Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Emocionada, Audrey miró su teléfono, acarició la pantalla y lo guardó en su bolsillo. La profesora de física suspiró y pudo, al fin, pasar la página de su libro. Acababa de leer la misma línea veinte veces.

Mathias empujó la puerta del local de Yvonne y le preguntó si podía sentarse en la terraza a tomar un café.

– Te lo traigo enseguida -dijo Yvonne a la vez que apretaba el botón de la cafetera.

Las sillas estaban todavía apiladas las unas sobre las otras. Mathias cogió una y se instaló confortablemente al sol. Yvonne le dejó la taza frente a él.

– ¿Quieres un cruasán?

– Dos -dijo Mathias-. ¿Necesitas que te eche una mano para montar la terraza?

– No, si pongo las sillas ahora, los clientes harán como tú y no estaré tranquila en la cocina. ¿Antoine no está contigo?

Mathias se bebió el café de un trago.

– ¿Me haces otro?

– ¿Va todo bien? -preguntó Yvonne.

Sentado a su mesa, Antoine consultaba su correo electrónico. Un pequeño sobre acababa de aparecer en la parte inferior de su pantalla: «Perdona por haberte abandonado este fin de semana. Almorcemos en el local de Yvonne a la una. Tu amigo, Mathias». Respondió tecleando el texto siguiente: «Perdona también por lo de ayer por la noche, te veo a la una en el local de Yvonne».

Después de abrir la librería, Mathias encendió su viejo Macintosh, leyó el mensaje de Antoine y respondió: «Nos vemos a la una, pero ¿por qué dices "también"?».

En ese mismo momento, en la sala de informática del Liceo francés, Emily y Louis apagaban el ordenador desde el que acababan de enviar esos mensajes.

Las playas de Calais se alejaban; el Eurostar iba a trescientos cincuenta kilómetros por hora sobre las vías francesas. El móvil de Audrey se puso a sonar, y en cuanto descolgó, la vieja dama sentada frente a ella dejó su libro.

La madre de Audrey estaba muy contenta por el regreso de su hija. Audrey tenía una voz diferente, no era la de costumbre. Era inútil que intentara escondérselo, su hija debía de haber conocido a alguien; la última vez que le había oído ese tono, Audrey le había anunciado su idilio con Romain… Sí, Audrey se acordaba muy bien de cómo había acabado su historia con Romain, y también de todas las noches que había pasado llorando al teléfono… Todos los hombres eran iguales… ¿Quién era ese chico nuevo? Pues claro que sabía que había un chico nuevo; de todos modos ella era la que… Efectivamente, había habido un encuentro, pero no se iba a precipitar; de todas maneras no tenía nada que ver Romain, y gracias por volver a meter el dedo en la herida, pero sí, la herida había cicatrizado, no era eso lo que había querido decir, sólo era que… No, no había vuelto a hablar con Romain desde hacía seis meses, salvo una vez el mes pasado por una historia de una maleta olvidada que él apreciaba aparentemente más que su dignidad…

Bueno, de todas maneras, no se trataba de Romain sino de Mathias. Sí, era un bonito nombre… Librero… Sí, también era un bonito oficio… No, no sabía si un librero se ganaba bien la vida, y «razón de más» no era la respuesta que esperaba de su madre…

Y además, para estar así, mejor sería cambiar de tema de conversación…

Sí, él vivía en Londres, y sí, Audrey sabía que la vida allí era cara, acababa de pasar un mes… Sí, un mes era suficiente, mamá, me agotas… Pero noooo, no tenía la intención de instalarse en Inglaterra, lo conocía desde hacía dos días…, desde hacía cinco días… No, no se había acostado con él la primera noche… Sí, era verdad que con Romain, ella había querido irse a vivir a Madrid con él al cabo de cuarenta y ocho horas, pero aquél no era necesariamente el hombre de su vida, por el momento sólo era un hombre formidable y no. no tenía que preocuparse por su trabajo, llevaba cinco años peleando por tener un día su propia emisión, ¡no iba a mandarlo todo al cuerno por haber conocido a un librero en Londres!… Sí, la llamaría en cuanto llegara a París, un beso para ella también.

Audrey volvió a meter el móvil en su bolsillo y respiró hondo. La anciana frente a ella volvió a coger su libro, pero lo abandonó enseguida.

– Disculpe si me meto donde no me importa -dijo ella al tiempo que empujaba las gafas sobre su nariz-, ¿hablaba usted del mismo hombre en las dos conversaciones?

Y como Audrey, estupefacta, no respondió, ella añadió:

– ¡Luego, que no vengan diciendo que pasar por este túnel no tiene ningún efecto sobre el organismo!.

Desde que se habían instalado en la terraza, no habían intercambiado una palabra.

– ¿Piensas en ella? -preguntó Antoine.

Mathias cogió un trozo de pan de la cesta y lo mojó en el bote de mostaza.

– ¿La conozco?

Mathias mordió el pan y empezó a masticar lentamente.

– ¿Dónde la conociste?

Esa vez, Mathias cogió su vaso y se lo bebió de un trago.

– Sabes que me lo puedes contar -repuso Antoine.

Mathias volvió a dejar el vaso en la mesa.

– Antes me lo contabas todo -añadió Antoine.

– Antes, como dices tú, no habíamos instaurado tus reglas en casa.

– Fuiste tú el que dijo que no lleváramos mujeres a casa; yo sólo dije que nada de canguros.

– ¡Eso es de críos, Antoine! Mira, esta noche voy a casa, si es lo que quieres saber.

– No vamos a hacer un drama porque nos hayamos impuesto ciertas reglas para la convivencia. Sé amable, haz un pequeño esfuerzo, es importante para mí.

Yvonne acababa de llevarles dos ensaladas y, tras poner los ojos en blanco, se volvió a la cocina.

– ¿Al menos eres feliz? -repuso Antoine.

– ¿Hablamos de otra cosa?

– Desde luego, pero ¿de qué?

Mathias rebuscó en el bolsillo de su chaqueta y sacó cuatro billetes de avión.

– ¿Has ido a sacarlos? -preguntó Antoine, cuyo rostro se iluminó.

– Pues no, ¿tú qué crees?

En cinco días, después de haber recogido a los niños a la salida de la escuela, se irían al aeropuerto y dormirían esa misma tarde en Escocia.

Al final de la comida, los dos amigos se habían reconciliado. No obstante, Mathias le precisó a Antoine que fijarse reglas no tenía ningún interés, a menos que fuera para intentar incumplirlas.

Era el primer día de la semana, así que era el turno de Antoine para ir a buscar a Emily y a Louis a la escuela. Mathias haría la compra al salir de la librería y prepararía la cena; Antoine acostaría a los niños. Menos por algunos choques, la vida de la casa estaba perfectamente organizada…

Por la noche, Antoine recibió una llamada urgente de McKenzie. El prototipo de mesas que había diseñado para el restaurante acababa de llegar al despacho. El jefe de agencia pensaba que el modelo encajaba perfectamente con el estilo de Yvonne, pero, de todos modos, prefería tener una segunda opinión. Antoine prometió que se ocuparía de ello a la mañana siguiente, pero McKenzie insistió; el proveedor podía fabricar la cantidad requerida, en el tiempo y el precio esperado, pero sólo si se le enviaba el pedido aquella misma tarde. Ir y volver no le llevaría a Antoine más de media hora.

Mathias, que todavía no había vuelto, les hizo prometer a los niños que se portarían bien durante su ausencia. Estaba formalmente prohibido abrirle la puerta a nadie, responder al teléfono, salvo si era él el que llamaba, lo que hizo reír a Emily, que recordó que no se podía saber quién llamaba a menos que descolgaran; también estaba prohibido acercarse a la cocina, enchufar o desenchufar el menor aparato eléctrico, colgarse de la barandilla de la escalera, tocar algo… Fue necesario que Emily y Louis bostezaran al unísono para interrumpir la letanía de un padre que, no obstante, habría jurado por su honor que no era de natural nervioso.

En cuanto su padre se fue, Louis se metió en la cocina, subió a un taburete, cogió dos grandes vasos y se los dio a Emily antes de volver a bajar. Después, abrió la nevera, escogió dos refrescos, volvió a ordenar las latas como Antoine las ponía siempre (las coca-colas rojas a la izquierda, las fanta naranja en medio, y las perrier verdes, a la derecha). Las pajitas estaban en un cajón bajo el fregadero; las tartaletas de albaricoques estaban colocadas en la caja de galletas, y la bandeja para llevárselo todo frente al televisor estaba sobre la mesa. Todo habría sido perfecto si la pantalla hubiera querido encenderse.

Después de un minucioso examen de los cables, culparon a las pilas del mando a distancia. Emily sabía dónde encontrarlas: en el radio-despertador de su padre. Subió a toda velocidad, sin poner apenas la mano sobre la baranda de la escalera. Cuando entró en la habitación, llamó su atención una pequeña cámara de fotos que había sobre la mesita de noche. Seguro que era una compra para las vacaciones de Escocia. Curiosa, la cogió y apretó todos los botones. Por la pantalla que había en la parte de atrás, desfilaron las primeras fotos que su papá debía de haber hecho para probar el aparato. En la primera sólo se veían dos piernas y un trozo de acera; en la segunda, la esquina de un puesto del mercado de Portobello; en la tercera, había que inclinar la imagen para que se viera derecho. Lo que se veía en la pantalla no tenía demasiado interés, al menos hasta la trigésimo segunda foto, la única, por otra parte, que tenía un buen encuadre. Se veía a una pareja sentada en la terraza de un restaurante que se besaba frente al objetivo.

Después de la cena, durante la que Emily no había pronunciado ni palabra, Louis subió a la habitación de su mejor amiga y escribió en su diario íntimo que el descubrimiento de aquella cámara de fotos le había causado una gran impresión, pues era la primera vez que su padre le mentía. Emily añadió al margen que era la segunda, después del golpe de Papá Noel.


31
{"b":"93489","o":1}