– Ah, ya entiendo -exclamó el bachiller-. Ahora se me alcanza la razón de la disputa. Habéis reñido tú y Antonia a cuenta de esa herencia, que no te habrá podido satisfacer, porque no le queda ya en el arca ni un maravedí.
– No queráis saber más de lo que pasó. Jamás disputé con Antonia por un ochavo, ni lo haría. ¿En qué se mejora una desgracia por vestido de más o de menos? El caso es que me dolió saber que en la casa donde no tenían ni cama ni mesa ni plato un minuto antes, se me abrían de pronto todos los aposentos cuando supieron que acaso viniera con dineros. Les dije que me había llegado a Hontoria no para quedarme sino por ver a mi madre, que me habían dicho que había estado enferma, y cuando salí de mi pueblo, y sin saber por qué, me puse en camino. Ya sólo tenía deseos de alejarme de allí, y por primera vez comprendí muy bien a mi señor Quijano y lo que debió de sentir, porque a medida que iba dejando atrás lo que yo ya conocía, fue algodonándoseme el alma, pues nadie puede ser más feliz que aquel que con libertad hila sus pasos.
– ¿Tan mal te trataron en tu casa, Quiteria?
– No me haga decir más de la cuenta ni quiera saber más de lo debido, porque cada hombre ha de llevarse a la nimba secretos que ni harían bien a nadie si los supiese, ni mejorarían en nada, sacándolos de su corazón, a quien los guarda en él. Decid a Antonia que agradezco sus intenciones, pero que aquí me quedo, y vos no olvidéis lo que os digo: no es buena esa muchacha y si su tío hizo locuras, las que hará ella dejarán pequeñas las de él, porque las cosas vienen de lejos cuando son graves.