Y mientras le hablaba de sus ojos, los vio llenarse de lágrimas. Su cólera desapareció instantáneamente. Antoine cogió a Mathias por el hombro y le dejó desahogar su pena.
– Lo siento, tío, va, cálmate -dijo, estrechándolo contra él-. Quizá no esté perdido.
– Sí, está acabado -dijo Mathias, volviendo a salir de la casa.
Antoine lo dejó alejarse en la calle. Mathias tenía necesidad de estar solo.
Se detuvo en el cruce de Oíd Brompton. Allí era donde había cogido un taxi la última vez con Audrey. Un poco más lejos, pasó ante el taller de un fabricante de pianos. Audrey le había confiado que tocaba de vez en cuando y que fantaseaba con retomar los cursos. Pero, en el reflejo de la vitrina, era su propia imagen lo que detestaba.
Sus pasos lo guiaron hasta Bute Street. Vio el rayo de luz que pasaba bajo la persiana del restaurante de Yvonne, entró en el callejón y golpeó la puerta de servicio.
Yvonne dejó sus cartas y se levantó.
– Excusadme un minuto -dijo a sus tres amigas.
Daniéle, Colette y Martine gruñeron concertadamente. Si Yvonne abandonaba la mesa, perdía su turno.
– ¿Tienes gente? -dijo Mathias a la vez que entraba en la cocina.
– Puedes jugar con nosotras si quieres. Ya conoces a Daniéle, es tacaña pero farolea todo el rato. Colette está un poco achispada, y Martine es fácil de ganar.
Mathias abrió el refrigerador.
– ¿Tienes algo para picar?
– Los restos del asado de esta noche -respondió Yvonne mientras observaba a Mathias.
– Pensaba más bien en un dulce. Me sentaría bien. Pero, va, no te preocupes por mí, voy a encontrar mi felicidad allá dentro.
– ¡Viéndote la cara, dudo que la encuentres en mi frigorífico!
Yvonne volvió a la sala a reunirse con sus amigas.
– Has perdido la vez -dijo Daniéle, amontonando las cartas.
– Ha hecho trampas -anunció Colette, sirviéndose otro vaso de vino blanco.
– ¿Y yo? -dijo Martine, acercando su vaso-. ¿Quién te ha dicho que no tengo sed?
Colette miró tranquilizada la botella: todavía había para servir a Martine.
Yvonne cogió las cartas de las manos de Daniéle. Mientras las barajaba, sus tres compañeras volvieron la cabeza hacia la cocina. Y como la señora de la casa no chistaba, se encogieron de hombros y volvieron a su partida.
Colette tosió suavemente. Mathias acababa de entrar, se sentó a su mesa y las saludó. Daniéle le sirvió una baza sin preguntarle.
– ¿A cuánto la apuesta? -preguntó Mathias, inquieto al ver la suma amontonada en la mesa.
– ¡Cien y a callar! -respondió Daniéle con viveza.
– Paso -anunció enseguida Mathias, arrojando sus cartas.
Las tres colegas, que no habían tenido tiempo ni siquiera de mirar las suyas, le lanzaron una mirada incendiaria antes de tirarlas a su vez. Daniéle reagrupó las cartas del mazo, hizo cortar a Martine y repartió de nuevo. Una vez más, Mathias desplegó su baza y anunció a continuación que pasaba.
– ¿Quieres hablar quizá? -sugirió Yvonne.
– ¡Ah, no! -respondió al punto Daniéle-. Por una vez que no cotorreas entre partida y partida, ¡a callar!
– No se dirigía a Martine, ¡sino a él! -replicó Colette, señalando a Mathias con el dedo.
– ¡Pues bien, tampoco él habla! -respondió Martine-. Tan pronto como digo una palabra, se me echa la bronca. ¡Hace tres turnos seguidos que pasa, en tal caso que hable con su apuesta y que se calle!
Mathias tomó el mazo y repartió las cartas.
– Mira que envejeces mal, amiga mía -replicó Daniéle a Martine-. ¡No se está diciendo nada de hablar durante la partida, sino de dejarlo hablar! ¿No ves que está hecho polvo?
Martine reordenó sus cartas y cabeceó.
– Ah, vale, esto es diferente. Si debe hablar, entonces que hable. ¡Qué quieres que te diga!
Desplegó un trío de ases y recogió la apuesta. Mathias cogió su vaso y lo bebió de un trago.
– ¡Hay gente que hace dos horas de transporte público todos los días para ir a trabajar! -dijo hablando solo.
Las cuatro amigas se miraron sin decir una palabra.
– París sólo está a dos horas cuarenta -añadió Mathias.
– ¿Vamos a calcular el tiempo del trayecto a todas las capitales europeas, o vamos a jugar al póquer? -se quejó Colette.
Daniéle le dio un codazo para que se callara.
Mathias las miró alternativamente antes de retomar su letanía.
– Sin embargo, es complicado cambiar de ciudad y volver a vivir en París.
– Es menos complicado que inmigrar de Polonia en 1934, si quieres mi opinión -rezongó Colette a la vez que tiraba una carta.
Esta vez fue Martine la que dio un codazo.
Yvonne reprendió a Mathias con la mirada.
– ¡No parecía serlo tanto a comienzos de la primavera! -respondió vivamente.
– ¿Por qué dices eso? -preguntó Mathias.
– ¡Me has entendido muy bien!
– En todo caso, nosotras no hemos entendido nada -prosiguieron a coro las tres colegas.
– No es la distancia física lo que echa a perder a una pareja, sino lo que se instala en su vida. Por eso has perdido a Valentine, no porque la hayas engañado. Ella te quería demasiado como para no acabar por perdonarte un día. Pero tú estabas muy lejos de ella. Va siendo hora de que te decidas a crecer un poco, ¡intenta hacerlo al menos antes de que tu hija sea más madura que tú! ¡Ahora cállate, te toca jugar!
– Me parece que voy a abrir otra botella -anunció Colette, dejando la mesa.
Mathias había ahogado su tristeza en compañía de las cuatro hermanas Dalton. Aquella noche, volviendo a subir la escalera de la casa, tuvo un verdadero sentimiento de vértigo.
Al día siguiente, Antoine trajo a los niños de la escuela antes de irse enseguida. Tenía mucho trabajo en la agencia por culpa de la obra de Yvonne. Y puesto que Mathias corría en el parque para cambiar de idea, Sophie acabó por cuidarlos durante dos horas. Emily se dijo que si su padre quería cambiar de idea, debería haber elegido una mejor; ir a correr al parque no era muy astuto en su estado. Desde que su papá había comido gratinado de calabacines, tenía un aspecto espantoso y su vértigo empeoraba. Y como esto duraba ya dos días, debía de estar incubando algo.
Convino con Louis en no hacer comentario alguno. Con un poco de suerte, Sophie se quedaría a cenar, y cuando ella estaba allí, siempre era una buena noticia: delante de la tele con la cena en una bandeja, y acostarse tarde.
Precisamente aquella noche, Emily confió a su diario íntimo que había notado que algo no iba bien. En el momento en el que había oído el ruido de la caída en la escalera, le había dicho a Louis que había que pedir enseguida ayuda, y Louis añadió al margen que la ayuda en cuestión era su papá.
Antoine esperaba yendo arriba y abajo por el pasillo del centro médico. La sala de espera estaba llena a reventar. Cada cual esperaba su turno, hojeando las revistas descantilladas y apiladas en una mesa baja. Inquieto como estaba, no tenía ganas de leer.
Al fin, el médico salió de la sala de reconocimiento y fue a su encuentro. Le rogó que hiciera el favor de seguirlo y lo llevó aparte.
– No hay ninguna contusión cerebral, sólo un grueso hematoma en la frente, y las radiografías son completamente tranquilizadoras. Por prevención, hemos hecho una ecografía. No se ve gran cosa, pero la mejor noticia que puedo darle es que el bebé está bien.