– Ya está, ¿puedo levantarme ahora?
John pensaba que el personal del hospital no la echaría de menos, pero se equivocaba, la joven besó a Yvonne en las dos mejillas y confesó que no se había reído tanto en años. El momento en que Yvonne había abroncado al jefe de servicio Gisbert permanecería grabado en su memoria y en la de sus colegas para siempre. Incluso cuando estuviera jubilada, se reiría al pensar en la cara de su jefe cuando Yvonne le había preguntado si era doctor en medicina o en tontería.
– ¿Qué te han dicho? -preguntó John en voz baja.
– Que me tendrás que soportar aún unos cuantos años más.
Yvonne se puso las gafas para estudiar la factura que el agente hospitalario acababa de deslizar le por debajo del cristal de la ventanilla.
– Tranquilíceme en un aspecto: ¿esta suma no irá al bolsillo del inútil que se ha ocupado de mí?
El cajero le aseguró que no y rechazó el cheque que ella le ofrecía. Su honestidad le impedía cobrar una segunda vez el coste de sus pruebas. El señor que estaba detrás de ella había pagado ya la suma debida.
– ¿Por qué has hecho eso? -preguntó Yvonne al salir del edificio.
– No tienes seguro, y estos chequeos son una ruina. Hago lo que puedo, y tú no me lo pones fácil, mi querida Yvonne, por ocuparme de ti, así que por una vez que te he pillado desprevenida, he aprovechado la oportunidad con cobardía.
Ella se puso de puntillas para besar a John tiernamente en la frente.
– Bueno, pues sigue un poco, y llévame a almorzar, tengo un hambre de lobo.
Los primeros clientes de Enya se instalaron en la terraza. La pareja consultó el menú del día y preguntó si el plato que habían tomado la semana anterior estaba todavía en la carta. Se referían a un delicioso salmón cocido al vapor, servido sobre un lecho de ensalada.
A doscientos kilómetros de allí, un Austin Healey pasaba bajo el porche de ladrillos de un gran taller de carpintería. Antoine aparcó en el patio y llegó a pie a la recepción. El patrón lo recibió con los brazos abiertos y lo acompañó a su despacho.
Decididamente, los dioses no estaban de su parte. Después de haberse enfrentado a los sinsabores de la circulación, Mathias estaba perdido en medio de la inmensa explanada de la estación de Montparnasse. Un vigilante de la torre le indicó el camino a tomar. Los estudios de televisión estaban en el lado opuesto en que se encontraba él. Tenía que subir la calle de l'Arrivée y el bulevar de Vaugirard, girar a la izquierda en el bulevar Pasteur y tomar la avenida de la segunda división blindada que encontraría igualmente a su izquierda. Si corría, llegaría en diez minutos. Mathias hizo una breve parada para comprar un ramo de rosas a un vendedor ambulante y llegó al fin a la entrada de los estudios. Un agente de seguridad le pidió que se identificara y buscó en su cuaderno el número de extensión del Departamento de Imagen. Tras establecer la comunicación, informó a un técnico de que estaban esperando a Audrey en la entrada.
Ella llevaba unos téjanos y una chambra que realzaba con simpatía la curva de sus senos. Sus mejillas enrojecieron en cuanto vio a Mathias.
– ¿Qué estás haciendo aquí?
– Estaba dando un paseo.
– Es una bonita sorpresa; pero te lo suplico, esconde esas flores. Aquí no, todo el mundo nos está mirando -susurró ella.
– Sólo veo a dos o tres tipos allá, detrás del cristal.
– Los dos o tres tipos en cuestión son el director de la redacción, el jefe del informativo y una periodista que es la mayor portera de la empresa; así que te lo ruego, sé discreto. Si no, me tendré que aguantar los cotilleos durante quince días.
– ¿Tienes un momento libre? -preguntó Mathias a la vez que escondía el ramo detrás de su espalda.
– Voy a avisarles de que me voy una horita. Espérame en el café, ahora mismo voy.
Mathias la miró cruzar la puerta. Detrás de la mampara, se podía ver el plato de televisión donde se desarrollaba en directo la edición del telediario de la una. Se acercó un poco, el rostro del presentador le resultaba familiar. Audrey se volvió asombrada y le señaló con el dedo el camino de salida. Resignado, Mathias obedeció y dio media vuelta.
Ella lo alcanzó al final del camino; él la esperaba en un banco; a su espalda, se estaban jugando tres partidas de tenis en un campo municipal. Audrey cogió las rosas y se sentó a su lado.
– Son muy bonitas -dijo ella antes de besarlo.
– Estate alerta, tenemos tres agentes del SDEC detrás de nosotros que están disputando un partido con otros tres agentes de la D.G.S.E.
– Siento lo de antes, pero no tienes idea de qué hay allí.
– ¿Un plato de televisión, por ejemplo?
– No quiero mezclar mi vida privada con mi trabajo.
– Lo entiendo -dijo refunfuñando Mathias, con la mirada fija en las flores que Audrey había dejado sobre las rodillas.
– ¿Vas a estar de morros?
– No, pero es que he cogido el tren esta mañana, y no sé si te das cuenta de hasta qué punto estoy contento de verte.
– Yo estoy igual de contenta que tú -dijo ella, besándolo de nuevo.
– No me gustan las historias de amor en que uno debe esconderse. Si siento algo por ti, quiero poder decírselo a todo el mundo, quiero que las personas que me rodeen compartan mi felicidad.
– ¿Y ése es el caso? -preguntó Audrey sonriendo.
– No todavía…, pero ya llegaría. Y además, no le veo la gracia. ¿Por qué te ríes?
– Porque has dicho «historia de amor», y eso me gusta de verdad.
– Entonces, después de todo, ¿estás un poco contenta de verme?
– ¡Imbécil! Vamos, aunque trabajo para una cadena libre de televisión, como tú dices, no puedo disponer tan libremente de mi tiempo.
Mathias cogió a Audrey de la mano y la llevó hacia la terraza de un café.
– ¡Nos hemos dejado tus flores en el banco! -dijo Audrey a la vez que aminoraba el paso.
– Déjalas, están mustias. Las compré en la plaza de la torre. Me habría gustado comprarte un ramo verdaderamente bonito, pero me he ido antes de que Sophie abriera.
Y como Audrey no decía nada, Mathias añadió:
– Una amiga, florista en Bute Street, ¡mira cómo tú te pones también un poco celosa!
Un cliente acababa de entrar en la tienda. Sophie se ajustó la blusa.
– Buenos días, vengo por la habitación -dijo el hombre dándole la mano.
– ¿Qué habitación? -preguntó Sophie intrigada.
Tenía aspecto de explorador, y parecía algo perdido. Explicó que acababa de llegar aquella mañana de Australia, y hacía escala en Londres antes de partir hacia la costa Este de México. Había hecho la reserva por internet, e incluso había pagado un anticipo, y estaba sin duda alguna en la dirección que figuraba en su bono de reserva, como Sophie podía constatar por sí misma.
– Tengo rosas salvajes, girasoles, peonías; además, la estación acaba de empezar y están perfectas. Sin embargo, no tengo habitaciones de huéspedes -dijo, riéndose con ganas-. Me temo que le han timado.
Desconcertado, el hombre dejó su maleta junto a una funda que, a juzgar por la forma, protegía una plancha de surf.
– ¿Conoce usted algún sitio asequible en el que pueda dormir esta noche? -preguntó él con un acento que dejaba en evidencia sus orígenes australianos.
– Hay un hotel muy mono cerca de aquí. Subiendo, lo encontrará al otro lado de Oíd Brompton Road. Está en el número 16.
El hombre se lo agradeció calurosamente y volvió a coger sus cosas.
– Es cierto que sus peonías son magníficas -dijo él al salir.
El patrón de la carpintería estudiaba los planos. De todas maneras, el proyecto de McKenzie habría sido difícil de realizar en los plazos establecidos. Los bocetos de Antoine simplificaban considerablemente el trabajo del taller; las maderas todavía no habían sido servidas, y, por tanto, no habría problemas en cambiar el pedido. Cerraron el acuerdo con un apretón de manos. Antoine podía irse a visitar Escocia con total tranquilidad. El sábado siguiente a su regreso, un camión conduciría los muebles hacia el restaurante de Yvonne. Los obreros irían a la vez y se pondrían a trabajar; el martes por la tarde, todo habría terminado. Era el momento de hablar de otros proyectos en curso; dos cubiertos los esperaban en un albergue, situado apenas a diez kilómetros de allí.
Mathias miró su reloj: ¡ya eran las dos de la tarde!
– ¿Y si nos quedáramos un poco más en esta terraza? -dijo él con alegría.
– Tengo una idea mejor -respondió Audrey, llevándolo de la mano.
Ella vivía en un pequeño estudio ubicado en una torre frente al puerto de Javel. Si cogían el metro, no tardarían ni un cuarto de hora en llegar. Mientras ella llamaba a su redacción para anunciar el retraso y Mathias llamaba por teléfono para cambiar el horario de regreso de su tren, el metro volaba sobre los raíles. El tren se paró en la estación de Bir-Hakeim. Bajaron corriendo por las grandes escaleras metálicas y se apresuraron más al llegar al andén de Grenelle. Cuando llegaron a la explanada que rodeaba la torre, Mathias, sin aliento, se inclinó hacia delante, con las manos en la rodillas. Se volvió a levantar para contemplar el edificio.
– ¿Qué piso? -preguntó él con voz entrecortada.
El ascensor subía hacia el vigésimo séptimo piso. La cabina era opaca, y Mathias sólo prestaba atención a Audrey. Al entrar en el estudio, avanzó hasta la ventana con vistas al Sena. Ella echó las cortinas para que no tuviera vértigo, y él hizo lo propio quitándole la parte de arriba; ella dejó que su pantalón se deslizara por sus piernas.
La terraza no se vaciaba. Enya corría de mesa en mesa. Cobró la cuenta de un surfero australiano y aceptó de buena gana guardarle la tabla. Sólo tenía que apoyarla contra una pared de la oficina. El restaurante estaba abierto aquella noche, así que podría pasar a buscarla hasta las diez. Ella le indicó el camino que tenía que tomar y volvió enseguida al trabajo.
John besó la mano de Yvonne.
– ¿Cuánto tiempo? -dijo él mientras le acariciaba la mejilla.
– Te lo he dicho, me haré centenaria.
– ¿Y qué te han dicho los médicos?
– Las mismas tonterías que de costumbre.
– ¿Que te tienes que cuidar, tal vez?
– Sí, algo así. Ya sabes que es difícil entenderlos con su acento.
– Jubílate y vente conmigo a Kent.
– Vamos, si te escuchara, acortaría considerablemente la duración de mi vida. Sabes perfectamente que no puedo dejar mi restaurante.