mayor que los dos adultos que llevaban picándose desde el inicio de la noche, decidió que la tensión del ambiente justificaba plenamente que se subiera a acostar a la misma hora que Louis. Obligada por la solidaridad, cogió a su compañero de la mano y subió la escalera.
– ¡Mira que eres pesado! -dijo Mathias mientras los veía desaparecer en sus habitaciones.
El mismo también subió, dejando a Antoine con la palabra en la boca.
Mathias volvió a bajar diez minutos más tarde.
– Se han cepillado los dientes y las manos, he dejado las orejas, pero esperaremos a la próxima revisión.
Antoine fue hacia él.
– Es importante que nos mostremos unidos ante los niños -dijo él con un tono conciliador.
Mathias no respondió, cogió un puro del bolsillo de su chaqueta y encendió un mechero.
– ¿Qué haces? -preguntó Antoine.
– Monte Cristo Especial n.° 2; lo siento, pero sólo tengo uno.
Antoine se lo quitó de los labios.
– ¡Regla n.° 4, no fumes en casa! -dijo Antoine a la vez que lo olisqueaba.
Mathias volvió a coger el puro de las manos de Antoine y salió, exasperado, al jardín. Antoine tomó la dirección opuesta y fue a sentarse detrás de su mesa, encendió el ordenador, suspiró y fue a reunirse con Mathias. Cuando se sentó en el pequeño banco a su lado, Mathias estuvo a punto de decirle que entendía por qué la madre de Louis se había ido a vivir tan lejos como a África, pero la amistad que unía a los dos hombres protegía a uno y a otro de los golpes bajos.
– Tienes razón, soy pesado -dijo Antoine-, pero es más fuerte que yo.
– Me pediste que te volviera a enseñar a vivir, ¿lo recuerdas? Entonces, empieza por tranquilizarte. Das demasiada importancia a cosas que no la tienen. ¿Qué problema había en que Louis se acostara más tarde hoy?
– Pues que mañana en la escuela habría estado rendido.
– ¿Y qué? ¿No te parece que a veces el recuerdo de una bonita noche de infancia vale todas las clases de historia del mundo?
Antoine miró a Mathias, que parecía relajado. Le cogió el puro de las manos, lo encendió y le dio una larga calada.
– ¿Tienes las llaves del coche? -preguntó Mathias.
– ¿Por qué?
– Está mal aparcado, te van a poner una multa.
– Me voy muy pronto mañana.
– Dámelas, le buscaré un buen sitio.
– Pero si ya te he dicho que por la noche no hay problema…
– Y yo te digo que ya has agotado tu cuota de noes de hoy.
Antoine le ofreció las llaves a su amigo. Mathias le dio unas palmaditas en el hombro y se fue.
En cuanto se quedó solo, Antoine volvió a darle una nueva calada, y cuando la punta enrojecida se apagó, un chaparrón tan violento como repentino empezó a caer.
Las filas de sillones ya estaban casi vacías. Audrey fue hacia la salida principal y se presentó ante el guardia de seguridad que guardaba el acceso a las bambalinas. Le enseñó su carné de prensa; el hombre verificó su identidad en un registro y comprobó que la esperaban, tras lo cual se apartó para dejarla pasar.
Los limpiaparabrisas del Austin Healy apartaban la lluvia fina. Recordando el camino recorrido por el taxi, Mathias subió por Queen's Gate, siguiendo a los otros automóviles para no equivocarse en el sentido de la circulación. Aparcó en la acera del Royal Albert Hall y subió las escaleras corriendo.
Antoine miró por la ventana. En la calle, había dos sitios para aparcar libres, uno enfrente de la casa, y otro un poco más lejos. Incrédulo, apagó la luz y se fue a acostar.
Los alrededores del teatro estaban desiertos, la multitud se había dispersado. Una pareja le confirmó a Mathias que el espectáculo había acabado hacía media hora. Se volvió hacia el Austin Healey y descubrió una multa en el parabrisas. Oyó la voz de Audrey y se dio la vuelta.
Estaba sublime con su vestido de noche; el hombre que la acompañaba tenía unos cincuenta años y una buena percha. Le presentó a Alfred y le dijo que ambos estarían encantados de que fuera a cenar con ellos. Iban a ir al restaurante Aubaine, cuya cocina estaba abierta hasta tarde. Como Audrey tenía ganas de pasear, le sugirió a Mathias que se adelantara en el coche, y que empezara a hacer cola, pues las mesas del último turno estaban muy solicitadas. Ahora le tocaba a él. Ella ya la había hecho para recoger las entradas.
Al fin de la velada, Mathias probablemente sabía más sobre góspel y sobre la carrera de Alfred que su propio representante. El cantante le agradeció a Mathias la invitación. Audrey respondió por él que era lo mínimo, pues había disfrutado muchísimo durante el concierto. Alfred se despidió, debía irse, ya que al día siguiente, cantaba en Dublín.
Mathias esperó a que el taxi hubiera girado en la esquina. Miró a Audrey, que permanecía en silencio.
– Estoy cansada, Mathias, todavía tengo que cruzar todo Londres. Gracias por la cena.
– ¿Puedo al menos llevarte?
– ¿A Brick Lane… en coche?