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XXV

Aquella luna llena fue peligrosa, como había presentido Martín. Hubo muchos desvelos en los días de aquella luna.

Una de aquellas noches Adela se revolvió inquieta en su cama. El llanto de la niña pequeña y la sensación del calor llegaron hasta su cerebro adormilado. Adela tenía mucho sueño y aquel llanto le atravesaba los oídos junto a los ronquidos de Eugenio. Los ronquidos de Eugenio iban subiendo gradualmente hasta alcanzar las proporciones de un rugido; en este punto se detuvieron y el silencio resultó pavoroso. Hasta la niña quedó callada unos momentos. Eugenio movió su cuerpo lanzándolo hacia un lado de la cama, murmuró unas palabras y luego su respiración volvió a ser profunda, acompasada, próxima al ronquido nuevamente.

La niña reanudó su protesta con más fuerza que antes, y Adela, exasperada, abrió los ojos. El cuarto estaba semioscuro con la cortina corrida sobre la ventana entreabierta. Zumbaba un mosquito en el espesor del aire. Tanteando, Adela encontró en la cuna el chupete de la pequeña y lo introdujo en la boquita que inmediatamente empezó a succionar.

Adela tenía la sensación de que acababa de acostarse y su necesidad de dormir era intensa, pero se había espabilado. Oía los chupeteos de la pequeña, que no había querido tomar el biberón a su hora y tenía hambre. Oía aquel zumbar de mosquitos. Recordó que sus niñas llevaban a veces huellas de las picaduras de esos insectos en la cara y recordó inmediatamente que jamás había visto esas señales en la cara cetrina de Martín. Cuando aparecía la imagen de Martín en el cerebro de Adela -y aparecía continuamente-, era como si cayese una gota en un charco de ideas oscuras y venenosas. Una serie de círculos se movían allí. Adela se mordió los labios y se llevó las manos a la cabeza. La niña volvió a llorar y Eugenio, sin acabar de despertarse le llamó la atención sobre ella.

Adela se sentó en la cama. Sus sobacos estaban húmedos y sus cabellos pegados a la nuca por el sudor. Era el sudor de la noche de verano encerrada entre cuatro paredes, mientras aquella luna grande trataba de meterse por detrás de la cortina oscura.

– Ea, niña, ea, ea.

Metió los pies en las zapatillas. La ligera claridad que se filtraba a través de la cortina resultaba suficiente para guiarse. Adela tomó a su hija en brazos y salió con ella del cuarto sin encender la luz.

– Ea, pequeña, ea -dijo en el pasillo y en el comedor, donde la luna, detrás de los cristales, permitía moverse entre los muebles sin cuidado-. ¿Te duele la boquita? ¿Qué te duele a ti?

Los dientes de Martín eran fuertes y sanos como los de Eugenio. Adela tenía una muela careada que se tocaba con la punta de la lengua y la niña sufría por la dentición.

Abrió la puerta de la alcoba de la criada. Un vaho espeso le dio en la cara. Ramona se removió en su cama y encendió una luz. Adela pudo verla vestida con sus enaguas y con la trenza colgándole a la espalda. En la misma cama, junto a la pared, Adelita dormía enrojecida por el sofoco. Adela tendió la niña más pequeña a la mujer, que empezó a acunarla mientras ella se dirigía a la cocina para preparar el biberón.

La ventana de la cocina estaba abierta y en el primer momento fue un alivio entrar allí. La reacción inmediata sin embargo, fue de enfado por el descuido de Ramona, porque Adela vivía aterrorizada por supuestos ladrones que podían introducirse en el domicilio. La luna era tan clara que la cocina parecía llena de luz. Adela se acercó a la ventana para cerrarla, pero se detuvo asustada. Alguien cuchicheaba junto a la caseta del perro. Adela hubiera podido jurarlo.

El miedo le erizó la piel durante un instante, pero la curiosidad pudo más en ella y avanzó sin ruido pegada a la sombra de la pared. Asomó un filo de su cara por la ventana y retrocedió en seguida.

Acababa de verlo. Carlos, el chico de la casa de al lado, estaba allá abajo acariciando al perro. Creyó en una alucinación porque aquella imagen se presentaba con la irrealidad de algunos sueños. Pero era cierto. Carlos Corsi, el amigo de Martín, de quien don Clemente había sospechado siempre malas inclinaciones, rondaba la casa a aquellas horas. Escuchó sus pasos ahora acercándose a la ventana de la cocina.

Parecía increíble, pero allí estaba Carlos Corsi moviéndose como un ladrón en el jardín de Adela. Estuvo a punto de gritar llamando a Eugenio. Una especie de instinto la contuvo. Esperó, porque Carlos se agarraba ahora al palo de la luz y empezaba a trepar por él, camino de la azotea. Adela necesitó unos cuantos segundos para alcanzar la comprensión de aquello que en el fondo de su mente, aun sin creerlo, estaba admitiendo ya. En su casa y delante de sus narices estaba ocurriendo algo que si se enteraba Eugenio de ello podía librarla de Martín para siempre. Increíble, pero no tan increíble recordando las palabras de doña María sobre Carlos Corsi. Doña María aseguraba que su marido le llamaba efebo, y eso en cristiano quería decir algo muy feo. Doña María le había advertido -con gran cólera de Eugenio- que si Martín seguía la amistad íntima con el guapo muchacho, pronto le llamarían efebo también. Doña María le había contado que Pepe, su hijo, antes se dejaría cortar una mano que ser amigo del chico de la casa del inglés. Y Eugenio se había enfadado cuando ella le repitió estas palabras. Y ella, ingenua, en el fondo tampoco había encontrado más razón para ellas que su propio deseo de que pudiesen ser ciertas.

Pero era cierto. Lo que había visto era cierto. Carlos había subido a la azotea donde dormía Martín.

De puntillas retrocedió Adela. Salió de la cocina y abrió nuevamente el cuarto de la criada.

– Ramona -cuchicheó ahogándose-, Ramona…

Ramona, envuelta en el halo amarillo de luz eléctrica, la miró desde el fondo de sus ojos salvajes. Apreció aquel temblor de su señora, la palidez de los labios de Adela, el brillo de sus grandes ojos de párpados hinchados. Ramona comprendió que algo muy interesante sucedía, algo que se le iba a confiar inmediatamente, que venía hacia ella mientras la cara de Adela se acercaba a su cara y la boca reseca de Adela a su oído.

Adela cuchicheó largamente con Ramona sin hacer caso del llanto de la niña pequeña y del espanto de Adelita, que acababa de despertarse y veía en la pared la sombra de su madre y la sombra de la criada, enormes las dos, unidas las dos en el cuchicheo. Eugenio roncaba con el pijama empapado de sudor sobre el fuerte pecho velludo. Roncaba y soñaba con las maniobras últimas sin sospechar el despertar próximo, con dos mujeres sacudiéndole y metiéndole en los oídos palabras que le iban a hacer buscar la pistola -escondida cuidadosamente por Adela- y que le iban a hacer tanto daño -aún no despierto del todo, envuelto en una cólera de sonámbulo- que este daño sería para él algo de lo que nunca podría reponerse. Algo que marcaría su vida con una enfermedad que dos años más tarde a pesar de su aspecto de oso fuerte, le haría morir.

Mientras sucedía todo esto con la gran luna derramándose fuera de la casa, Martín notaba una paz profunda en todo su cuerpo y se dormía.

Era la tercera noche de luna grande y las dos anteriores había velado Martín por diferentes motivos. La primera vela, angustiosa y solitaria, fue la que terminó con el sueño pesado sobre los baldosines de su cuarto. La segunda no la había podido presentir cuando se acostó y cuando Carlos trepó hasta la azotea, en la madrugada, lo encontró dormido.

Carlos se había cansado de vagar por los pedregales. Había dejado a Oswaldo y Anita en el balancín, frente a la casa, vigilados por Frufrú, que se encargaba de cambiar los discos del gramófono. Les dijo a todos:

– Dejadme si queréis la llave junto a la ventana. No pienso volver hasta que sea de día.

– Ñiño -dijo Frufrú-, no seas tonto.

– Déjale, Frufrú. Ayer le vieron ir al pueblo y volverse luego. Aún no me había acostado yo cuando volvió.

Carlos hubiese estrangulado a su hermana en aquel momento. A su hermana y a Oswaldo. Al mundo entero. Ni siquiera había logrado engañar a Martín con su paseo de la noche anterior. Cuando Martín le preguntó, emocionado, cómo era aquella casa y cómo eran las mujeres, él sólo supo encogerse de hombros y vio en los ojos de Martín que éste no se dejaba engañar, que había comprendido su cobardía.

No pensaba ir a la casa de mujeres aquella noche, pero estaba decidido a no volver a la finca hasta por la mañana. Estaba decidido a engañar a Anita y a preocuparla. Llegaría silbando y dando patadas a las puertas y tenía bien pensado equivocarse de cuarto abriendo bruscamente la puerta de su hermana y pidiéndole perdón para que se diese cuenta de la hora de su llegada.

En todo esto estuvo pensando por la carretera y por la playa luego, y más tarde en los pedregales. Cuando el cansancio empezó a rendirle se acordó de aquella alcoba de Martín tan solitaria y asequible en la azotea. Inmediatamente se dirigió a casa de su amigo dando la vuelta hasta la verja trasera. Calmó al perro que ladraba, llamándole y acariciándole. El perro le conocía bien. Muchas veces, en compañía de Martín, le había sacado de paseo.

La casa estaba en silencio y a oscuras. Lo más difícil era saltar la verja puntiaguda, pero Carlos no se arredraba por tan poca cosa y, después de saltar la verja, volvió a acariciar al perro y subió fácilmente por el poste de la luz a la azotea.

Martín, largo y estrecho, dormía boca abajo en su cama sin más ropas que sus calzoncillos. Así lo vio Carlos y pensó que seguramente soñaba, el condenado de su amigo, con aquel pecho hermoso de mujer terminado en un pez horrible que tanto se complacía en describir.

Carlos bostezó ruidosamente, pero Martín no despertó. Se desvistió, quedando desnudo por completo. Colocó las ropas al alcance de su mano sobre uno de los baúles y se tendió junto al cuerpo de su amigo. Un segundo después deliberadamente, le empujó a un lado y Martín abrió los ojos con tanto asombro que le puso la mano en la boca para que no gritase.

Martín vio a Carlos entre aquella gran luna coloreada en parte por los cristales de los ventanillos, y en parte llegando en oleadas blancas desde la puerta abierta de par en par. Vio la sonrisa de su amigo y tuvo la sensación del fuerte cuerpo de Carlos junto al suyo. Los latidos de su propio corazón le golpearon en los oídos.

No necesitó mucho tiempo para comprender las reacciones de Carlos. Casi no necesitó palabras que el otro le volcó al oído, aunque eran pocas para explicar aquel hecho asombroso de encontrarlo en su cama. Pocas y

todo, casi sobraban para la comprensión agudizada de Martín.

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