Fue en el momento de descolgarse desde la rama del pino grande al tejado. Era un momento difícil en que la punta de las alpargatas tanteaba las tejas para acomodarse y poder caer al fin con todo el peso del cuerpo tal como había hecho Carlos un minuto antes. En ese momento Martín tuvo una intuición; más que eso, una seguridad: vio a Anita Corsi como si proyectasen su imagen en una pantalla delante de él. La vio taconeando por las calles muertas del pueblo. La vio llegar a casa de don Clemente el médico y llamar a la campanilla de la cancela que guardaba el patio.
El momento no era a propósito para visiones. Martín había hecho un mal movimiento con el pie izquierdo y el pie le dolía aún al quedar a gatas detrás de su amigo. Se quemaba las manos al tocar las tejas para agarrarse en ellas, Martín notaba el sudor empapándole la camisa y oía los jadeantes juramentos en francés y en español que lanzaba Carlos. Pero Carlos avanzaba entre juramento y juramento por aquella vertiente entre los dos tejados de la casa y Martín se arrastraba detrás de él quemándose las manos, jadeando también, notando un sol que daba vueltas dentro de su cabeza y cuya luz le parecía que salía en llamas por sus ojos y por su nariz. El camino se hacía larguísimo. De cuando en cuando refulgían pequeños vidrios hiriendo las pupilas como cuchillos. Una lagartija palpitó entre las manos de Martín y huyó. Los chicos avanzaban hacia la pared de la torre y si levantaban la cabeza el cielo les parecía negro por completo con aquel disco blanco y redondo del sol. Carlos seguía jurando y se detuvo para chupar una cortadura en sus dedos. Martín se detuvo también y oyó su propia respiración y luego, como una ola que estalla, el canto de las chicharras.
– Espera, Carlos, espera.
– Calla, imbécil.
Martín calló y siguió aquel penoso gatear con la meta de aquella pared que se alzaba en el centro de la casa, cuadrada, grande, con líneas bien trazadas, bien hundidas las rectas de sus dos esquinas en los tejados. Martín no supo si eran horas o minutos hasta que Carlos llegó a aquella pared y se puso en pie tanteándola con la palma de sus manos que parecían tener ventosas de la manera que se pegaban. Hasta apoyó la cabeza en ella. Y Martín a sus pies. Primero a gatas, luego en cuclillas.
– Carlos.
– Calla.
– Anita no está ahí, Carlos. Sé dónde está Anita.
Vista de abajo arriba, la cara de Carlos resultaba encendida y enfadada también como la de un arcángel vengador y feroz.
– Si tienes miedo tírate del tejado… Calla ahora, idiota.
– Anita ha ido a casa de don Clemente el médico a ver a Pepe. Estoy seguro porque…
Pero Carlos no le escuchó. Martín le vio tantear la pared y vio cómo subía al tejadillo que daba a la parte trasera de la casa. Primero una alpargata sobre la cima de aquel tejado, en equilibrio, luego la otra. Una mano apoyada en la pared, otra cogiéndose a la esquina. Detrás de él Martín hizo algo mas fácil: con el vientre apoyado en la subida del tejadillo se cogió al borde con las dos manos y pudo ver la fachada de la habitación de la torre que Carlos estaba viendo de pie, asomándose por la esquina misma de la habitación. La ventana enrejada no parecía lejos, bajo ella el tejado descendía oblicuamente.
– ¡Déjalo! -gritó Martín-. Anita está en el pueblo. En casa de Pepe, te lo juro.
Carlos con un impulso de su largo cuerpo se balanceó y tendió una mano hacia la reja más cercana agarrándola. Soltó la otra mano de su asidero y todo su cuerpo quedó colgado, chocando las rodillas por el tejado hasta que la otra mano asió también la misma reja y todo Carlos fue una tensión por afirmarse, por clavar las rodillas entre las tejas y subir a pulso con el sostén de aquel hierro al que se aferraba. Todo pasó muy de prisa. Martín no tuvo tiempo de gritar que la reja cedía. La reja cedió con un crujido y Carlos, con aquel trozo de hierro en la mano, resbaló con una rapidez pasmosa, desapareció tejado abajo con un largo grito que Martín no supo de qué garganta había brotado, si de la de Carlos o de la suya.
Anita taconeaba por las calles muertas del pueblo. Se había puesto su traje blanco de piqué, con el cinturón muy apretado en la estrecha cintura. El cabello suelto caía por su cuello y llevaba la cara encendida por el sol. Bajo el brazo, el paquete con las alpargatas que había cambiado por los zapatos a la entrada del pueblo. Ni un alma por las calles. Sólo la sombra de Anita y su taconeo ligero.
Tuvo un momento de pánico y se refugió en el hueco de un portal cuando vio aparecer a un hombre en lo alto de la calleja en cuesta. El hombre iba con la cabeza descubierta, los brazos a lo largo del cuerpo y la cara alzada con los ojos fijos como persiguiendo una visión que le hacía caminar rápidamente y en zig-zag de una a otra acera calle abajo. Anita sabía muy bien que se trataba del «Torcío», un tipo del pueblo con aquella manía que de pronto le hacía salir a la calle para caminar sin descanso siguiendo aquella imaginaria
línea quebrada. Cuando al «Torció» le daba la «iluminación» todo el mundo se apartaba de él, pues nadie podía detener su carrera. Anita sabía que en un momento determinado aquel hombre dejaba de ver sus visiones y se convertía en un ser pacífico y corriente… A pesar de esto el corazón de Anita latió más de prisa durante unos minutos y suspiró de alivio cuando vio desaparecer al «Torcío» calle abajo al fin.
Aparte del «Torcío», nadie. Anita no tenía ni la sospecha de que detrás de las celosías entornadas la iban acechando muchos pares de ojos. Tampoco pensaba en eso. Pepe le había dicho: «Si fueras capaz de venir a mi casa a la hora de la siesta tomaríamos café y anís en mi cuarto. Nadie se enteraría de tu visita y charlaríamos de todo lo que te interesa. Allí tengo todos mis libros. Claro que yo no le diría esto a una mujer vulgar, pero tú eres distinta de todas las mujeres que hay por aquí». Anita se había reído. «Si quieres aviso al tartanero para que te venga a buscar y te deje en la esquina de casa, no vas a ir por la carretera con este calor.» Pero Anita le contó que no avisase a nadie y le dejó en la duda de si iba a ir o no iba a ir a recibir lecciones de filosofía. «Puedes fiarte de mí.» Anita se sonreía al recordarlo, pues nadie en el mundo le parecía más inofensivo que Pepe. «Claro que sí. Tú de mí, en cambio, no te fíes. Te ganaría en una lucha, te lo aviso.» Había dicho esto por decir, pues estaba claro que no pensaba luchar con Pepe. Lo único que le ocurría era la seguridad un poco humillante de que aquel chico sabía muchas más cosas que ella -iba a la playa vestido y calzado y con un libro de filosofía escrito en latín bajo el brazo- y Anita quería advertirle al menos de una superioridad suya. Aquella superioridad física de que estaba completamente segura, ya que Pepe era casi tan flaco como Martín y parecía mucho más blando y menos musculoso. «¿Es posible que a una chiquilla bonita como tú le interese la filosofía tomista?» «A mí me interesa todo, además me gustaría ver tu casa.» «Serás la primera mujer a quien interesaran los libros.»
Anita llegó al portal que tenía las hojas de madera entornadas guardando la frescura del zaguán. En el zaguán antes de la cancela se veía a mano derecha una puerta con la placa dorada que anunciaba la profesión de don Clemente, el padre de Pepe. La cancela del patio estaba entornada también y Anita la empujó encantada de aquel patio lleno de macetones verdes. La cancela hizo un ligero clic al abrirse, la chica miró hacia arriba, hacia las ventanas del corredor que rodeaba el patio, unas ventanas con cortinillas blancas. Pero del mismo fondo del patio salió una sirvienta vieja, muy limpia, con el moño adornado por una flor y una sonrisa llena de arrugas en la cara.
– Pasa, pasa, pajarita -dijo en voz baja-, el señorito te espera. No hagas ruido, por lo que más quieras. Doña María está durmiendo y si oye algo nos mata.
Y cuando Anita entró, aquella vieja cerró la cancela con dos vueltas de llave.
La criada hizo que Anita diese la vuelta al patio bajo los soportales del corredor y entraron en un pequeño pasillo al final del cual se adivinaba el huerto. La vieja llamó a una puerta que abría a aquel pasillo. Parecía muy excitada la vieja aquella. Pepe apareció pálido y poco atractivo. Llevaba una chaqueta de pijama en vez de camisa sobre los pantalones. Habló en voz baja.
– Cuidado, Micaela. Avisa en seguida si mamá…
– No tengas cuidado, nene. Pero tú recuerda si pasa algo que Micaela no sabe nada ni ha visto nada.
Anita entró en la habitación curioseándolo todo. Había una ventana que daba al huerto y cuyas maderas estaban entornadas. Una biblioteca antigua, un armario encristalado, cubría toda una pared. Aparte de eso una pequeña cama turca y en el centro de la habitación una mesa de estilo español antiguo y dos sillas. Sobre la mesa un jarro con flores frescas y una bandeja con cafetera, botella de anís y una sola taza y una sola copa.
– Ya veo que has tomado al pie de la letra lo que te dije de que a mí no me gustaba ni el anís ni el café. Pide agua para mí. Tengo sed.
– Espera -Pepe se acercó a ella cogiéndola por los hombros sin que Anita protestase-, espera… No me has dado un beso.
Anita le retiró de un ligero empujón.
– No pienso dártelo. Haz el favor de pedir un vaso de agua para mí. Si no, deja, lo haré yo. ¿Cómo se llama la mucama? ¿Micaela?
Pepe se adelantó, abrió la puerta y salió fuera de la habitación. Anita abrió la ventana del huerto, admirada de la frescura que llegaba de allí, de los árboles frutales y de aquel rumor de agua que corría escondida por algún sitio. Cuando llegaron Pepe y la vieja sirvienta, que llevaba un vaso de agua sobre una bandeja cubierta por un pañito bordado, encontraron a Anita de rodillas sobre la cama turca curioseando el huerto.
– Cierra esa ventana, hija, por Dios -dijo la vieja con acritud.
Anita la miró con sus ojos más feroces.
– ¿Quién es usted para ordenarme nada? La ventana queda abierta.
– No quiero ningún disgusto, niña. Tú, bien calladita y a obedecer.
Y la mujer se dirigió a la ventana, decidida, pero Anita le dio un empujón y Pepe intervino asustadísimo,
– Anda, Micaela, vete de aquí. Déjanos solos.
La vieja levantó los brazos sobre la cabeza lanzando una retahila ininteligible para Anita y se marchó.
– ¿Qué le pasa a esa mujer? Es bastante descarada, ¿no?
– Ha sido mi nodriza.
Pepe estaba sumamente nervioso. Anita le observó con los ojos entornados, muy contenta del efecto que producía. Al muchacho le temblaban las manos y le debían sudar porque las secó con su pañuelo mientras hablaba.