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XIII

Los pedregales de color violeta, de color ocre, con los lejanos montes al fondo. La luz comiendo el reflejo de algunos caseríos, palmeras, cañaverales. Todo resultaba en un primer plano sin perspectiva en la tarde. Todo herido por la mordedura de la luz de verano.

Cirilo, el asistente que tenía aquel año el teniente Soto, resultaba también disminuido en la luz de la tarde, al cruzar la carretera con el saco y la azada al hombro. Desde las tapias de la finca del inglés se le unieron los dos chicos. Carlos con su brazo en cabestrillo y Martín. Desde un poco más lejos otra sombra, blanca y negra, cruzó la carretera y se fue acercando a ellos al comenzar los pedregales.

– ¿Has visto cómo viene Anita?

El comentario fue de Martín. Carlos se volvió a mirar, lo mismo que Cirilo. Cirilo acababa de dejar en el suelo el saco y la azada y en aquel descanso había sacado su petaca con tabaco y el librillo de papel de fumar para hacer un cigarro.

– ¡Caray con la chica! ¿Va de máscara?

– Ha cogido el velo de Carmen, el velo de viuda… Es el que yo te dije, Martín, que se ponía ella muchas veces delante del espejo.

Cirilo se reía.

– ¿Qué hay, maja? Mucho duelo por el perro, me parece.

Anita estaba muy seria. Por primera vez durante el tiempo en que Martín la conocía, los ojos de Anita tenían huellas de haber llorado.

Iba Anita con alpargatas, con su traje blanco, con el velo negro de gasa sobre los cabellos sueltos y con un puñado de flores amarillas, silvestres, en la mano. Y había llorado. Esto era lo asombroso: había llorado.

Cirilo el asistente se rascó la oreja.

– Chicos, hay cristianos a quienes se entierra con menos sentimiento. Y en estos tiempos en que la vida no vale nada… ¡mira que llorar por un perro y ponerse de luto! ¡Jesús!

Todo esto lo dijo el asistente en un lenguaje pintoresco, comiéndose la mitad de la terminación de las palabras. Anita le miraba tan seria que el hombre terminó por ponerse nervioso. También lo miraban serios Carlos y Martín.

– Chicos, ya no puede creer uno que seáis vosotros los que echasteis la carne envenenada por encima del muro.

– Alguien se mete en nuestra finca -Carlos dijo esto pensativamente y lo repitió en voz más alta-. Sí, alguien se mete en nuestra finca por las noches.

Cirilo le miró con curiosidad, aunque su mayor curiosidad iba dirigida a aquella chica del velo negro de gasa. El asistente había oído contar cosas muy pintorescas de Anita la de la finca del inglés, pero en aquel momento no sabía qué pensar de ella. En realidad le parecía loca y sin embargo no tenía ojos de loca, sino unos hermosos ojos llenos de fuerza y enrojecidos por haber llorado. Y un aire tal de autoridad, dentro de toda aquella tontería del disfraz del velo negro, que Cirilo estaba desconcertado. El muchacho aquel del brazo enyesado, había dicho que alguien se metía en la finca, con una seguridad que también resultaba extraña.

– Dicen que andan huidos por los alrededores del pueblo -explicó Cirilo al fin-. Pero no hacen nada. Sólo vienen a buscar comida. La guardia civil cogió a dos este invierno.

– ¿Huidos? -dijo Anita-. Huidos, ¿de qué?

– Rojillos… Pero no hacen nada. No es como en otras partes que han formado partidas en el monte. Vienen al pueblo a buscar comida y nada más.

– Si vienen a buscar comida -dijo Martín-, no creo que tengan trozos de carne con vidrios para matar a los perros.

– Claro…

Cirilo se volvió a rascar la cabeza. Aquel grupo que formaban los chicos y el hombre con el saco que contenía el despojo del perro, allí en tierra entre ellos, no podía ser más raro.

Martín se sentía muy frío, muy extraño. «No siento nada. Se ha muerto Lobo y después de la primera indignación no siento nada. Me da lo mismo. Anita me parece una idiota con ese velo negro por la cabeza y sin embargo me da envidia porque ha llorado por Lobo. Y Carlos está conmovido y furioso y yo no siento nada.»

– Andando, chicos…

Otra vez recogió Cirilo el saco y la azada y otra vez el cortejo se puso en marcha entre el sol de la tarde que comía los colores y las figuras. Cuando dieron la vuelta a una pequeña loma, Cirilo dijo que aquel terreno era bueno para cavar una zanja.

– Me gustaría que enterrase usted a Lobo en un sitio mejor. A la sombra de un árbol.

– ¿Al pie de un árbol, señorita? Tendríamos que meternos en una finca. Mire, aquí es mejor.

Se extendían los pedregales, un pequeño camino polvoriento los cruzaba y muy lejos se veían palmeras y aquellos montes. El sol, encima, todo lo unificaba y lo desvanecía. Cirilo se quitó la chaqueta y se remangó la camisa y empezó a cavar. Los chicos se sentaron por allí cerca, en unos pedruscos. Anita estaba pensativa, con su puñado de flores en la mano.

– No puedo comprender la muerte. No, no puedo comprender la muerte. No sé cómo Lobo, que tanto corría y jugaba, puede estar quieto y muerto ahora.

– Todo el mundo se muere.

– Sí, pero yo no puedo comprender la muerte. A mí me parece que yo no moriré nunca. Si yo muriera tendría que dejar de existir todo lo que yo veo. Sería imposible que siguiera el sol, que siguierais vosotros si yo me muriese. Yo no me puedo morir.

– Desde luego -Martín se sentía un poco impaciente de aquellas meditaciones-, desde luego que tú no te vas a morir. Tienes más fuerza que yo y hasta que Carlos si nos descuidamos.

– Lobo estaba lleno de fuerza. Era muy joven. Parece imposible que su instinto no le avisase de que los cristales estaban escondidos dentro de la comida. Si encuentro al tipo que lo ha matado le haré comer un trozo de carne con cristales a ver si le gusta.

– Eso se llama asesinato, hermanita.

– ¿En el caso de un perro no es asesinato?

Martín se sentía nervioso. Empezó a pasear, con las manos en los bolsillos, delante de Anita y Carlos, que continuaban sentados.

– Parece mentira que seas inteligente, Anita. Presumes de que tienes un año más que nosotros y dices cada tontería… También las haces… Cirilo contará a todo el mundo que te has puesto ese velo de gasa para el entierro de Lobo. Todo el mundo creerá que estás loca.

Anita miró a Martín con un desprecio absoluto. Carlos también le miraba extrañado.

– ¿Que estoy loca? Y toda esa gente del pueblo vestida de negro, ¿está loca también?… Aquí no hacen más que matarse los unos a los otros y después se visten de luto. No es tan ilógico ponerme este velo negro que me encanta. Yo quería a Lobo más que a mucha gente. Y si creen que estoy loca, mejor. Todo el mundo respeta a los locos. Todo el mundo se aparta cuando pasa el tío «Torcío», porque saben que empuja al que encuentra en su camino. Cuando no tiene la «iluminación» nadie le hace caso y hasta los chiquillos le tiran piedras, pero cuando se le ponen los ojos fijos y empieza a andar en zigzag causa miedo y nadie se mete con él… Yo hasta he pensado que es el tío «Torcío» el que ha matado al perro porque es primo de Carmen y a veces viene a verla. Sin embargo, el «Torcío» no ha venido nunca a la finca de noche… Ah, sí, sí, Martín, a mí no me importa nada que me crean loca. Al revés. Me encanta. Cuando sepa doña María, la mujer de don Clemente, que me he puesto el velo negro esta tarde quizá se muera de terror por haberme dado una bofetada… Este invierno he leído Hamlet, lo he leído en una traducción española y ésta es mi gran vergüenza, pero el papel de Ofelia me gusta. Lo único que no me gusta es su equivocación al morir ahogada. Yo no me equivocaré nunca. Me creerán loca y espantaré a todos, pero no me ahogaré nunca, puedes estar seguro.

Martín estaba de pie ahora delante de Anita, con las manos en los bolsillos y la cabeza un poco baja. La miraba en silencio y a veces miraba también a Carlos. Carlos parecía subyugado por lo que decía su hermana. Sonreía un poco, pero no se reía de Anita. Sonreía porque las cosas que ella estaba diciendo debían provocar pensamientos que le hacían sonreír.

– Anita, estás asustando a martín pescador.

– Huy, qué bien, me gusta asustar a los tontos.

– Puede que no sea yo tan tonto como te crees.

– Si no fueras tonto no estarías asustado… ¿Tú dices que quieres ser un gran artista? Tú nunca serás nada, martín pescador. Tienes demasiado miedo para eso. Te lo aseguro. Todos los grandes hombres tienen personalidad. Y tú no tienes.

Martín tragó saliva. La escena que le rodeaba le pareció de pronto muy fantástica. Anita con su velo sobre la cabeza y sobre los hombros, Carlos con el brazo en cabestrillo y el cabello inflamado por el sol, las piedras, los cardos, el aire caliginoso, los golpes de azadón que daba Cirilo tan cerca de ellos. Era una escena que no se sentía capaz de dibujar. Que nunca dibujaría ni pintaría. Una escena destinada a perderse para siempre.

– ¿Por qué no voy a ser un gran artista yo? ¿Tú qué sabes? No entiendes una palabra de pintura.

Estaban mirándose como dos enemigos.

– Ten cuidado, Martín, Anita te arañará. Anita está agresiva esta tarde.

Anita al oír a Carlos cambió el gesto y se echó a reír inesperadamente.

– Los tontos más grandes que conozco sois vosotros dos… pero os quiero mucho. Sobre todo quiero a Carlos porque tiene sentido del humor. Martín tiene muy poquito sentido del humor.

– Me parece que la que no tiene sentido de nada eres tú. Me gustaría saber lo que piensa Cirilo de ti esta tarde.

– Ah, Carlos, este martín pescador es muy fatigoso. Siempre se preocupa por lo que piensan los demás. No tiene vida propia.

Martín se encogió de hombros y se volvió hacia el asistente. Notó que el sol se estaba enrojeciendo sobre la figura achaparrada de Cirilo, que en aquel momento sacaba su pañuelo del bolsillo y se limpiaba la frente, después de haber clavado la azada sobre el montón de tierra y pedruscos que acababa de amontonar junto al hoyo recién cavado.

Anita y Carlos se acercaron a su vez y vieron cómo Cirilo sacaba el cuerpo rígido de Lobo del saco que lo envolvía y cómo lo tiró al fondo de aquella pequeña zanja.

– ¿Por qué no le deja usted el saco?.

– Mire, señorita, el saco sirve para otras cosas. No lo vamos a desperdiciar enterrándolo.

– Es terrible esa miseria.

Cirilo se reía socarronamente. Anita detuvo su mano cuando iba a empuñar la azada otra vez.

– Espere.

Anita esparció aquel puñado de flores pequeñas, amarillas y de olor amargo, sobre el perro muerto. La palma de las manos se le había quedado manchada de verde de tanto apretar los tallos de aquellas flores y las limpió descuidadamente en su traje.

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