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Mathias ya no escuchaba a Antoine. Desde el patio de recreo, una niña le brindaba la sonrisa más bella del mundo. Con el corazón saliéndosele del pecho, él se levantó y su rostro se iluminó con la misma sonrisa. Al mirarlos, Antoine se dijo que sólo la naturaleza había podido imaginar una semejanza tan bella.

– ¿De verdad te vas a quedar? -preguntó la niña mientras su padre se la comía a besos.

– ¿Te he mentido alguna vez? -No, pero siempre hay una primera vez. -¿Y tú estás segura de que no mientes sobre tu edad? Antoine y Louis los habían dejado solos. Emily estaba decidida a descubrirle su barrio a su padre. Cuando entraron de la mano en el restaurante de Yvonne, Valentine los esperaba sentada en el mostrador. Mathias se acercó a ella y la besó en la mejilla, mientras Emily se instalaba en la mesa donde solía hacer sus deberes. -¿Estás cansada? -preguntó Mathias, a la vez que se sentaba en un taburete.

– No -respondió Valentine. -Sí, estoy seguro, tienes aspecto de estar cansada. -No lo estaba antes de que me preguntaras, pero puedo llegar a estarlo si quieres. -¡Ves cómo lo estás! -Emily está deseando dormir en tu casa esta noche.

– Pues ni siquiera he tenido tiempo de echarle una ojeada. Mis muebles llegan mañana.

– ¿No has visto tu piso antes de mudarte?

– No he tenido tiempo, todo se precipitó. Tenía muchas cosas que arreglar en París antes de venir aquí. ¿Por qué sonríes?

– Por nada -respondió Valentine

– Me gusta cuando sonríes así por nada.

Valentine pestañeó.

– Yo adoro cuando tus labios se mueven así.

– Ya vale -dijo Valentine con voz dulce-. ¿Necesitas que yo te eche una mano para instalarte?

– No, ya me las arreglaré. ¿Quieres que desayunemos juntos mañana? Vamos, si tienes tiempo.

Valentine respiró hondo y le pidió a Yvonne un diabolo frío.

– Puede que no estés cansada, pero en todo caso, estás contrariada. ¿No será porque voy a instalarme en Londres? -repuso Mathias.

– Pues claro que no -dijo Valentine mientras acariciaba con la mano la mejilla de Mathias-, al contrario.

El rostro de Mathias se iluminó.

– ¿Cómo que al contrario? -preguntó él con un hilo de voz.

– Tengo que decirte una cosa -susurró Valentine-, y Emily todavía no está al corriente de la misma.

Inquieto, Mathias acercó su taburete.

– Me vuelvo a París, Mathias. El cónsul acaba de proponerme la dirección de un servicio. Es la tercera vez que me ofrecen un puesto importante en el Quay d'Orsay. Siempre he dicho que no, porque no quería cambiar de escuela a Emily. Se ha construido una vida aquí, y Louis se ha convertido en un hermano para ella. Ella ya piensa que le quité a su padre, así que no quiero que me reproche también haberle quitado a sus amigos. Si no hubieras venido a instalarte a Londres, probablemente lo hubiera rechazado de nuevo; pero ahora que tú estás aquí, todo cuadra.

– ¿Has aceptado?

– No se puede rechazar cuatro veces una promoción.

– ¡Ésta habría sido la tercera vez, si las cuentas no me fallan-repuso Mathias.

– Creía que lo comprenderías -dijo Valentine con calma.

– Lo que entiendo es que ahora que llego, tú te vas.

– Vas a hacer tu sueño realidad, vas a vivir con tu hija -dijo Valentine sin apartar la mirada de Emily, que estaba dibujando en su cuaderno-. La voy a echar muchísimo de menos.

– Es tu hija. ¿Qué crees que va a pensar ella?

– Te quiere más que a nada en el mundo, y además, la custodia compartida no tiene por qué ser obligatoriamente una semana cada uno.

– ¿Insinúas que es mejor si vive tres años con cada uno?

– Simplemente vamos a cambiar los papeles, tú me la enviarás durante las vacaciones.

Yvonne salió de la cocina.

– ¿Todo va bien? -preguntó ella, tras dejar el vaso de diabolo frío ante Valentine.

– ¡Formidable! -respondió Mathias vivamente.

Yvonne, dudando, los miró alternativamente y se volvió a sus cazuelas.

– Seréis felices juntos, ¿no crees? -preguntó Valentine tras sorber por la pajita.

Mathias estaba haciendo trizas un trozo de madera que salía del mostrador.

– ¡Si me lo hubieras dicho hace un mes, todos podríamos haber sido felices… en París!

– Venga, ¿no crees que todo irá bien? -preguntó Valentine.

– ¡Todo irá formidablemente bien! -dijo gruñendo Mathias, que acabó de arrancar el trozo de mostrador-. Ya adoro el barrio. ¿Y cuándo piensas hablar con tu hija?

– Esta tarde.

– ¡Formidable! ¿Y cuándo te vas?

– A finales de semana.

– ¡Formidable!

Valentine posó su mano sobre los labios de Mathias.

– Todo saldrá bien, ya verás.

Antoine entró en el restaurante y se dio cuenta enseguida de la cara de circunstancias de su amigo.

– ¿Estás bien? -preguntó él.

– ¡Formidable!

– Me voy -dijo inmediatamente Valentine, a la vez que abandonaba su taburete-. Tengo un montón de cosas que hacer. ¿Vienes, Emily?

La niña se levantó, besó a su padre y después a Antoine, y se reunió con su madre. La puerta del establecimiento se cerró tras ellas.

Antoine y Mathias estaban sentados uno al lado del otro. Yvonne rompió el silencio al dejar un vaso de coñac sobre el mostrador.

– Toma, bébetelo, es un remedio… formidable.

Mathias miró a Antoine y a Yvonne por turno.

– ¿Cuánto tiempo hacía que lo sabíais?

Yvonne se excusó diciendo que tenía mucho trabajo en la cocina.

– ¡Tan sólo unos días! -respondió Antoine-. Y además, no me mires así, no me correspondía a mí decírtelo… Y no era algo seguro…

– ¡Bueno, pues ahora lo es! -dijo Mathias, bebiéndose el coñac de un trago.

– ¿Quieres que te lleve a ver tu nueva casa?

– Me parece que por ahora no hay gran cosa que visitar -repuso Mathias.

– Hasta que recibas tus muebles, te he instalado una cama en tu habitación. Ven a cenar con nosotros -propuso Antoine-. Louis estará encantado.

– Quiero a Mathias para mí-dijo Yvonne, interrumpiendo su conversación-; hace meses que no lo veo, tenemos muchas cosas que contarnos. Venga, Antoine, tu hijo se impacienta.

Antoine dudaba en abandonar a su amigo, pero como Yvonne lo presionaba, se resignó y, al irse, le murmuró al oído que todo iba a ir…

– … ¡Formidable! -concluyó Mathias.

Cuando subía por Bute Street con su hijo, Antoine llamó al escaparate de Sophie. Ella se reunió fuera con él enseguida.

– ¿Quieres venir a cenar a casa? -preguntó Antoine.

– No, eres un cielo, pero aún no he terminado todos los ramos.

– ¿Necesitas ayuda?

El codazo que Louis asestó a su padre no le pasó desapercibido a la joven florista. Ella le pasó la mano por el cabello.

– Iros, es tarde, y me sé de uno que debe de tener más ganas de ver dibujos animados que de jugar a ser florista.

Sophie se acercó para besar a Antoine, y él le deslizó una carta en la mano.

– He puesto todo lo que me has pedido, sólo tienes que copiarla con tu letra.

– Gracias, Antoine.

– ¿Y algún día nos presentarás a ese tipo al que escribo…?

– Algún día, te lo prometo.

Al final de la calle, Louis tiró a su padre del brazo.

– ¡Oye, papá, si te aburre cenar solo conmigo, me lo podrías decir sin más!

Y mientras su hijo aceleraba el paso para dejarlo atrás, Antoine le soltó:

– He preparado para los dos una cena que te va a encantar: croquetas caseras y un suflé de chocolate, todo cocinado por tu padre.

– Ya, ya… -dijo Louis entre dientes, mientras subía al Austin Healey.

– Mira que tienes mal carácter -repuso Antoine mientras le colocaba el cinturón de seguridad.

– ¡Pues igual lo tengo!

– Igual que tu madre, no te creas…

– Mamá me envió ayer un correo electrónico -dijo Louis mientras el coche se alejaba por Brompton Road.

– ¿ Está bien?

– Por lo que me ha dicho, son las personas de su alrededor las que no están muy bien. Ahora está en Darfur. ¿Dónde está eso exactamente, papá?

– Sigue estando en África.

Sophie recogió las hojas que había barrido de las antiguas jardineras de la tienda. Arregló el ramo de rosas blancas del gran jarrón de la vitrina y puso un poco de orden en las ramas de rafia suspendidas por encima del mostrador. Se quitó su blusa blanca y la colgó en la percha de hierro forjado. Tres hojas sobresalían de su bolsillo. Cogió la carta escrita por Antoine, se sentó en el taburete de detrás de la caja y comenzó a copiar las primeras líneas.

Algunos clientes acababan de cenar en la sala. Mathias cenaba solo en el mostrador. El turno llegaba a su fin. Yvonne se hizo un café y fue a sentarse a un taburete cerca de él.

– ¿Estaba bueno? Si me respondes que «formidable», te doy una bofetada.

– ¿Conoces a un tal Popinot?

– Nunca he oído hablar de él, ¿por qué?

– Por nada -dijo Mathias mientras tamborileaba con los dedos sobre el mostrador.

– ¿Has conocido a Glover?

– Es una celebridad del barrio. Un hombre discreto y elegante, inconformista, un enamorado de la literatura francesa. No sé qué mosca le ha picado.

– ¿Una mujer, tal vez?

– Siempre lo he visto solo -respondió Yvonne secamente-, y además, ya me conoces, jamás hago preguntas.

– Entonces, ¿cómo lo haces para saber todas las respuestas?

– Me dedico a escuchar más que a hablar.

Yvonne posó su mano sobre la de Mathias y la agarró con ternura.

– Te adaptarás, no te preocupes.

– Me parece que eres optimista. ¡En cuanto pronuncio dos palabras en inglés, mi hija se echa a reír!

– Te aseguro que nadie habla en inglés en este barrio.

– Así pues, ¿Valentine te había contado sus planes? -preguntó Mathias mientras apuraba el último trago de su vaso de vino.

– ¡Has venido aquí por tu hija! ¿No contarías con recuperar también a Valentine cuando te viniste a instalar aquí?

– Cuando se ama, no se cuenta con nada, me lo has repetido cien veces.

– Todavía no te has recuperado, ¿verdad?

– No lo sé, Yvonne; a menudo la echo de menos, eso es todo.

– Entonces, ¿por qué la engañaste?

– Fue hace mucho tiempo, cometí una estupidez.

– Pues sí, tal vez, pero ese tipo de estupideces uno las paga toda la vida. Aprovecha esta aventura londinense para pasar página. Eres un hombre más bien guapo; si yo tuviera treinta años menos, te tiraría los tejos. Si la felicidad llama a tu puerta, no la dejes pasar.

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