TRES SEMANAS PASARON como un día. Una tarde de julio, después de merendar, estaban sentados en el balancín de Frufrú Martín y Carlos, cuando oyeron rodar un coche por la avenida. Después de hacer sonar el claxon apareció un automóvil grande color crema y quedó aparcado junto a la fuente seca de la explanada, Martin sintió un sobresalto terrible.
Tres semanas habían pasado como un día. Tres semanas llenas de aventuras para los dos muchachos que eran aventuras imposibles de concebir en compañía de Anita, y la llegada de aquel coche anunciaba la presencia de Anita.
Se habían dedicado Carlos y Martin a lo que ellos llamaban -guiñándose un ojo por detrás de Frufrú- la caza del lagarto. Por las mañanas, en vez de salir a las dunas descalzos, sin más ropa que su pantalón de baño, durante la primera de aquellas semanas se habían vestido lo mejor posible sobre el bañador -Martín había terminado por dejar siempre el suyo en la finca del inglés- y después de remolonear un rato por la finca seguidos por la mirada suspicaz de los brillantes ojitos de Frufrú decían aquello de los lagartos y se iban.
La cosa empezó por el afán de lucir la moto que tenía Carlos. Carlos sin darle explicaciones obligó a Martín a vestirse un día y lo llevó detrás de él, con gran ruido, carretera adelante hasta Beniteca y luego por una bajada entre las calles del pueblo hasta aparcar la moto junto a la playa en el lugar donde estaban las barcas de los pescadores y al lado de ellas, bajo grandes sombrajos de hojas de palma, las señoras que hacían crochet vigilando el baño de los jóvenes y de los niños.
La espectacular llegada fue advertida inmediatamente. Martín notó dentro de él una timidez terrible, pero Carlos, con la mayor desenvoltura, le condujo a la sombra de una gran barca, donde se despidieron. Después Martin vio con terror que Carlos se dirigía con las ropas en la mano hacia el dominio de las señoras, hacia los sombrajos. Le siguió cuatro pasos atrás y vio cómo su amigo, después de echar una ojeada a toda aquella gente se acercó a una de las damas, la saludó con desenvoltura y le rogó por favor que guardase sus ropas y su reloj de oro. Todas las señoras del sombrajo y hasta las de los sombrajos vecinos miraban a Carlos. Él, seguro de su cuerpo adolescente, sonreía con la mayor dulzura y al parecer sin darse cuenta de la expectación de los demás.
– ¿Eres tú el que ha venido en la moto?
Esta fue la primera pregunta que percibieron las encendidas orejas de Martín. A esta pregunta siguieron otras muchas, a las que Carlos contestaba sin darle importancia y con desenvoltura admirable.
– ¡Si ni siquiera sé de dónde soy! Mi padre tiene pozos de petróleo en Venezuela, yo nací en la Argentina y mi madre era española. Un lío de familia.
Después de esto Carlos hilvanó hermosas mentiras, más hermosas cada vez y más adaptadas al gusto de aquellas damas según se iban acercando para escucharle las jovencillas que unos momentos antes andaban por la orilla del mar. En aquel primer contacto quedó establecido que Carlos iba a prepararse para el ingreso en la escuela de ingenieros en el próximo curso. En Martín nadie se fijó hasta que Carlos pidió gentilmente que también guardasen las ropas de su amigo.
Todo lo demás fue muy sencillo. Cayeron entre el pequeño grupo de bañistas juveniles con un éxito absoluto. Martín se sentía a un tiempo exasperado y feliz de la corte que rodeaba a Carlos diariamente al llegar a la playa.
El primer día, cuando bajaron de la moto al volver a la esquina de la calle de Martín, Carlos le dijo lleno de euforia:
– Esto es mejor que cazar lagartos. Todos estaban alrededor de mí como moscas alrededor de una cuchara de miel.
Martín llegó tarde a su casa a la hora de la comida. Ya habían terminado Adela y su padre y Adela se negó a darle su ración a pesar de sus explicaciones. Pero Eugenio atendía a aquellas explicaciones y con un «coño» y un puñetazo en la mesa le dijo a Adela que la comida de su hijo se le guardaba aunque llegase a las cuatro.
– Es cosa de la edad, coño. Va a cumplir diecisiete años y es más natural que ande buscando novia entre las muchachas forasteras que no perdiendo el tiempo solo con ese pájaro de al lado todo el día. Nadie puede decir que no es sano que un muchacho de su edad vaya a buscar a las chicas.
Las reacciones del padre, tan sencillas, le parecían un poco misteriosas a Martín. Pero en aquel momento fueron muy convenientes para él a pesar de la mirada de odio con que Adela ordenó a Ramona que le sirviese un plato de comida.
Todas las mañanas iban a cazar lagartos de aquella manera. Martín llegó a sentirse arrebatado por el mismo interés que cuando dos años antes, escondido entre los pedregales y en la mano el hilo que terminaba en el anzuelo con su cebo de tomate, esperaba entre Carlos y Anita el tirón indicador de que el bicho había picado.
El interés de ahora era tan absurdo y tan disuelto en la luz y el calor del verano como todo el interés de vivir que había sentido siempre junto a los Corsi. El interés consistía en observar los manejos de los demás. Los de los muchachos queriendo coger a Carlos en contradicciones, los de las chicas para hacerse notar por él. Todo esto entre baño y baño. En el mar se lucía Carlos casi teatralmente con sus habilidades natatorias y también lograba éxitos de esta manera.
Algunas veces Martín se cansaba de ver a Carlos alejado de él y rodeado de tanto admirador. Pero Carlos le guiñaba el ojo con tanta gracia cuando se quedaban solos, que Martín comprendía que el olvido de su amistad era sólo aparente y se preparaba para volver al otro día a las nuevas delicias de la caza. Lo mejor de todo eran las conversaciones, al caer de la tarde, mano a mano en el pinar. La vanidad de Carlos era tan radiante, tan ingenua, que a Martín le gustaba contemplarla.
– Tengo a todas ésas enamoradas de mí.
– Hay una que no -dijo tímidamente Martín.
– Ah, ¿conque no? Dime quién es y la conquisto en seguida.
Una niña de quince años, morenita y espigada, hija del nuevo notario de Beniteca y de nombre Mari Tere, prefería hablar con Martín que con Carlos o con los otros chicos. Al oír la salida de Carlos, Martín se encogió de hombros y tragó saliva.
– Hombre, si tú quieres conquistarla…
Le parecía imposible que alguien pudiese resistir a la gallardía y al encanto de Carlos.
Carlos se echó a reír.
– Vaya, te la dejo. También tú tienes que cazar tu lagarto, aunque sea un lagarto pequeño.
Una vez embalado en conversaciones de esta clase con Martín, Carlos no se paraba en barras. Le decía a Martín que no sólo las jovencitas sino también las señoras mayores le resultaban fáciles y que si él quisiera las conquistaría. Pero no le gustaban y prefería asombrarlas. Y estas cosas las creía Martín. Las creía y a veces le punzaban dentro del pecho. Sentía miedo de que Carlos llegase a interesarse demasiado por la caza, de que se interesase tanto que dejase de interesarle ya la magnífica camaradería de las confidencias.
El repuesto de combustible que tenía Carlos para la moto acabó pronto. Carlos y Martín iban ahora a la playa civilizada, sin vestir, andando descalzos por la orilla del mar. Si llegaban pronto Carlos prefería mantenerse retirado, hasta que, echado en la playa a lo lejos, veían cómo se llenaban los sombrajos vacíos.
– Para la caza lo importante es aparecer cuando le echan a uno ya de menos.
El día del Carmen fueron invitados, con todos los de la pandilla, a casa de Carmencíta, una muchacha que a Martín le parecía insoportable, que a Carlos le habían dicho era una de las ricas herederas de la provincia y que llegaba a la playa, en compañía de su hermano, en un carricoche tirado por mulas con cascabeles en las riendas.
Aquel día echaron de menos la moto. Carmencita vivía en un chalet grande rodeado de palmeras como un oasis en el desierto y a dos kilómetros de Beniteca en la carretera contraria a la que conducía al faro.
Fue una caminata grande para llegar hasta allí y Carlos estaba muy preocupado porque su jersey de seda se empapaba de sudor. La preocupación llegó a ser tan grande que a Martín le pareció cómico aquello.
– A ver si en vez de cazar tú el lagarto, el lagarto te caza a ti.
En la voz de Martín había una nota de angustia que a él mismo le sorprendió. Pero Carlos se reía.
Muy cerca ya de casa de Carmencita, Carlos se empe ñó en sentarse a la sombra relativa de un cañaveral junto a una charca llena de mosquitos. Carlos se quitó el jersey y lo puso a secar. Los mosquitos le acribillaron a pesar de que Martín los espantaba con su chaqueta blanca. Martín se reía como un loco en aquellos momentos, y Carlos estaba un poco fastidiado.
A pesar de todas estas operaciones o a causa de ellas quizá, Carlos fue recibido con el mismo alborozo de siempre. Y en cuanto llegaron a la reunión se separó de Martín. Martín se mantuvo apartado y casi olvidado de todos hasta que Mari Tere le rogó con coquetería que la permitiese enseñarle a bailar. Martín llevó entonces a la niña a la terraza y bailó con ella un fox de moda, entre las demás parejas. Mari Tere quedó asombrada de sus cualidades de bailarín. Como faltaban chicos que tuvieran estas habilidades, desde aquel momento Martín estuvo solicitadísimo. Mari Tere, cuando él la sacó a bailar otra vez, ya casi de noche, le pidió que fuese con ella a pasear por el jardín un poco.
Fue un paseo inocente, casi silencioso, un poco incómodo también, que le recordó a Martín vivamente sus experiencias con la Mari Tere de Alicante y aunque estaba azarado y halagado al mismo tiempo por el interés de la chica, procuró conducirla hacia la terraza iluminada lo más pronto posible.
Cuando salieron de aquella casa, ya de noche, Carlos empezó a contarle a Martín cómo habían picado sus lagartos. Poco a poco, según el camino avanzaba, Carlos se iba embalando en descripciones de la persecución de aquellas niñas, sobre todo de Carmencita, que le había llevado a un rincón oscuro para que él le pusiese la mano en el pecho y le diese un beso.
– ¿Sabes lo que le dije después? Le dije que yo sólo juego a esas cosas con mujeres experimentadas.
– A mí me ha ocurrido algo por el estilo, pero es más fuerte. Y fue en el jardín, a la sombra de las palmeras -mintió a su vez Martín, excitado.
Carlos le miró de reojo en la sombra de la carretera.
– Chico, ¿sabes que la caza del lagarto se pone interesante?
Poco a poco la conversación se fue acalorando. Una explicación seguía a otra, cada vez más atrevida y más cortada por risas. En este mentir y mentir Martín encontró un gozo turbio, jamás experimentado hasta entonces.