Oscuridad. El aire es luminoso y tibio en el invierno alicantino, pero Martín ve en todas partes una oscuridad que le hiela los huesos. Hambre, hambre devoradora. Un hambre como nunca ha tenido Martín, ni siquiera en tiempos de guerra. El pan es amarillo y pesado, se rompe al caer al suelo. La abuela dice que no puede comer ese pan y guarda su ración para el nieto. Pan amarillo y boniatos asados. Verdura y pescado hervido porque el aceite escasea. Afortunadamente, hay naranjas. El abuelo está flaco y también tiene hambre; mira con ojos envidiosos las raciones del nieto. Ejem, ejem. Jozú, Jozú, dice el abuelo, con su pronunciación andaluza en las exclamaciones.
El padre de Martín manda un poco de dinero a primero de mes. El abuelo no entiende cómo con tanto dinero -la jubilación, la renta de las casas de la abuela en el pueblo y este dinero que manda Eugenio Soto- no viven como reyes. Por las mañanas el abuelo va al café, se sienta en una mesa al sol. Los camareros ya le conocen y no le dicen nada. Si alguno es nuevo y se acerca a preguntarle qué desea, el abuelo se enfada como en tiempos de guerra y dice que no quiere nada, con su voz de trueno. Martín va al instituto, de modo que no tiene que pasar malos ratos acompañando al abuelo a tomar el sol junto a la mesa del café, como en tiempos de guerra sucedió muchas veces. A Carlos y a Anita Corsi les hacía mucha gracia todo aquello del abuelo en tiempos de guerra. Les hacía gracia saber el trabajo que le costaba al abuelo callar en la calle para no comprometer a las monjas y a los sacerdotes que la abuela escondía en el piso, y cómo se vengaba diciéndoles a esas monjas y a los frailes que él, don Martín, era anticlerical y lo había sido siempre. Anita y Carlos Corsi se reían cuando Martín les contaba que el abuelo durante la guerra iba siempre con corbata y sombrero para que no creyeran que se disfrazaba, como hacían muchos. Su traje lo llevaba más cepillado y limpio que nunca, y decía a gritos todo lo que le pasaba por la cabeza en contra de la situación si se encontraba a algún conocido por la calle, de modo que los conocidos le huían. Martín se está olvidando ya de cómo son las caras de Anita y de Carlos Corsi. Ahora el abuelo truena también en alta voz contra la situación nueva.
Comer y comer. Este parece ser el objetivo principal de la vida. La abuela habla de que si pudiera vender el solar que ella tiene en las afueras de Alicante, lo vendería. El abuelo dice que nadie es tan idiota como para comprar ese solar. Jozú, dice el abuelo, este chico se come diariamente un kilo de almendras, Jozú, no sé cómo no revienta. No se puede comprar carne, dice la abuela. Jozú, dice el abuelo, este chico sale a mí, es ya más alto que su padre. A la abuela el rápido estirón de Martín le da miedo. Martín encuentra que hay un aire oscuro por todas partes y que tiene frío en los pies cuando estudia bajo la luz de la lámpara. Don Narciso el médico regala a la abuela un producto alemán que llama vitaminas para que lo tome Martín. Don Narciso dice que un pintor ha abierto una escuela de arte y la abuela saca dinero para que Martín aprenda dibujo en esa escuela a la salida del instituto. Martín dibuja, dibuja mucho, pero sobre todo siente hambre.
Ahora ya sabe Martín los nombres de los poetas de los libros que tiene don Narciso en su casa. Uno de estos poetas es García Lorca, y los chicos del instituto le piden a Martín que copie poesías de García Lorca y las lleve a clase. En el instituto todo el mundo se pasa las poesías de García Lorca, y resulta que hasta las canciones de moda se inspiran ahora en el Romancero Gitano.
Martín, aparte de todo esto, siente crecer una gran maldad dentro de su alma. Siempre tiene que contestar mal a la abuela. Siempre. La abuela prepara sus primeros pantalones largos arreglándolos de unos antiguos del abuelo. Las mejillas de la abuela, finas como un papel de seda que se ha arrugado y se ha vuelto a estirar, las pobres mejillas de la abuela, se colorean cuando alguien le habla de lo alto que está el nieto. Pero Martín está flaco, flaco y feo como un espantapájaros a pesar de las vitaminas y de los boniatos asados y además no le gusta estudiar. Este año no le gusta nada estudiar. Sólo dibuja y dibuja y le enseña a don Narciso sus dibujos.
Eugenio Soto manda un pollo por Navidad desde Beniteca y también escribe unas líneas para decir que Adela está buena y él también, y que la madre de Adela pasa una temporada en Beniteca y que, como los gastos serán muchos al venir el hijo nuevo, durante algún tiempo no mandará dinero para Martín. El abuelo, si encuentra a alguien que le escuche, dice a gritos en la calle o en casa que mantiene al nieto. Martín no quiere confesar ni comulgar en Navidad y dice a la abuela que tampoco quiere ir a misa y que tampoco cree en nada. El abuelo, que nunca ha ido a misa, se enfada tanto que quiere pegar a Martín con el bastón. Martín va a misa, pero no se confiesa. Hijo, dice la abuela, si pudiera darte carne a menudo estaría más tranquila contigo, esa tristeza que tienes es de crecimiento.
En febrero llega carta de Eugenio desde Beniteca anunciando que Martín tiene una hermanita y que Adela está bien. La abuela vuelve a sacar la fotografía de boda de los padres de Martín y dice que Martín se parece a su madre. Martín mira otra vez aquella cara aguda, el cuerpo delgado y los ojos hundidos de la muerta. Tu pobre madre se puso enferma y tuvo que dejar de besarte, Martín. Ésa fue su mayor pena, no poder besarte porque estaba enferma, dice la abuela una y otra vez. Jozú, Jozú, ejem, ejem, dice el abuelo todo el día y toda la noche del invierno.
Se dice que España va a entrar en guerra a favor del Eje y luego se dice que no va a entrar en guerra, pero se empieza a hablar de que va a formarse la División Azul de voluntarios. Jozú, a ver si asciende el animal de tu padre, dice el abuelo a Martín. La abuela es germanófila. Cree que ser germanófila es estar de parte de la religión. El abuelo por llevarle la contraria dice que es anglofilo. A Martín todo le da lo mismo. Se siente enfermo y no cree en nada y no tiene ganas de estudiar. Don Narciso le pone unas inyecciones reconstituyentes para que los abuelos no gasten dinero con el practicante.
Los compañeros de Martín hablan de mujeres desvergonzadamente. Martín también habla de mujeres. En los retretes del instituto florecen dibujos y palabras obscenas. Hace calor y los exámenes están encima y a Martín le cuesta mucho trabajo estudiar. Se duerme sobre los libros y la abuela se lamenta de no tener café para Martín. El abuelo con ojos golosos dice que él también quiere café de veras y no aquel sucedáneo que llaman café, pero que no huele a café, ni sabe a café, ni tiene el color del café, ni se endulza con azúcar, sino con pastillitas de sacarina. Estamos buenos, Jozú, dice el abuelo. Don Narciso aconseja a Martín que haga un esfuerzo por aprobar el curso, que piense en los abuelos y en lo mucho que lo quieren y en la escuela de arte y en todo lo que hacen por él.
Hace calor y los chicos del instituto se escapan a las playas muchas veces. Martín va con todos. Martín hace un esfuerzo por aprobar. Una asignatura, otra asignatura, le cuesta mucho esfuerzo aprobar el curso. Un esfuerzo como nunca le ha costado. Pero aprueba. Aprueba y está exhausto. Alto y flaco. Tan estrecho y tan largo que da miedo, con una cara fea de niño. Jozú, dice el abuelo, a ver cuándo te afeitas. Pero aún no se tiene que afeitar Martín, aunque parece que el vello sobre el labio y en las patillas se han espesado un poco. Sólo se nota esto mirándose detenidamente al espejo. Pero ya lleva pantalones largos desde la última Navidad.
A la abuela le pide que le compre pantalones azules como los de los pescadores, para el verano. Son baratos. Las camisas viejas, con las mangas cortadas, sirven para el verano. La abuela, sin que el abuelo lo sepa, saca un traje antiguo de color blanco amarillento que era del abuelo y lo arregla para Martín, para que Martín tenga también un traje elegante de verano. Martín, con el calor, tiene menos hambre que durante el invierno; pero tiene hambre aún y sobre todo se siente exhausto y triste como si tuviera los huesos llenos de aire negro por dentro. Han terminado las clases en el instituto y Martín espera todos los días que el cartero llegue con una carta de Beniteca.
La carta llega al fin. Eugenio ordena en ella a Martín lo que tiene que hacer para ir a Beniteca en la camioneta de Juan el recadero. El recadero, dice la carta, tiene dinero para pagar la noche en la fonda de Murcia. Si los abuelos quieren, dice la carta, pueden preparar un bocadillo al chaval para el viaje. Así tendrán menos gasto que si le dan dinero para comprar comida en ruta.