Mathias habló con Valentine y le volvió a pasar el auricular a su hija. Cuando Emily colgó, él le hizo una señal a Antoine para que mirara discretamente a Louis. El pequeño estaba sentado solo frente a la televisión, mirando fijamente la pantalla; pero el aparato estaba apagado.
Antoine abrazó a su hijo y le hizo una carantoña que contenía el amor de cuatro brazos juntos.
Aprovechando que Antoine estaba bañando a los niños, Mathias volvió a la recepción tras pretextar que se había olvidado el jersey en la Kangoo.
En el vestíbulo, consiguió ayudándose con gestos y aspavientos que el conserje lo entendiera. Por desgracia, el hotel sólo tenía un ordenador, en el despacho de contabilidad, y los clientes no tenían acceso ni podían enviar correos electrónicos. De todos modos, el empleado le propuso amablemente enviar uno por él, en cuanto su jefe no mirara. Unos minutos más tarde, Mathias le dio un texto garabateado en un trozo de papel.
A la una de la mañana, Audrey recibió el siguiente mensaje: «Mi e ido en Eccocia con los niños, vuelto sábado próximo, impasible verte. Te eco de menis teribalamente. Matthiew».
A la mañana siguiente, cuando Antoine ya estaba al volante de la Kangoo y los niños con los cinturones puestos en los asientos de atrás, el recepcionista cruzó corriendo el aparcamiento del hotel para darle un sobre a Mathias, en el que podía leerse: «Mi Matthiew, estaba inquieta por no poder verte, espero que tengas un buen viaje, me gustan mucho Eccocia y los eccoceses. Iré a verte muy pronto, yo también te eco de menis. Muco. Tu Hepburn».
Feliz, Mathias dobló la hoja y se la guardó en el bolsillo.
– ¿Qué era? -preguntó Antoine.
– Un duplicado de la cuenta del hotel.
– ¿Yo pago la noche y te dan a ti la factura?
– Tú no puedes incluirla en tus gastos, pero yo sí. Ahora, deja de hablar y estate atento a la carretera; si leo bien el mapa, tienes que tomar el siguiente desvío a la derecha. Te he dicho a la derecha, ¿por qué giras a la izquierda?
– Porque tienes el mapa al revés, bobo.
El coche subía hacia el norte, en dirección a las Highlands. Se pararían en el precioso pueblo de Speyside, célebre por sus destilerías de whisky; después de la comida del mediodía, irían todos a visitar el famoso castillo de Candor. Emily explicó que estaba tres veces encantado, primero por un ectoplasma misterioso vestido por completo de seda violeta, después por el célebre John Campbell de Candor, y, finalmente, por la triste mujer sin manos. Y cuando se enteró de quién era la tercera habitante del lugar, Antoine pisó el pedal del freno y el coche derrapó más de cincuenta metros.
– ¿Qué mosca te ha picado?
– ¡Debéis elegir ahora mismo! O almorzamos o vamos a ver a la mujer de los muñones, no podemos hacer las dos cosas, ¡demasiado es demasiado!
Los niños bajaron la cabeza y se abstuvieron de hacer cualquier otro comentario. Se tomó una decisión: Antoine estaba exento de la visita, los esperaría en el albergue.
En cuanto llegaron, Emily y Louis se escabulleron para ir a la tienda de recuerdos y dejaron a Antoine y a Mathias solos en la mesa.
– Lo que me fascina es que llevamos durmiendo tres días en sitios cada uno más angustioso que el anterior, y pareces estar pillándole el gusto. Esta mañana, durante la visita al castillo, actuabas como si tuvieras la edad mental de un niño de cuatro años -dijo Antoine.
– A propósito del gusto -respondió Mathias mientras leía el menú-, ¿te apetece tomar el plato del día? Siempre está bien probar las especialidades locales.
– Eso depende. ¿Qué es?
– Haggis.
– No tengo ni idea de lo que es, pero está bien -dijo Antoine a la camarera que les tomaba nota.
Diez minutos más tarde, ésta puso frente a él un estómago de oveja relleno, y Antoine cambió de opinión. Un par de huevos al plato bastarían, tampoco tenía mucha hambre. Al final de la comida, Mathias y los niños se fueron a hacer su visita y dejaron allí a Antoine.
En la mesa vecina, un joven y su compañera hablaban de sus proyectos de futuro. Aguzando el oído, Antoine pudo entender que su vecino era arquitecto como él. Antoine, que, solo en la mesa, se moría de aburrimiento, ya tenía una segunda razón para meterse en la conversación.
Antoine se presentó, y el hombre le preguntó si era francés, tal y como había creído adivinar. Antoine no debía ofenderse bajo ningún motivo, ya que su inglés era perfecto; pero tras haber vivido él mismo dos años en París, le resultaba fácil identificar el ligero acento.
Antoine adoraba Estados Unidos y quiso saber de qué ciudad provenían. Él también había reconocido su acento.
La pareja era originaria de la costa Oeste, vivían en San Francisco y se estaban tomando unas merecidas vacaciones.
– ¿Han venido a Escocia a ver fantasmas? -preguntó Antoine.
– No, eso ya lo puedo hacer en casa, me basta con abrir los armarios -dijo el joven, mirando a su compañera.
Ella le dio un puntapié por debajo de la mesa.
Él se llamaba Arthur, y ella, Lauren. Ambos iban a recorrer Europa siguiendo casi al pie de la letra el itinerario recomendado por una pareja de viejos amigos, George Pilguez y su compañera, que habían vuelto encantados del viaje que habían hecho el año anterior. Además, durante su periplo, se habían casado en Italia.
– ¿Y ustedes también han venido a casarse? -preguntó Antoine picado por la curiosidad.
– No, todavía no -respondió la esplendorosa joven.
– Pero estamos festejando otro feliz acontecimiento -continuó su vecino-, Lauren está embarazada, esperamos a nuestro bebé para finales de verano. Sin embargo, no se puede decir, por ahora es un secreto.
– ¡No quiero que se enteren en el Memorial Hospital, Arthur! -dijo Lauren.
Ella se volvió hacia Antoine y lo cogió aparte.
– Acaban de hacerme titular, y prefiero evitar que circulen rumores de que voy a faltar por los pasillos. ¿No le parece normal?
– El verano pasado la nombraron jefa de servicio, y su trabajo la obsesiona un poco -repuso Arthur.
La conversación se alargó: la joven médica era una contertulia sin igual; Antoine estaba maravillado por la complicidad que demostraba tener con su compañero. Cuando se excusaron, tenían todavía viaje por delante; Antoine les felicitó por el bebé y les prometió que sería discreto. Si un día visitaba San Francisco, esperaba no tener motivo alguno para ir al Memorial Hospital.
– No jure nada, créame, ¡la vida tiene más imaginación que nosotros!
Al irse, Arthur le dio su tarjeta tras hacerle prometer que si un día iba a California, los llamaría.
Mathias y los niños volvieron locos de alegría por la tarde. Antoine tendría que haberlos acompañado, pues el castillo de Candor era magnífico.
– ¿Qué te parecería conocer San Francisco el año que viene? -preguntó Antoine cuando ya estaban de nuevo en la carretera.
– Las hamburguesas no me van -respondió Mathias.
– Tampoco a mí el haggis, y aquí estoy.
– Bueno, vale, ya veremos el año que viene. ¿No puedes ir más rápido?
Al día siguiente, se fueron al sur e hicieron una larga parada a orillas del lago Ness. Mathias apostó cien libras esterlinas a que Antoine no sería capaz de meter un pie en el lago, y ganó la apuesta.
El viernes por la mañana, las vacaciones se acababan ya. En el aeropuerto de Edimburgo, Mathias bombardeó a Audrey con mensajes. Envió uno escondido detrás de un quiosco de periódicos; otros dos, desde los lavabos donde había tenido que volver para recoger una bolsa olvidada al pie del lavabo; un cuarto, mientras Antoine pasaba por el arco de seguridad; un quinto, a sus espaldas mientras bajaban por la pasarela que llevaba al avión; y el último, mientras Antoine guardaba los abrigos de los niños en los compartimentos de equipajes. Audrey estaba contenta por su vuelta, tenía unas ganas locas de verlo e iría de visita pronto.
En el avión que los llevaba, Antoine y Mathias discutieron, como a la ida, para no sentarse junto a la ventanilla.
A Antoine no le gustaba quedarse arrinconado al fondo de la fila, y Mathias le recordaba que tenía vértigo.
– Nadie tiene vértigo en un avión, eso lo sabe todo el mundo -gruñó Antoine a la vez que se sentaba de mala gana.
– Cuando miro el ala, yo sí lo tengo.
– Pues no la mires. De todas maneras, ¿qué interés tiene mirar un ala? ¿Tienes miedo de que se despegue?
– No tengo miedo en absoluto. Tú eres el que teme que se caiga el ala, y por eso no te quieres sentar junto a la ventanilla. ¿Quién se aprieta los puños cuando hay turbulencias?
De vuelta en Londres, Emily resumió perfectamente la amistad que ligaba a los dos hombres. Le confió a su diario íntimo que Antoine y Mathias eran iguales pero muy diferentes, y esa vez, Louis no añadió nada al margen.