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Al llegar a este punto, Quiteria, que iba hablando sola con la mayor naturalidad sin advertir siquiera que lo fuese haciendo, enmudeció como quien hubiera tropezado con algo. Aquel nombre, don Felipe Melgar, secretario de Montones.

¿Qué será de don Felipe?, se preguntó Quiteria. Su historia sería seguramente tanto o más apasionante y aventurera de lo que resultó la de su cuñado Alonso Quijano. si acaso se llegara a saber un día, porque el de Montones, a cuenta de seguir a Montones, que marchó a Ñapóles con embajada del Rey, desapareció para siempre. Al saberlo, su madre dijo a su hijo, por todo comentario: «El que lejos va a casar, o va engañado o va a engañar», pero le prometió que nada de aquello le diría a Elvira.

Empezaron a recibirse en el pueblo cartas de la abandonada. En una de ellas decía: «No sabiendo nadie si en Italia se lo llevó la peste [a mi marido], o si la galera en la que volvía cayó en manos del turco o si conoció a quien le convino más servir, me hallo ahora sin poder tomar partido. Se fue y no me dejó dineros más que para días, a cuenta de otros que prometió enviarme, y no llegaron y no sabemos mi hija y yo cómo vamos pudiendo vivir. Para el día en que hubiere necesidad de ello, me encomendó llamara a la puerta de un caballero muy principal de esta Corte, a quien dan el nombre de don Tomás de Izcategui. Así se hizo, pero el tal señor no quiso proveer otra cosa que no fueran consejos […]. Así que hago el caso que don Felipe tomó las del humo, aunque lo espero y rezo a la Virgen para que nos lo devuelva pronto, sano y salvo, a mí y a mi hija. Hasta una docena de cartas, con sus costas pagadas, han salido ya para Italia, y ninguna ha venido de allá. He cambiado de casa y tomado aposento en una visitación de la calle de la Trinidad. De los tres mil que prometió darme, no he visto ni un real hasta la fecha, y unas fiebres nos tienen a mí y a mi hija quebrantadas. Mi leche es mala y pago a un ama. Díganme vuesas mercedes cómo haré y dónde se me remediará. No hay una sola hora que no píense en volverme, y lamento el día que do allí me vine encañada con tanta promesa».

Suspiró Quiteria ante los tristes recuerdos. No hacía ni dos semanas que había visto la carta por última vez, cuando guardó los documentos en la bujeta de los papeles. Desde luego la hija la había leído una y mil veces. Era todo lo que conservaba de su madre. Y a pesar de saber la verdad de lo ocurrido, aún se podía oír a Antonia decir cosas como: «¡Mi madre vivía en casa palacio», o «la servían doncellas y amas y criados», o «tenía coche, y caballos, y verdugados, y saboyanas y mantos bordados, y chapines de seda». Y don Quijote y el ama, que conocían la verdad de todo, por no disgustarla asentían y no le quitaban la razón.

«Pobre Elvira, pobre Antonia -se dijo de pronto Quiteria, tomando de nuevo el curso de su coloquio con la borriquilla-. No tuvo otra que morirse de un mal ferino, Altea. Le tomó el pecho y se lo deshizo en sangre. De no haber sido así seguramente lo habría hecho de estrecheza, porque todo lo fue vendiendo, sus alhajas y sus saboyanas, los verdugados y las alfombras, las sartenes y las ollas, y quedó tan pobre como la llama de una candileja, sin más valedor que un criado viejo que la robaba. Cuando llegamos ya no le quedaba nada, más que miseria.

»A Madrid fuimos yo y mi amo, y aquí las trajimos a las dos. Tú, Altea, todavía no habías nacido. La pobre Elvira muñó en cuanto entró por la puerta, que se hubiera dicho que estaba deseando llegar a su casa para descansar, y nos quedó el consuelo de su buena muerte. Murió como un apóstol, sin decir ni mu, la pobre, como su hermano. Eso debía de ser cosa de la familia.»

Se ve que en ese recuerdo tan penoso y funéreo, se despertó uno jovial, como a veces ocurre con ese sueño que abre una puerta que lo comunica con otro sueño. Y fue que Quiteria recordó aquel viaje a Madrid.

«Tenías que haberlo visto, Altea. Fue la primera vez que salí yo a una ciudad. Y que salía él. Qué poco le gustó Madrid. A mí en cambio me gustó muchísimo. Quiso la suerte que fuésemos a dar a la calle del Lobo, frente a un burdel. «¡Cuánto alboroto», decía él: "¡Qué inmundas, angostas y pestilentes estas calles! Para calles, Quiterilla, la nuestra o la Alameda, allí entra el sol, allí corre el aire, allí se huele a tomillo y a cantueso, a aciano y a mejorana, a manzanilla y a mentas! Las casas huelen a alcamonías, a alcaravea y mejorana.;Y la confusión de la posada, y el guirigay de los criados y mandaderos, y las tercerías de las dueñas, y la tristeza de los que llevan en la Corte semanas, meses, años, buscando favorecerse sin conseguirlo, y esta desesperada alegría de los soldados sin destino y sin blanca! Quiterilla, mañana mismo nos volvemos al pueblo con Elvira y la niña". Pero a mí me gustaba ver a tanto caballero en sus caballos y tantas damas en sus coches. ¡Cómo vestían, Altea, qué talle, qué porte el suyo!».

«Ay.» Volvía Quiteria a suspirar y a meter el talón en el ijar de la burra, porque Altea, para burra, ya no era joven y se iba durmiendo por el camino, hasta quedarse quieta, y había que despertarla de vez en cuando con el pie y un golpe de la vara en la albarda para que siguiera, y esos meneos bastaban para que entendiera.

Siguió un rato Quiteria sin decir nada, regustándose en el recuerdo. Le había hecho sonreír lo poco que le había gustado Madrid a su señor Quijano, con lo que iba a gustarle Barcelona, y lo mucho que le había gustado a ella. «¡Lo que no hubiese dado él por viajar de muchacho, cuando quiso marchar a Alcalá a estudiar, y va a Madrid, y no le gusta!», y recordó Quiteria cómo su madre, que no se podía separar de él, le ordenó que no se fuese a estudiar, como quería, y él, que era un buen hijo, allí se quedó a no hacer nada.

Mucho había oído hablar el ama de todas aquellas cosas que habían sucedido antes de que ella entrase en la casa. No había sido Alonso Quijano nunca un hombre rencoroso; quedarse ni le amargó ni cobró por ello inquina a su madre. Fue poniéndole, eso sí, poco a poco, triste, como rodado.

Recordó también Quiteria que cuando entró a trabajar con los Quijano, y más después de que murió Elvira, Alonso no hacía otra cosa que leer, cazar y soñar con poder salir algún día de aquel oscuro rincón, y conocer los confines del mundo como su compañero de juegos Bartolomé Castro había hecho. Pero no se fue, y su tristeza fue rodando, y al rodar, creciendo. Decía: «Antes por mi madre, y ahora por mi sobrina, ¿adonde me voy a partir? Voy a ser un triste rodado».

Pero la madre de Alonso Quijano vivió muchos y buenos años junto a su hijo, y al morir, éste era otro ya muy diferente de aquel joven que tanto había soñado, y no salió ya del pueblo.

Cuando murió la madre, Quiteria le dijo:

– Ahora vuesa merced vayase a Alcalá, o donde quiera, qu e yo me ocuparé de la hacienda, y criaré a Antonia.

Pero don Quijote le dijo:

– Quiterilla, ya soy talludo para ponerme la beca y echarme encima el vademécum. Aunque me gustaría volver alguna vez a Madrid, porque no puede ser que no me gustara. Madrid es Madrid, y algo tiene el agua cuando la bendicen. Debió ser que como llegamos con aquel negocio y nos metimos en la calle del Lobo, todo se torció. Pero no puede ser Madrid como la vimos nosotros. Madrid, Quiterilla, tiene que tener algo.

Y sí, ¡lo que no hubiese dado por pisar los famosos corrales de comedias de Madrid, donde representaban a su entender idos mejores autores del mundo»! Pero no, no volvió a dejar el pueblo, hasta que ya se volvió loco del todo. ¿Por qué no salió a ver mundo, cuando aún estaba sano él y la hacienda junta, y a correr los orbes? «Altea, tengo para mi que si mi amo la hubiese corrido entonces, nos habría ahorrado su desquicie», se dijo el ama tratando de buscar una explicación y remedio a lo que ya no lo precisaba.

Todos estos pensamientos se desvanecieron súbitamente como por ensalmo, porque chilló un cuervo cerca, y siguió Quiteria un buen trecho del camino con la mente en blanco, moliéndose en su corazón tanta tristeza. Al cabo de una hora, se preguntó de nuevo: «¿Y cómo será que Antonia no me quiere?». Empezó a llorar, pero como pensar en Antonia le hacía daño, viró su pensamiento hacia el difunto don Quijote, que le hacía bien.

«Nunca se arrepintió de haberme tomado a su servicio, ya lo creo», dijo en voz alta otra vez, sorbiéndose la pinganilla en la nariz con un brusco movimiento, muy orgullosa.

Y desde luego que no se arrepintió. Aprendió tanto y en tan poco tiempo, que llevó la casa ella sola, asistió la larga enfermedad de la madre de don Quijote y acabó también ocupándose de la gañanía, porque ya entonces empezaban las cosas a marchar mal, y no corría en la casa el oro de los buenos años y no se metían más criados.

¿Y las veces que a ella, cuando ya la conocían en el pueblo, lavando en el río, comprando, trabajando, le dijeron, «Quiteria, deja esa casa y vente a ésta mejor acomodada»? Pero siempre dijo no y no y no. ¿Cómo hubiera podido separarse de Alonso Quijano? Le tentaban: «Ganarás más». Y ella respondía, «seguro». O: «En la casa de los Quijanos haces el trabajo de cuatro, aquí estarás más regalada».Y ella repetía, «seguro, y lo agradezco, pero yo estoy bien». Y cuando a don Quijote empezó a conocérsele la manía, y decían «déjalo, está loco», ella, furiosa, se encaraba con todos: «Mi amo no está loco, sólo es tristeza v una pena muy honda que tiene por no haber podido salir por ahí a correr el mundo».Y si le preguntaban, «¿y de qué está triste, si no hace nada?», ella respondía, «de eso precisamente, de no hacer nada".

Veintisiete años sin dejarlo ni a sol ni a sombra. Sólo una vez dudó, al principio. Fue en el viaje a Madrid. El dueño de una venta habló con Alonso Quijano y viendo la condición de Quiteria, le dijo, déjemela vuesa merced sirviendo aquí, le daré cien reales por ello. Alonso miró a Quiteria y le respondió después de meditarlo, «pregúntele a ella». Recordó Quiteria que miró a su amo y pensó con angustia, ¿será capaz de dejarme aquí? Pero a su señor Quijano le hablaron los ojos, y ella leyó en ellos, y recibió una de las alegrías más señaladas de su vida. También influyó en aquella ocasión en que oyó a los mozos decir detrás de la parva que acabaría en un mesón de mano en mano, y dijo al ventero, «no».

A partir de entonces los días que se levantaba ella mal o se le torcían las cosas, amenazaba a don Quijote, a la sobrina, o al lucero que se le cruzase delante: «Cualquier día me voy; no me faltarán casas donde me llamen», pero don Quijote y la sobrina sabían que eso no sucedería nunca.

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