– No estoy seguro de que esa felicidad tuya tenga mi nueva dirección…
– ¿Cuántas citas has estropeado los últimos tres años porque en el amor vivías a caballo entre el presente y el pasado?
– ¿Y tú qué sabes?
– No te he pedido que respondieras a mi pregunta, sólo te pido que reflexiones. Y además, respecto a lo que sé o dejo de saber, acabo de decírtelo, tengo treinta años más que tú. ¿Quieres un café?
– No, es tarde, me voy a acostar.
– ¿Sabrás llegar? -preguntó Yvonne.
– Es la casa de al lado de la de Antoine, no es la primera vez que vengo.
Mathias insistió en pagar su cuenta, recogió sus cosas, saludó a Yvonne y salió a la calle.
La noche había caído tras los cristales sin que ella se hubiera dado cuenta. Sophie volvió a doblar la carta, abrió el armario que había debajo de la caja y la colocó encima de la pila de cartas redactadas por Antoine. Lanzó la que acababa de reescribir dentro de la gran bolsa de plástico negra, entre las hojas y los tallos cortados. Cuando se fue de la tienda, la dejó en el pasillo con el resto de la basura.
Algunos cirros tapaban el cielo. Mathias, con la maleta en la mano y su paquete bajo el brazo, subía Brompton Road a pie. Se paró un momento preguntándose si se había pasado de casa.
– ¡Formidable! -murmuró a la vez que volvía a ponerse en marcha.
En el cruce, reconoció la vitrina de una agencia inmobiliaria y giró por Clareville Grove. Casas de todos los colores bordeaban la callejuela. En las aceras, los almendros y cerezos se balanceaban por el viento. En Londres, los árboles crecen sin orden, como les parece, y no es algo extraño ver por aquí o por allá a peatones obligados a bajar a la calzada para rodear una rama enorme que entorpecía el paso.
Sus pisadas resonaban en la calma de la noche. Se paró ante el número 4.
La casa se había dividido a principios del siglo pasado en dos partes desiguales, pero había conservado todo su encanto. Los ladrillos rojos de la fachada estaban recubiertos de abundante glicinia que llegaba hasta el techo. Al final de un tramo de escalera, había dos puertas una junto a la otra. Cuatro ventanas repartían la luz por las habitaciones; una en los pocos metros en los que vivía hace una semana el señor Glover, y tres en el resto, donde vivía Antoine.
Antoine miró su reloj y apagó la luz de la cocina. Una vieja mesa de madera blanca servía para separarla del salón, amueblado con dos sillones crudos y una mesita de centro.
Un poco más lejos, detrás de una placa de vidrio, Antoine había montado un pequeño estudio que compartía con su hijo cuando éste hacía los deberes, y donde Louis también solía jugar a escondidas con el ordenador de su padre. Toda la planta baja daba por la parte trasera a un jardín.
Antoine subió las escaleras, entró en la habitación de su hijo, que dormía desde hacía tiempo. Lo arropó, le dio un beso lleno de ternura en la frente, acercó su nariz al cuello del niño para notar su olor infantil y volvió a salir de la habitación cerrando la puerta con suavidad.
La luz de las ventanas de Antoine acababa de apagarse. Mathias subió algunos peldaños de la escalera, introdujo la llave en la cerradura de su puerta y entró en su casa.
La planta baja estaba totalmente vacía. Colgada del techo, una bombilla se balanceaba al final de un cable retorcido y proporcionaba una luz triste. Dejó el paquete en el suelo y subió a ver el piso de arriba. Había dos habitaciones que se comunicaban con un cuarto de baño. Dejó la maleta sobre la cama turca que le había instalado Antoine. Sobre una caja, que hacía las veces de mesita de noche, encontró una nota de bienvenida a su nueva casa de su amigo Antoine. Se acercó a la ventana; en la parte de abajo, la parcela de jardín tenía una extensión de varios metros cubiertos de césped. Una lluvia fina empezó a golpear el cristal de la ventana. Mathias arrugó en su mano la nota de Antoine y la dejó caer al suelo.
Los peldaños de la escalera crujían de nuevo bajo sus pies.
Recogió el paquete que había dejado en la entrada, volvió a salir y recorrió la calle en sentido inverso. Tras él, una cortina se cerraba en la ventana de Antoine.
De regreso en Bute Street, Mathias entreabrió la puerta de la librería, que olía todavía a pintura. Empezó a quitar una a una las fundas que protegían los estantes. Ciertamente, el sitio no era muy grande, pero las estanterías conseguían aprovechar plenamente la altura que había hasta el techo. Mathias vio la escalera antigua que se deslizaba por su raíl de cobre. Dado que estaba aquejado desde la adolescencia de un vértigo acusado e incurable, decidió que toda aquella obra que no estuviera al alcance de la mano, es decir, más arriba del tercer estante, no estaría disponible, sino que sería parte de la decoración. Volvió a salir y se arrodilló en la acera para desenvolver su paquete. Contempló la placa de esmalte que contenía y, ayudándose del dedo, dejó a la vista la inscripción Libraire Francaise. El hueco de la puerta tenía las medidas adecuadas para colocarla en él. Cogió de su bolsillo cuatro largos tornillos, tan viejos como el rótulo, y desplegó su navaja suiza. Una mano se posó sobre su hombro.
– Toma -dijo Antoine, ofreciéndole un destornillador-. Vas a necesitar uno más grande.
Así, mientras Antoine sujetaba la placa, Mathias se esforzaba para que los tornillos se clavaran en la madera.
– Mi abuelo tenía una librería en Esmirna. El día que la ciudad fue pasto de las llamas, esta placa fue lo único que pudo llevarse con él. Cuando era niño, la sacaba de vez en cuando de un cajón de su alacena, la dejaba en la mesa del comedor y me contaba cómo había conocido a mi abuela, cómo se había enamorado de ella y que, a pesar de la guerra, nunca habían dejado de amarse. Nunca conocí a mi abuela, no volvió de los campos.
Tras colocar la placa, los dos amigos se sentaron en la puerta de la librería. Bajo la pálida luz de un farol de Bute Street, cada uno escuchó el silencio del otro.