Fue oír eso, y el bachiller Sansón Carrasco, que conocía como todos en el pueblo esas nuevas, saltó de la silla y se puso en pie, pues si aquel hombre era un farsante declarando que acababa de encontrarse con don Quijote en La Almunia de Doña Godina, cuando era bien patente y notorio que había muerto hacia tres meses y los mismos llevaba enterrado, no lo era en absoluto declarando que Sancho había sido gobernador, cosa que sólo podía saber de primera mano o por quien conociera tales hechos. Y el mismo efecto hizo tal revelación en don Álvaro Tarfe, que había oído referir aquella aventura gobernadera de labios del propio Sancho. ¿Se habría publicado acaso la segunda parte del verdadero don Quijote y andaba ya por ahí, y ellos no lo sabían? ¿Habría llegado a manos del apócrifo y marfuz Quijote tordesillesco un ejemplar de las nuevas aventuras y se había apropiado de las segundas, como sin escrúpulos se apropió de las primeras, y se habría salido al campo, escapándose de la Casa del Nuncio?
De cuajo se le arrancaron las ganas de diversión al bachiller Carrasco, y si alguna de sus bromas y enredos había imaginado para desengañar y correr a don Santiago, se lo pensó mejor. Se dijo: «Aquí hay industria, y no acierto a ver de qué clase; o engaño, y no sé con qué objeto, porque a nadie beneficia; o ha querido el cielo, y tampoco se me alcanza a descubrir la razón, propalar la enfermedad de don Quijote y contagiar con ella a todos los desdichados de la tierra», y asi se atrevió a preguntar Sansón Carrasco, con mucha menos pompa y más grave continente:
– ;Y decís, señor don Santiago, que al fin Sancho ha logrado su ínsula y que ya obtenida ha renunciado a ella? ¿Cómo puede ser una cosa así, después de lo que penó por alcanzarla?
– Yo no sé sino lo que él me dijo, que el gobierno no era para él y que más había nacido para ser libre que para sujetarse y quitarles la libertad a los demás, como quería quitársela de comer a su gusto un tal doctor Tirteafuera, que lo mantuvo en tan estrechas hambres mientras duró su gobierno que a punto estuvieron de llevárselo consumido al otro mundo, y que no sabía si se llamaba Tirteafuera de suyo, por ser del lugar de ese nombre, o porque se pasaba todo el día estorbándole, cada vez que le presentaban un manjar, con un tirte afuera, o sea, un quita allá.
Se quedó pensativo Sansón Carrasco dándole vueltas en la cabeza a todas aquellas cosas que acababan de relatarse, sin ganas ni siquiera de seguir lo que había empezado como un vaniloquio y era ya cuestión de metafísica, y por temor acaso de estar en un coloquio con el mismo Satanás, conocedor de tantas cosas ocultas e imposibles, guardó silencio.
Entró en ese momento el ventero con un cofín lleno de higos, y le anunció al bachiller, y a todos los presentes, que sus cenas estaban en camino, y ni siquiera había terminado de decirlo, cuando vieron aparecer a la criada que traía una gran fuente, lo que fue recibido por todos los presentes con patente alborozo, menos por Sansón Carrasco, que se quedó mudo por la sorpresa de reconocer en aquella sirvienta al ama Quiteria.
Al ver al bachiller, a punto estuvo ella de que se viniera al suelo la fuente en la que humeaban media docena de manos de vaca. Se llevó disimuladamente el bachiller su dedo índice a los labios, dando a entender al ama que no descubriese quién era, y por gestos la hizo saber que de allí a un rato, cuando pudieran encontrar mayor sosiego, hablarían a solas.
Y puestas las cosas en aquel término, dudó el bachiller Sansón Carrasco durante la cena si declararle a don Álvaro Tarfe con la mayor discreción quién era o no, asi como la muerte de don Quijote. Porque las verdades que creyó oírle referir quedaban en entredicho con las mentiras oídas a don Santiago, y amigo de burlas como era, empezó a sospechar que quizá fuera todo una combinación para reírse a su costa. Había oído allí tantas verdades y mentiras por junto y al revoltillo, que si unas cosas le admiraban, otras le ponían en guardia.
Vio el joven Carrasco a! caballero granadino trasegar en silencio su cena, sin hablar con nadie, pensando acaso en todo lo que se había hablado, y si por un lado le resolvía a desvelar quién era el hecho de que no tuviese a don Quijote por alguien que había quebrantado un juramento, no haciendo con ello honor a su nombre, por otro, el buen juicio le aconsejaba quedar tapado en aquella reunión y que no le tuviesen a él mismo por otro de aquellos orates que al parecer empezaban a multiplicarse por la Mancha con los propósitos más pintorescos, como era bien notorio por las muestras que en aquella venta se habían dado a conocer. Meditaba: «Si le digo que don Quijote ha muerto, el honor de mi amigo habrá quedado a salvo, y no irá contando don Santiago por ahí que conoció una vez al verdadero don Quijote, y que éste resultó más falso que el primero; pero me tendría a mí por loco, y no está claro que me creyese, puesto que parece cierto que él en La Almunia ha estado con un don Quijote que él tiene por verdadero, con lo cual seguirá asegurando que el don Quijote bueno, el mío, el nuestro, el que se nos ha muerto, era tan malo como el malo; y si no digo nada, mi reputación no habrá sufrido nada, pero habré consentido que la fama de don Quijote empiece a resquebrajarse y acabará viniéndose abajo como una pared apandada.
Se encomendó el bachiller a que don Álvaro acabara leyendo la segunda verdadera historia, cuando fuese publicada. «Cuando se publique -pensó el bachiller-, estará en ella recogida lo sucedido esta noche en esta venta, y la verdad saldrá sin menoscabarse ni menoscabar a nadie, dejando a cada uno de nosotros donde cada cual ha querido ponerse», y de ese modo decidió no decir nada a nadie sobre si mismo y de cómo él, si, había sido no sólo amigo verdadero de don Quijote, sino quien le había vencido en Barcelona.
Terminaron de cenar los caballeros, se dieron las buenas noches, los que tenían aposento se recogieron en él y el bachiller esperó a que la casa se quedara sosegada para hablar con el ama.
El fuego languideció, y de blandones, velones y candiles sólo permanecía encendida una pequeña candileja, en un vaso de barro, sobre un generoso lecho de aceite.
Apareció Quiteria secándose las manos en el mandil.
– ¿Qué hace vuesa merced tan lejos de nuestro lugar y por qué no me ha permitido que le hablara sino a hurto? ¿Huye
– No huyo, tú eres la huida y vengo en tu busca -declaró el bachiller-. Mañana te vuelves conmigo al pueblo. Y no quería que me descubrieras, porque ya has visto el revuelo que ha organizado nuestro buen don Quijote, que se diría que por allí donde ha pasado o a donde llega su historia escrita, levanta los cascos de la gente y les hace disparatar tanto como disparató él.
Y a continuación pasó a relatarle todas las razones, sin olvidar palabra, que le había encomendado Antonia que le dijera, los agravios de toda una vida y el desabrimiento que se traía con ella la muchacha desde que había desaparecido.
Quiteria se desbordó llorando con tanto ahínco que se hubiera dicho que llevaba todo aquel tiempo de su fuga esperando un momento favorable para poder hacerlo. Sansón Carrasco dejó que se desahogara, mientras se enjugaba las lágrimas con la punta de la saya. Cuando al fin recobró el aliento, dijo:
– No puede ser. Aquí me quedaré, yo ya no puedo volver, y si lo hiciera, me moriría. Mi intención era llegar hasta Sevilla y buscar el modo de llegar a La Asunción de Perú, pero al pasar por esta venta, me enteré que con todo este trajín de mi buen señor Quijano, necesitaban quien les ayudara a asistir tanto bureo. Sabido esto, hablé con el ventero, el ventero con su mujer. Me preguntaron si estaba limpiares dije que sí. Volvieron a preguntarme cómo era que andaba sola por los caminos, sin maleta ni alforja, y les dije la verdad, que me había pasado la vida sirviendo en la casa de un hidalgo que acababa de morir. Dios mío, y si mi amo supiera de qué hidalgo se trataba, me pondría en un cadalso para que me vieran bien de lejos, como atracción de feria. Le dije que no venía huyendo, sino buscando ganarme el sustento, y que era cierto que no traía maleta por pobre, a lo que me dijeron que no sabían ellos que los pobres trajeran una borrica tan buena, y quisieron saber si la había robado, y les dije que no, y que en la primera ocasión que se me presentara, mandaría por alguien que la tornase. Y quisieron saber si era a mi familia a quien había que tornarla, y dije que no, porque no tenía familia.
– ¿Y en eso dijiste la verdad, Quiteria? -le interrumpió el bachiller-. ¿No tienes familia en Hontoria, no fuiste precisamente el día de tu fuga a verla? ¿No te ha dicho cien veces Antonia que tu casa es la suya, y que allí debías de quedarte?
– Si lo piensa, y no lo piensa, ya me lo habría hecho saber en todos estos años -admitió pesarosa el ama. entre sollozos-.Y vos no podéis hablar, porque no la conocéis. Antonia es mala, caprichosa, cruel, antojadiza, y si con el amo era ya ingobernable, sin él será una tirana. Es avara y nada compasiva. Ninguno de nosotros tiene la culpa de que su madre se muriese, de que su padre huyera y de que la niña no se haya criado en un palacio. Mientras vivió su tío, me obedecía o fingía respetarme. Pero muerto él, ¿qué me espera a su lado? Me han tratado en esta venta con más respeto el tiempo que llevo en ella, que en la casa donde he pasado veintisiete años desde que murió mi amo.
– Ahora te ciega el rencor, Quiteria. No hay nadie que sea tan malo como lo pintas, y las personas cambian. Antonia es muy tierna, y está asustada. ¿Y no tienes madre y hermanos en Hontoria? De acuerdo que no quieras volver con Antonia, si tan mal te va con ella; pero vuelve con tu familia. ¿Cómo vas a terminar tú de moza de mesón?
– Allí son tan pobres que ni siquiera podría ganarme el sustento, aun queriendo. Las penas que se le reservan a una mujer sola e infortunada, más vieja que joven, más fea que hermosa, más callada que graciosa, más áspera que dulce, nadie las sabrá nunca del todo. Fui a ver a mis hermanos, es cierto, y a mi madre, y no llevaba pensamiento ninguno, m de estarme en mi casa ni de ir por los caminos. Sólo quería ventilarme la cabeza. Allí me recibieron los míos con los brazos abiertos, y mi hermano me dijo, ésta es tu casa y si a ella quieres volver, te recibiremos con los brazos abiertos, pero corren malos tiempos y tarde o temprano habrás de buscarte donde ganarlo, porque aquí nos juntamos demasiadas bocas. Y así es la verdad, porque aquélla es casa donde se comen los piojos. Cómo me apenó oírles decir aquello. «He venido con lo puesto -les dije-, y con lo puesto me iré esta tarde. Necesitaba un poco de sosiego. Allá se ha quedado todo lo mío, que me basta y me sobra, porque mi amo don Quijote tampoco se ha olvidado de mí en su testamento.» Y fue cosa triste que los mismos que hasta ese momento no tenían sitio donde tenerme, en cuanto oyeron la palabra testamento, quisieron saber por menudo lo que me había dejado, porque no se habrá visto a nadie que lleve mejor cuenta de los caudales ajenos que a los pobres. Les dije que quiso mi amo satisfacer todo el salario que se me debía por el -trabajo realizado en todos estos años, y que añadía veinte ducados para que me hiciera un vestido.