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Esos recuerdos la pusieron triste y le alegraron el viaje hasta Hontoria. Por momentos le gustaba empezar a recordarlos y al momento le amargaban la boca, cuando ya era tarde y tenía que acabar de recordarlos todos, y pasarlos como una cucharada de un jarabe amargo.

«Tantos años en esa casa, y se ve una en el camino sin más bienes que el pan comido, menos dientes y ¡os huesos más viejos. Mientras vivió mi bien, mi protector, mi dueño, mi amo. mi cuidado, mí desvelo, mi reposo, mi afán de cada día, mi confín, mi Alonso Quijano. viví feliz. Siempre me tuvo en la mayor consideración, y me habría tirado yo de lo alto del campanario, si me lo hubiese rogado él. No era necesario ni siquiera que nos hablásemos, m que él me ordenase nada ni que yo preguntara, porque nos adivinábamos el pensamiento. Falto él, ¿a quién voy a deberle yo respeto? ¿De qué iré colmada, muerto él, si no es de pesares? ¿Cómo me reposaré, si ya no puedo más que vivir en un puro desvelo? El día para mí se ha nublado, vivo en una aniebla sin resquicio, no pasan las horas sin quitarme cada una la vida, los días se vuelven noches y las noches no acaban, y cada día que pasa parece una sepultura que se me abriera a los pies, y ya ni el pan me sabe ni el agua me quita la sed, y hasta que no nos resuciten a los dos, no podré decirle a la cara todo lo que no pude o supe o quise decirle, que de haberme dado el cielo la mitad del donaire que él ponía en explicarlo todo, habría entendido que no iba a encontrar entre todas las mujeres ninguna que le quisiera como yo lo quise, ni ninguna que lo atendiera y cuidara como yo lo cuidaba y asistí, y quitándole de correr para contentar con hechos y gestas a una Dulcinea improbable, le habría apartado para siempre de la locura. Así que en parte yo he sido la culpable de que su buen juicio se echara a perder. ¡Cómo habría entendido él que debía quedarse conmigo, y aunque el cielo no me hizo hermosa ni blanca de cara, pocas me ganarán a honesta, limpia y leal! No, y mil veces no, yo no soy moza de mesón, no soy moza de venta. ¡Ay, y cómo ese día tenía que haberle dicho esto y más!»

Si Altea hubiese sido persona, tampoco se hubiera enterado de qué hablaba Quiteria en esta última confidencia, porque se refería a cierto día, de hacía dos años, en que venciendo su recato y la grandísima timidez que la atenazaba, le declaró su amor, para sorpresa de don Quijote.

Llevaba amándole ya más de quince años. En realidad le amó desde el primer día, desde que la llamó Quiterilla como nadie se lo había Mamado nunca. Pero al principio, se decía:

.(¿Cómo se lo diría? ¿Y cómo me mirará, siendo tan fea? Pero somos viejos ya los dos, y esas cosas, a nuestra edad, ya no importan, ni la cencerrada si nos la dan».Y teniéndole cerca, a la vista, y sin que él mirara a otra, se contentaba.

Concibió la idea cuando murió Justa Arce, la madre de don Quijote, y quedó Alonso Quijano solo en este mundo, con la niña Antonia, y sin que se le conociesen amores con nadie, y pensó Quiteria, «nos casaremos y la criaremos como a hija con nuestros hijos, porque no es bueno que esta niña crezca en esta casa grande, siempre sepultada en silencio».

Hasta le dio a Quiteria un poco de vergüenza recordar cómo había sucedido todo.

Se encontraba don Quijote leyendo ese día uno de sus libros, a la luz de un velón de tres luces. Era uno de esos días de invierno húmedos y tristes en los que no cesa un minuto de llover. Estaba ya entrada la noche y dormía la niña Antonia en su aposento. Se acercó Quiteria a don Quijote por detrás, sin dejarse sentir, como la gata Malva, la gata de don Quijote, y le dijo:

– ;Sabe vuestra merced cuánto hace que sirvo en esta

Levantó don Quijote la vista del libro, extrañado de que el ama le interrumpiera, pues le tenía ordenado que mientras le viese recogido en su estudio nadie, ni ella ni la sobrina ni ningún otro de la casa, huésped, asalariado o amigo, tenía licencia para venir a sacarle de sus cogitaciones.

– ;Cuántos años, dices? Lo sé muy bien; no pocos, desde luego -le respondió, sin entrar en detalles.

– Veintitrés años, tres meses y quince días -señaló Quiteria, siempre escrupulosa para sus cuentas-. ¿Recuerda vuesa merced el día en que llegué, alcanza a recordar las palabras que me dirigió y lo que yo le contesté?

– ¿Y a qué viene, Quiterilla, tanto puntillismo? ¿Te debo alguna mesada, he dejado de comprarte alguna saya prometida, no vas calzada como conviene al ama de una casa hidalga como ésta?

Quiterilla… Se turbó el ama de oírse nombrar como aquel lejano día. Sí, tenía que acordarse, aunque no lo dijese.

– Dime, ¿te falta algo que se te deba?

– Nada de eso, señor Alonso. Gratis trabajaría yo en esta casa, y hasta vestiría harapos con tal de estar a vuestro lado, como bien sabéis, y nunca podré dejar de estarle agradecida por todo lo que hizo por mí recogiéndome del arroyo, como quien dice, y apartándome de la jurisdicción del hambre, como suele decirse.

– Ah -exclamó don Quijote-. Yo no hice nada.

– Sí hicisteis. Pero me ha sucedido algo que no puedo excusar de deciros, y sin embargo no encuentro el modo. Ay, si tuviera vuestro salero, que habláis cuando queréis y no estáis amorugado todo el día, como los poetas. No parece sino que os han hecho la lengua las propias potestades.

Don Quijote la escuchaba atónito, sin adivinar lo que su ama quería decirle.

– Mira, Quiterilla, ya ves que estoy ocupado y no sé bien a dónde quieres ir a parar; abrevia -la acució con aquella paciente dulzura que a veces sabía poner en sus palabras.

– Ay, señor -exclamó Quiteria-, sí yo pudiera parar en alguna parte. Por dentro estoy azogada, sin sosegarme un punto. Ahí voy. No sé cómo, desde el primer día en que le vi a vuestra merced…Y es que no puedo seguir. Todavía tenía vuesa merced todo el pelo de la cabeza en su sitio, y la barba bien negra, y aquel porte pulido, y la manera gallarda en que me ordenaba que hiciera las labores, que aspara o que lavara el lino o que secara higos o que partiera almendras, y la paciencia con la que me corregía… ¿Cómo no iba a despertárseme en mi corazón un amor tan verdadero? Todo este tiempo lo tenía sepultado bien dentro, y me lo hubiera llevado a la tumba, de no haber empezado a ver en esta casa cosas que quitan el sosiego y no dejan apaciguarme, viendo el peligro en el que estáis poniendo la salud.

Miró don Quijote al ama con descosidas cejas y los ojos fuera de órbita.

– ;Salud, dices, Quiteria? -preguntó-. En todos los días de mi vida me he sentido más sano.

Y dicho y hecho, sin soltar el libro, se puso de pie, y de admirable corcovo, a pies juntos y formidable impulso, como hubiera hecho la gata Malva, se plantó don Quijote encima de su mesa, y de otro volvió al suelo, mientras abrió los brazos al modo de los saltimbanquis, y repitió la cabriola dos veces más, arriba y abajo, disparándose al techo el bonete colorado que acostumbraba traer puesto por abrigarse la cabeza.

– ¿Te parece ésta la salud quebrada de un hombre?

– No, sino a que no duerme, no reposa, no come… Me refería, señor, a estar viéndoos como os veo estos últimos meses hablando solo, sin sosiego, leyendo a todas horas y pronunciando en sueños, cuando dormitáis al lado del fuego, el nombre de una rival mía…

– ;Una rival, dices? -exclamó don Quijote, que no dejaba el libro de la mano, sino que lo mantenía cerrado, con el dedo entre las páginas para no perder el hilo de lo que llevaba leído-. ¿Una rival? No sé de qué me estás hablando. ¿No será que hablan por mí mis enemigos los duendes y encantadores?

Ésa fue, que recordara Quiteria, la primera vez que su amo habló de duendes y encantadores, la primera vez que se asomó al pozo real de su locura.

– ¿Qué duendes, qué encantadores? ¿No fue vuestra merced el otro día, a cencerros tapados, a averiguar qué hacía o no, y en qué o no se ocupaba una tal Aldonza Lorenzo, del Toboso? Vive Dios y Nuestra Señora del Hontanar, patraña de mi pueblo, que de no haber sido por ese bien funesto nombre, jamás habría dicho yo nada, y hubiera padecido los rigores de este amor hasta el mismo día en que me hubieran untado el santo crisma. ¿Acaso vais a negarme que…?

Ni terminar le dejó don Quijote a Quiteria. Se puso en pie, encendida la color de la cara, no se sabía si de indignación, de cólera o de vergüenza. Temió Quiteria un arrebato de su señor, y ya lamentaba haber dado aquel paso.

Pero no. Paseó don Quijote el aposento arriba y abajo media docena de veces, antes de decir nada, meditando cada una de las palabras que iba a decir. Y como no se decidía a replicarle nada, continuó Quiteria diciendo, ya como excusa:

– Bien lo sabe el cielo, y lo puede saber vuestra merced, que yo no pido nada para mí, y que como he estado, seguiría siempre, de no haber visto que otra habrá de quitarme el bien mío, que ya comprendo que una persona de mi calidad no ha venido a este mundo para amar a quien en fortuna y cuna le sobrepasa, ni mucho menos a ser amada por él, y menos aún a quien como a mí no le señaló el cielo con hermosura. Pero cuando supe de quién se trataba, y que era Aldonza Lorenzo, a quien conozco desde que ella era una niña, y no aventajarme ella, en lo que yo modestamente veo, ni en linaje ni en nada de lo demás, sólo entonces me he atrevido a veniros con ésta para mí gravísima cuita; y para disculpar la falta de mi indiscreción, y conociéndome como me conoce, imagine cómo me siento para hablarle ahora como le hablo.

Ya se había calmado algo don Quijote, y había vuelto a sentarse. Enternecido por esas palabras que jamás hubiera imaginado oír, rumió lo que iba a decirle, y al fin sus palabras, como nieve, se fueron posando en las ascuas de un corazón como el del ama:

– Has de saber, mi buena Quiteria, que de esa Aldonza de la que has oído hablar, yo jamás osaría pronunciar su bellísimo nombre entre las modestas paredes de mi casa, estando como está siempre el suyo en boca de reyes, emperadores y duques y en palacios todos cubiertos de pórfido y mármoles marinos, v conviene que te vayas haciendo a la idea, Quiteria, que esa Aldonza es la mujer a la que he entregado todo mi corazón. Y no de ahora, sino ya desde hace luengos años, doce o catorce, si no me sale mal la cuenta. Y que si no hubiera sido ella la ladrona de mi corazón, en este mismo punto te lo daría a ti, porque no he conocido a ninguna otra mujer más buena que tú ni más solícita ni discreta. Pero entra tú misma en mi pecho, Quiterilla, y lo verás vacío, porque aquella Dulcinea se lo ha llevado a su nido como la codiciosa urraca.

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