– Sin embargo, por lo que nosotros sabemos, durante muchos años estuvo al frente de las empresas familiares y, por lo que salta a la vista, no debió hacerlo mal.
– Craso error, amigos míos, craso error. Alejandro estuvo al frente del conglomerado familiar tan sólo nominalmente, en realidad lo dirigíamos mis primos y yo, con la atenta vigilancia, eso sí, de mi madre. Si lo desean lo pueden comprobar fácilmente. Cualquier persona que pinta algo en el mundo empresarial de este país les podrá decir que ese hecho era vox populi.
– Entonces, si era algo tan conocido, ¿por qué se mantenía esa ficción? -intervino por primera vez en la conversación Emilio Vázquez.
– Porque se llamaba Alejandro, curioso, ¿no creen? Él era el primogénito y mi madre nunca hubiera consentido que quedara oficialmente postergado. Aunque todo el mundo supiera que no pinchaba ni cortaba, su nombre era el que figuraba por encima de cualquier otro.
– Supongo que eso a usted le incomodaba -dijo Rojas.
– En absoluto, se ejerce más poder cuando se está en la sombra que cuando se está en una vitrina. No lo olvide nunca si quiere llegar a ministro de Interior -añadió riéndose.
– ¿Y qué pinta su cuñada en toda esa historia? Al fin y al cabo hemos venido a hablar de ella -dijo Vázquez- y, por lo que sabemos, al morir su hermano fue quien aparentemente asumió el control de sus empresas.
– Mi cuñada, sí, tienen razón, ella es el busilis de esta historia, por lo menos les ha proporcionado un cadáver para jugar a policías y criminales.
– No me parece un tema como para frivolizar alegremente -replicó Vázquez.
– Tienen razón, lo siento, pero es que cada vez que surge el tema de Irene no puedo evitar el ser frivolo. Miren, como ustedes sabrán ya posiblemente y, en caso contrario no tardarán en enterarse, mi hermano Alejandro era homosexual. Eso hoy en día no tiene gran importancia y yo, personalmente, no le concedo ninguna pero en el ambiente en que nos movemos hay mucha hipocresía y, por otra parte, mi madre fue educada de un modo muy convencional, así que se decidió que había que mantener las formas. ¿Se imaginan ustedes a Alejandro Iztueta como líder de la Coordinadora Gay? Yo sí, lo admito, pero este país sigue siendo pequeño y provinciano y ese hecho hubiera causado un escándalo de proporciones mayúsculas, así que mi madre le planteó un ultimátum: podía hacer su vida discretamente pero tenía que casarse, al menos de cara a la galería.
»Mi hermano, ya les he dicho, era un buen tipo que odiaba la hipocresía, pero no tuvo más remedio que plegarse a los deseos de mi madre, en parte por cariño y en parte por miedo. El problema era buscarle novia. Juro que nunca me he reído tanto como cuando intenté ejercer de casamentero, pero todas las candidatas fueron desechadas. No podía pertenecer a ninguna de las familias con las que tratábamos, eso era evidente. No porque se destapara la peculiaridad de mi hermano, que era harto conocida, sino porque comprendíamos que la mujer que se casara con él tendría que buscarse la vida por otro lado, ¿me entienden? -dijo con gesto que intentaba ser obsceno- y, por encima de todo, se trataba de mantener las formas. A nadie le escandalizaría que su mujer se la pegara con otro, salvo que su mujer perteneciera a una de las familias de siempre de Bilbao.
»Así que no había más remedio, había que buscarla fuera del país, pero no era nada fácil. Por fin resultó que después de mucho buscar y buscar fue él en persona quien la encontró. Un día nos vino diciendo que había encontrado una chica en Madrid y que quería casarse con ella. No era de familia conocida ni con poder económico, pero era guapa, elegante y sabía usar correctamente los cubiertos así que fue admitida en la familia.
– ¿Así, sin más? ¿No se preocuparon de saber nada sobre ella?
– Naturalmente, era algo lógico, ¿no creen? Puse a trabajar a unos detectives que la abrieron de arriba abajo, sin dejar nada por escudriñar.
– ¿Y descubrieron algo interesante?
– Por supuesto, pero me temo que por ahora no se lo voy a contar, sólo me limitaré a decirles que si mi madre hubiera tenido acceso a lo que averiguamos la boda nunca se habría producido.
– Le advierto que se trata de un asesinato, no puede usted ocultarnos nada.
– Amigo mío, usted mismo ha dicho que ésta es una conversación informal así que les diré lo que yo crea conveniente, y si desean hacerla oficial les advierto que tan sólo hablaré con el comisario Ansúrez, que casualmente es amigo de la familia, un buen amigo, si se me permite el decirlo, así que o se atiene a mis normas o damos la charla por concluida. Ustedes deciden.
– De acuerdo, nos olvidaremos momentáneamente de ese asunto -dijo Rojas, visiblemente molesto- aunque pudiera ser importante, lo que sí parece claro es que la mujer de su hermano, como usted ha insinuado anteriormente, se buscó la vida por su cuenta.
– Así es, y no se lo reprocho, cualquiera hubiera hecho lo mismo.
– ¿Conoce usted los nombres de sus amantes, o de algún amigo más íntimo?
– ¿Que si conozco los nombres de sus amantes? Vaya usted al club de golf o al Marítimo y pida la lista de socios y clientes. Tache la mitad de los nombres al azar y de los que queden sin tachar posiblemente el cincuenta por ciento hayan saboreado los placeres que escondía mi cuñada en su cuerpo. Incluso quiso montárselo conmigo pero yo conocía demasiadas cosas acerca de ella como para dejarme enredar.
– Y entre esa larga lista de posibles amantes, ¿había alguno especial, alguno que fuera algo más que una simple aventura?
– Ahí, sintiéndolo mucho, no podría ayudarles aunque quisiera. Tal vez tuviera un favorito pero ese hombre, de existir, es desconocido para mí.
– ¿Qué tal sentó en su familia que a la muerte de su hermano Alejandro asumiera el control su viuda?
– Estupendamente, sobre todo si tienen ustedes en cuenta que en ningún momento mi cuñada asumió el control de ninguna de nuestras empresas.
– No lo entiendo, yo estuve aquí no hace mucho hablando con ella -tomó por segunda vez la palabra Emilio Vázquez- y en todo momento me dio la impresión de que estaba al cargo de sus negocios.
– Usted lo ha dicho, tuvo la impresión de que estaba al cargo, y de eso se trataba, de dar la impresión. Como ya he dicho antes, en todo momento mis primos y yo, bajo la supervisión férrea y estricta de mi madre, hemos tenido el control del consorcio familiar.
– Comprendo que a su hermano no le quedara más remedio que acatar sus órdenes, pero me extraña mucho que su cuñada lo aceptara. Me imagino que tenía argumentos contundentes para atarla en corto -dijo Rojas.
– Si está usted insinuando algún tipo de chantaje se equivoca de medio a medio, podría haberlo hecho pero no era necesario. Miren, quizá me he explicado mal antes y he dado la impresión de que mi hermano era un pelele que decía a todo que sí, pues bien, esa idea no se corresponde a la realidad. El único motivo de que él no controlara efectivamente las empresas de la familia se debía única y exclusivamente a que no tenía acciones en ninguna de ellas. Mi hermano, de joven, tuvo un ramalazo de rebeldía, entre nosotros les diré que en el fondo siempre le he envidiado por eso, y exigió con anticipación que se le traspasara todo lo que podría corresponderle por herencia. Mis padres, que siempre fomentaron nuestra iniciativa, atendieron su petición y le entregaron una cantidad tanto en metálico como en acciones que hizo de él un hombre rico e independiente y, hasta cierto punto, tal vez feliz. Desgraciadamente le fueron mal los negocios y se arruinó por completo. No tenía nada suyo, así que volvió al redil y la familia le acogió amorosamente, al fin y al cabo era un Iztueta, y su nombre de pila Alejandro, pero se quedó definitivamente sin participación alguna en el patrimonio familiar. No obstante, siendo un Iztueta debía mantener un buen nivel tanto de vida como profesional y social así que se le nombró consejero delegado de unas cuantas empresas y se le otorgaron unos emolumentos astronómicos. Posteriormente a su muerte esas prebendas las heredó su viuda, ya que por encima de todo nos gusta guardar las formas, ya lo he repetido varias veces. Y así finaliza la historia, mi hermano y su mujer, en el fondo, eran dos pobres de solemnidad.
– Si eran tan pobres, ¿cómo es que su hermano dejó en su testamento una manda de cien millones de pesetas para una orden religiosa? -preguntó el padre Vázquez.
Por primera vez desde que había empezado la conversación Carmelo Iztueta dejó entrever un rictus de disgusto en su expresión, pero en seguida recobró la compostura y contestó con su habitual tono abierto y distendido.
– En realidad él dejó algo que no tenía y yo, por mi parte, me opuse a que se pagara esa cantidad pero mi madre se empeñó en abonarla. Decía que si su hijo había querido donar esa cantidad al colegio de religiosos en el que se educó nosotros debíamos favorecer ese deseo. Ya les he dicho que mi madre es todo un carácter, el auténtico baluarte de los Iztueta.
– Por lo que nosotros sabemos su hermano no era muy religioso, parece raro que a última hora cambiara de opinión. Además, su mayordomo nos ha dicho que en ningún momento expresó su deseo de volver a la Iglesia.
– Lo que diga el mentecato de su mayordomo no me interesa para nada, por si ustedes no lo saben les diré que había sido uno de los primeros amantes de mi hermano y todavía piensa, el pobre imbécil, que si no hubiera sido por los condicionamientos sociales habrían vivido juntos eternamente, amándose y siendo felices y comiendo perdices. En cuanto a lo de si mi hermano era religioso o no, no creo que haya que darle excesiva importancia. En mi familia todos hemos sido educados en la fe católica y vamos a misa y bautizamos a nuestros hijos. Fachada o no, pertenece a nuestras conciencias, y entre creer o no creer en algo lo primero siempre parece más positivo, aunque luego no hagamos ni puto caso a los preceptos de la Iglesia. Quizá mi hermano, en algún momento de angustia ante el final que veía inminente, quiso ponerse a bien con Dios, por si existiera, y decidió ser magnánimo con un dinero que, por otra parte, no le pertenecía.
– ¿Sabe usted si hubo algún motivo especial para que el talón de cien millones se extendiera en el banco que se eligió para ello? -preguntó Rojas.
– El banco lo designó mi cuñada pero que yo sepa no hay ninguna razón especial, es tan sólo uno más de los muchos bancos con los que trabajamos habitualmente. Y si no tienen nada más que preguntar, les ruego que me disculpen, no quisiera ser grosero pero creo que les he concedido una parte importante de mi tiempo y, como ustedes comprenderán, tengo muchas cosas que hacer, así que si no tienen inconveniente me gustaría que me dejaran solo.