– Hoy lo has hecho.
– John, si mi restaurante tuviera que cerrar después de mi muerte, sería como morir dos veces. Y además, tú me quieres como soy, y por eso te quiero yo.
– ¿Sólo por eso? -preguntó John con un tono ingenuo.
– No, también por tus grandes orejas. Vamos al parque, nos vamos a perder tu final.
Aquel día, no obstante, a John no le importaba nada el críquet. Cogió un poco de pan de la cesta, pagó la cuenta y cogió a Yvonne del brazo. El la condujo hasta el lago. Juntos darían de comer a las ocas que corrían ya a su encuentro.
Antoine le dio las gracias a su anfitrión. Ambos volvían al taller. Antoine tenía que detallar sus bocetos al jefe del mismo. En dos horas como máximo, podría volver a casa. De todas maneras, no había razón para apresurarse porque Mathias estaba con los niños.
Audrey encendió un cigarrillo y volvió a acostarse con Mathias.
– Me gusta el sabor de tu piel -dijo ella, acariciándole el torso.
– ¿Cuándo vendrás? -preguntó él al tiempo que daba una calada.
– ¿Fumas?
– Lo he dejado -dijo él tosiendo.
– Vas a perder el tren.
– ¿Eso quiere decir que tienes que volverte al estudio?
– Si quieres que vaya a verte a Londres, tengo que terminar de montar este reportaje, que está a años luz de estar acabado.
– ¿Tan malas eran las imágenes?
– Todavía peores, me veo obligada a recurrir a los archivos; no dejo de preguntarme por qué mis rodillas te obsesionan tanto, prácticamente sólo has filmado eso.
– Es culpa del visor ese, no mía -respondió Mathias mientras se vestía.
Audrey le dijo que no la esperara, iba a aprovechar que estaba en su casa para cambiarse y coger algo para picar. Para compensar el tiempo perdido, trabajaría durante toda la noche.
– ¿De verdad has perdido el tiempo? -preguntó Mathias.
– No, pero tú eres verdaderamente imbécil -respondió ella, y lo besó.
Mathias ya estaba en el rellano. Audrey lo observó durante un buen rato.
– ¿Por qué me miras así? -preguntó él, al tiempo que llamaba al ascensor.
– ¿No hay nadie más en tu vida?
– Sí, mi hija.
– ¡Vete entonces!
Y la puerta del estudio se cerró tras el beso que le acababa de enviar.
– ¿A qué hora es tu tren? -preguntó Yvonne.
– Ya que no quieres que vayamos a tu casa, y que Kent te queda demasiado lejos, ¿qué te parecería dormir en un palacio?
– ¿Tú y yo en un hotel? John, ¿no eres consciente de nuestra edad?
– A mis ojos no tienes edad, y cuando estoy contigo, yo tampoco la tengo. Nunca te veré de forma diferente que con el rostro de aquella joven que entró un día en mi librería.
– ¡Eres único! ¿Te acuerdas de nuestra primera noche?
– Recuerdo que lloraste como una magdalena.
– Me eché a llorar porque no me habías tocado.
– No lo hice porque tenías miedo.
– Justamente lloré porque tú te habías dado cuenta de eso, imbécil.
– He reservado una suite.
– Vamos a cenar a tu palacio, después ya veremos.
– ¿Podré intentar embriagarte?.
– Creo que llevas haciéndolo desde que te conocí -dijo Yvonne, tomando su mano en la suya.
Las cinco y media. El Austin Healey iba por carreteras comarcales. Sussex era una región magnífica. Antoine sonrió; a lo lejos, un Eurostar estaba parado en medio del campo. Los pasajeros que iban a bordo no podrían llegar a tiempo a su destino, mientras que él estaría en Londres en unas dos horas.
Las cinco y treinta y dos. El controlador había anunciado que llegarían con una hora de retraso sobre el horario previsto. A Mathias le habría gustado poder llamar a Daniéle para avisarla. No había razón alguna para que Antoine llegara antes que él, pero era preferible preparar una buena coartada. El campo era magnífico, pero por desgracia para él, su móvil no tenía cobertura.
– Odio las vacas -dijo él mientras miraba por la ventana.
La jornada llegaba a su fin. Sophie guardó los pétalos en el cajón previsto para ello. Siempre tiraba unos cuantos en sus ramos. Bajó la persiana metálica de la tienda, se quitó la blusa y salió por la trastienda. Había refrescado, pero había una luz demasiado bonita como para volver de inmediato a su casa. Enya la invitó a elegir una mesa entre las que estaban libres, y había muchas. En la sala del restaurante, un hombre con aspecto de explorador perdido estaba cenando solo. Ella respondió a su sonrisa, dudó un momento, pero después le hizo una señal a Enya para decirle que iba a cenar junto al muchacho. Siempre había soñado con visitar Australia, tenía mil preguntas que hacerle.
Las ocho. El tren llegaba por fin a la estación de Waterloo. Mathias se precipitó por el andén y corrió por la cinta transportadora, esquivando a todos aquellos que le estorbaban el paso. Llegó el primero a la parada de taxis, y le prometió al chófer una propina sustancial si lo dejaba en South Kensington en media hora.
El reloj dio las ocho y diez; Antoine dudó y giró por Bute Street. Evidentemente, la tienda de flores estaba cerrada, ya que aquel fin de semana Sophie estaba de viaje. Con el brazo apoyado en el sillón vacío del pasajero, dio marcha atrás y retomó el camino de Clareville Grove. Había un sitio justo delante de la casa. Aparcó y cogió del maletero las dos miniaturas que el jefe del taller le había hecho: un pájaro de madera para Emily, y el avión para Louis. Mathias no podría reprocharle haberse olvidado de llevar algún regalo para los niños.
Cuando entró en el salón, Louis le saltó a los brazos. Emily, que estaba a punto de acabar un dibujo con la tía Daniéle, apenas levantó la cabeza.
Sophie se había comido el primer plato en Sydney, había cortado el filete en Perth, y saboreado una crema de caramelo mientras visitaba Brisbane. Estaba decidido, algún día viajaría a Australia. Por desgracia, Bob Walley no podría hacerle de guía en mucho tiempo. Su vuelta al mundo lo llevaría al día siguiente a México. Un complejo vacacional a la orilla del mar le había prometido un empleo de monitor de vela durante seis meses. ¿Después? No sabía nada, la vida guiaba sus pasos. Soñaba con Argentina, después, dependiendo de sus medios, iría a Brasil y a Panamá. La costa Oeste de los Estados Unidos sería la primera etapa del periplo que haría al año siguiente. Tenía una cita en primavera con los amigos para perseguir la gran ola.
– ¿Dónde exactamente de la costa Oeste? -preguntó Sophie.
– En algún lugar entre San Diego y Los Ángeles.
– Vaya, eso es precisión -dijo Sophie, riendo con ganas-. ¿Cómo consigues encontrarte con tus amigos?
– Por el boca a boca, al final siempre acabamos sabiendo dónde encontrarnos. El mundo de los surferos es una pequeña familia.
– ¿Y después?
– San Francisco, pues no podemos dejar de pasar por debajo del Goleen Gate con la vela. Después buscaré un barco que me acepte a bordo y me iré a las islas de Hawai.
Bob Walley contaba con quedarse al menos dos años en el Pacífico, pues había muchos atolones por descubrir. En el momento de pedir la cuenta, Enya le recordó al joven surfero que no se olvidara la tabla que le había confiado. Lo esperaba apoyada en la pared, en la entrada de la oficina.
– ¿No han querido guardársela en el hotel? -preguntó Sophie.
– Había mencionado que la habitación había de tener un precio asequible… -respondió Bob.
Para continuar con su viaje, tenía que vigilar su presupuesto. No podía gastar en una noche lo que le permitiría vivir casi durante un mes en América del Sur. Pero Sophie no debía inquietarse.
El tiempo era bueno; los parques de Londres, magníficos; y le gustaba dormir bajo las estrellas. Solía hacerlo.
Sophie pidió dos cafés. Un explorador australiano que se iba a México y no volvería hasta el siglo siguiente… ¿Que no se inquietara porque pasara la noche fuera? Eso era que no la conocía. Ella se sentía de repente culpable por haberle aconsejado mal por la mañana; si aquel guapo surfero no había podido encontrar una habitación a precio asequible, era un poco culpa suya… Qué mono era el hoyuelo de su mentón… Sólo para dejar de sentirse culpable, sólo para eso… Era una monada cómo se le marcaba al sonreír… Qué manos tan bonitas tenía… Ojalá sonriera una sola vez más, sólo una mísera vez más… Sólo había que encontrar el valor… Después de todo no debía de ser tan difícil decirlo…
– No conoce usted la región, pero en Londres puede llover a cualquier hora, sobre todo por la noche, y cuando llueve, llueve de verdad.
Sophie cogió discretamente la cuenta, la arrugó y la tiró discretamente bajo la mesa. Le indicó a Enya que iría a pagar al día siguiente.
Un poco más tarde, Bob Walley le cedía el paso a Sophie para entrar en su apartamento, John hacía lo mismo con Yvonne en el umbral de la suite que había reservado en el Carlton, y cuando Mathias introdujo su llave en la cerradura de la puerta, fue Antoine quien le abrió la puerta. Acababa de acompañar a Daniéle a un taxi…
Las imágenes desfilaban a toda velocidad. Audrey apretó una tecla de la mesa de montaje para parar la cinta. En la pantalla, reconoció la antigua planta eléctrica, con sus cuatro chimeneas gigantescas. En la plaza, micro en mano, sonreía; su rostro estaba completamente desenfocado, pero recordaba perfectamente que sonreía. Abandonó su mesa y decidió que era el momento de bajar a buscarse un café bien caliente a la cafetería. La noche iba a ser muy larga.
De pie, frente al fregadero, Mathias secaba la vajilla. Junto a él, Antoine, con el delantal atado a la cintura y guantes de goma, limpiaba enérgicamente un cucharón a esponjazos.
– Vas a rayar la madera con el lado del estropajo.
Antoine lo ignoró. Durante toda la noche, no había pronunciado palabra. Después de cenar, Emily y Louis, que habían notado que amenazaba tormenta en casa, habían preferido mantenerse a distancia para revisar las clases del día; antes de irse, Daniéle les había dejado deberes que hacer.
– ¡Eres un cabezón! -dijo Mathias a la vez que dejaba un plato a secar.
Antoine abrió la basura y tiró el cucharón y la esponja. Después se agachó para coger una nueva de un armario.
– ¡De acuerdo, he incumplido tu sacrosanta regla! -continuó Mathias enfadado-. He tenido que ausentarme dos horas al final del día, apenas dos horas, y me he permitido hacer una llamada a una amiga de Yvonne para que cuidara a los niños. ¿Dónde está el problema? Y además, ellos la adoran.