– Estoy buscando a Ander Gajate -replicó sin dar ningún tipo de explicación.
– Lamento defraudarle pero usted es el único sacerdote que nos ha honrado con su visita en los últimos días.
– ¿Cómo sabe que Ander Gajate es también sacerdote?
– Elemental, querido Sherlock, los cuervos siempre van en pareja como los guardias civiles.
– Muy bonita la broma pero no estoy con humor para aguantar gilipolleces. El padre Gajate está aquí y voy a encontrarlo.
– Me temo que no. Por si usted no lo sabe esto es propiedad privada, y no se puede entrar aquí así como así. ¿Ve usted ese cartel? -añadió señalándole un ladrillo de cerámica, colgado sobre el pequeño ambigú que hacía las veces de barra de bar, y que llevaba inscrita la inscripción «reservado el derecho de admisión»-. Pues ya lo sabe, dése la vuelta y largúese. No le queremos aquí. Usted ya no es policía y, aunque lo fuera, necesitaría una orden de registro. Así que venga, vayase de una puta vez.
Emilio Vázquez miró en torno suyo. A su alrededor se estaban arremolinando unos cuantos clientes, que quizá no lo fueran. Además, no tenía sentido empecinarse en realizar un registro, seguramente el pájaro había levantado el vuelo y, por otra parte, volverían a ponerse en contacto pronto, muy pronto, si no había mentido a la anciana. De todos modos había algo que quería hacer, que necesitaba hacer, y lo hizo. Acercándose al encargado le asestó inopinadamente una patada tan fuerte en la entrepierna, justo en medio del organismo que permite a los hombres reproducirse, que le dejó tendido en el suelo, aullando de dolor. Hacía tiempo que no se sentía tan bien, pensó, olvidándose por unos cuantos segundos de su condición sacerdotal.
– Tranquilos, tranquilos, que ya me voy -dijo, sonriendo, a los presentes-, esto ha sido tan sólo una broma de viejos conocidos. Por cierto, si alguno de ustedes conoce al padre Ander Gajate puede decirle que la que va a recibir él será cien veces más fuerte. Queden ustedes con Dios.
Salió pacíficamente del local, sin que nadie le siguiera, y encaminó de nuevo sus pasos a la agencia inmobiliaria. Si lo que le había comunicado por teléfono Ander Gajate a la anciana era cierto, de nuevo tendría allí alguna pista, aunque no sabía a ciencia cierta cuál. Cuando entró por la puerta aún se encontraba allí la joven que le había atendido. A Vázquez no se le escapó que su llegaba había desencadenado síntomas de evidente nerviosismo en la empleada, que antes de ser interpelada se puso a hablar desordenadamente. La extrañeza de Emilio Vázquez se disipó cuando recordó que en su visita anterior se había hecho pasar por policía.
– Lo siento, señor comisario -aunque no se había hablado para nada del rango policial de su visitante la joven optó prudentemente por concederle uno elevado-, yo no sabía nada, me dijeron que era una broma, el alquiler del piso está totalmente en regla, si quiere le puedo proporcionar copia de todo.
Premisa básica en el trabajo policial era que cuando un testigo pensaba que el policía lo sabía todo, éste debía afirmar que sí, que lo sabía todo, pero que preferiría oír la historia completa de manos de su interlocutor, para cotejar versiones.
La joven empleada sacó un periódico de debajo del mostrador y enseñándole una fotografía, volvió a hablar con Vázquez.
– Cuando esta mañana hablé con usted no sabía lo que había ocurrido, palabra, si no se lo hubiera contado todo de pe a pa, aunque bueno, no hay mucho que contar, no vaya usted a pensar cosas raras. Fue ella la que me alquiló el piso, pero me dijo que si venía un policía preguntando por la pareja de la fotografía que usted me mostró, le indicara que eran ellos quienes habían alquilado el piso. Me aseguró que no había nada extraño en ello, que era todo legal y se trataba de una broma, ya que era un asunto personal, no de la policía. Además, el jefe de la agencia me dijo que la señora era una buena cliente y muy conocida además en la alta sociedad de Bilbao, así que no puse ninguna pega y lo hice, pero claro, yo no sabía lo que iba a suceder, aunque no creo que tenga nada que ver conmigo ni con la agencia -dijo esto último más en el tono de quien espera que le quiten un peso de encima que de quien se siente seguro de lo que afirma.
Mientras escuchaba las palabras de la joven Vázquez le había arrebatado el periódico de las manos. Tanto en portada como en páginas interiores el asesinato de Irene Vidal había merecido los honores de ser considerada la noticia más importante del día y diversas fotografías de la difunta jalonaban a profusión el reportaje. Estaba claro que había una conexión, una relación más íntima de lo que pensaba entre Irene Vidal y sus dos perseguidos, aunque no conseguía entender el motivo. Si, como sospechaba, todo el asunto se sustentaba en una venganza, ¿qué pintaba en él Irene Vidal? Y su asesinato, ¿tenía alguna relación con el padre Gajate y su amiga? Deseó fervientemente que no y rezó implorando a Dios por ellos pero cada día era más policía y sabía que ése no era un hecho normal. Había un nexo claro, no sabía si fuerte o débil, entre la desaparición del padre Gajate y la muerte de Irene Vidal y, le gustara o no, tenía que investigarlo pero debía, así mismo, obrar con prudencia. Si el comisario Ansúrez y el inspector Rojas habían confiado en él, proporcionándole datos sobre el padre Gajate y su compañera, y le habían hecho partícipe de lo ocurrido con Irene Vidal, él tenía que corresponderles. Por eso lo primero que hizo cuando salió de la agencia fue telefonear al inspector encargado del caso.
Manuel Rojas escuchó con atención las explicaciones de Emilio Vázquez. A él también le pareció inquietante e interesante la posible conexión entre la desaparición de Ander Gajate y el asesinato de Irene Vidal pero no sabía qué conclusión sacar de ese hecho. Tal vez por influencia del padre Vázquez o tal vez por el poso que hubiera dejado en él la educación recibida cuando era niño, se le hacía cuesta arriba pensar que el padre Gajate estuviera implicado en un asesinato. Sin embargo, la relación era evidente y fuera cual fuese el motivo de la misma tenía que descubrirlo.
Durante unos instantes se entretuvo pensando lo que debía hacer. Aunque Emilio Vázquez, a su modo, y quizá de un modo no muy agradable, era una leyenda en la jefatura, y aunque en su primer contacto se había mostrado como un compañero amable, Rojas no había estado de acuerdo, en ningún momento, con la sugerencia del comisario Ansúrez de que pidiera su colaboración para la resolución del asesinato que tenía entre manos sin embargo, en esos momentos estaba cambiando de opinión. El padre Vázquez se estaba revelando como un hombre con reflejos, que no había perdido sus antiguas facultades y, por otra parte, si al final resultaba que estaba implicado un religioso, siempre podría usarle como escudo si la situación se tornara oscura, por eso, tras agradecerle la información, le preguntó si tenía algo que hacer.
– Te lo comento porque en estos momentos me disponía a salir de jefatura para entrevistarme con Carmelo Iztueta, uno de los cuñados de Irene Vidal, hermano de su marido.
Emilio Vázquez contestó que todo lo que tenía entre manos podía esperar y que estaba deseando acompañarle, por lo que quince minutos más tarde se subió al vehículo camuflado de la policía en el que había ido a recogerle el inspector y, juntos, se dirigieron hasta las oficinas centrales de las empresas Iztueta.
Carmelo Iztueta se encontraba sentado en el mismo sillón que hasta su muerte había usufructuado Irene Vidal. Por lo que parecía el traspaso de poderes había sido inmediato y el cuñado ni siquiera había cambiado el mobiliario. Les recibió con una sonrisa en los labios y el sempiterno gesto de bienvenida de quien sabía que por familia y posición no tenía nada que temer de una pareja de policías.
– Mi secretaria me ha informado de que desean ustedes interrogarme acerca del asesinato de mi cuñada -lo dijo en un tono informal, como si esa situación fuera la más habitual del mundo, pero destacando las distancias que había entre ellos.
– Interrogatorio no es la palabra más adecuada -protestó Rojas-, se trata, tan sólo, de una charla informal acerca de su cuñada, por si pudiera usted proporcionarnos algún dato que nos sirviera en nuestra investigación.
– Juro que yo no la he matado -contestó risueño Iztueta, llevándose una mano al corazón en evidente gesto burlesco.
– Ni se nos ha pasado por la cabeza pensar en esa posibilidad -mintió con naturalidad Rojas- pero comprenda que al ser uno de sus parientes más cercanos es lógico que acudamos a usted para intentar recopilar datos sobre su vida.
– En lo de pariente tal vez tengan ustedes razón, pero no así en lo de cercano. Mi trato con ella era el imprescindible y esta afirmación sirve para el resto de mi familia.
– ¿Sus relaciones no eran buenas?
– Ni buenas ni malas, prácticamente no había más trato que el meramente imprescindible por cuestiones sociales o de imagen.
– ¿A qué se refiere exactamente? -volvió a preguntar Rojas.
– Miren, ya somos mayorcitos y no tenemos que disimular, además supongo que ustedes ya habrán averiguado suficientes cosas como para que yo me chupe el dedo. Mi familia, por suerte o por desgracia, en estos tiempos uno ya no está seguro de nada, es de las más conocidas no sólo en Bilbao sino en todo Euskadi. Tenemos un apellido que nos marca y, nos guste o no, nos debemos a él. ¿Sabe usted por qué mi difunto hermano mayor se llamaba Alejandro?
– Lo desconozco en absoluto.
– Fue cosa de un tatarabuelo mío o algo así, el primer Iztueta que creó un imperio económico. Puso a su primogénito el nombre de Alejandro en recuerdo de Alejandro Magno, el rey macedonio que conquistó gran parte del mundo conocido en su época y dejó escrito que mientras el apellido Iztueta significara algo, los primogénitos debían llevar ese nombre. Yo mismo se lo he puesto a mi hijo mayor, aunque cada vez que lo pienso detenidamente creo que le he hecho una gran putada. En fin, las tradiciones son las tradiciones y si se rompieran supondrían un auténtico escándalo familiar. Desgraciadamente el tataranieto, o lo que sea, del admirador del emperador griego le salió rana.
– ¿Se refiere usted a su hermano?
– Por supuesto, ¿a quién si no? Me imagino que están al tanto de ciertas intimidades familiares. Mi hermano era una gran persona pero no valía para dirigir una empresa, mucho menos para gestionar un auténtico grupo industrial. En realidad no valía para nada, es lamentable decirlo pero es cierto.