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III

Nunca se explicó Martín por qué tuvo que ser el jueves precisamente, ni por qué aquel jueves le dejaron solo en casa, a media tarde, con el encargo de cuidar de que ningún gato entrase en la cocina donde estaban las fuentes de empanadillas y croquetas, pescado frito y huevos rellenos, tapadas con paños blancos.

Se quedó solo en la casa y en el jardín. Hasta la caseta del perro estaba vacía. El perro se lo había llevado el asistente para entrenarlo -según explicó a Martín- en vistas a la próxima temporada de caza.

– Nene, si te aburres riega los geráneos… Pórtate bien, ¿sí? No te comas nada, que he contado las cosas.

Adela se marchó en la tartana. Martín se encogió de hombros cuando la vio desaparecer. Adela le irritaba mucho. No es que la odiase, pero le irritaba. Y no pensaba regar los geráneos, naturalmente.

Era media tarde y no sabía qué hacer. Al fin se acercó al pozo y lanzó el cubo hacia la hondura hasta que notó que se hundía en el agua y que pesaba. Lo alzó lentamente con ayuda de la polea, lo sujetó con esfuerzo cuando llegó al brocal y vertió agua en la regadera. Sintió placer al salpicarse de agua el traje limpio y las sandalias. Las sandalias eran ahora como las de un franciscano porque el asistente las había cortado por las punteras con una navaja. Así los largos dedos de Martín salían libres. Parecían los de un Cristo románico.

En aquel momento le pareció sentir «el acecho». Ningún silbido, pero sí «el acecho». Alguien vivo, mirando. Apretó los dientes y no quiso desconcertarse como otras veces. No quería inventarse personajes inexistentes, como en sus noches de niño cuando la abuela tenía que entrar en su cuarto para tranquilizarle. Estuvo a punto de decir para sí mismo aquella palabra que empleaba siempre su padre: «coño». Quiza fuese un alivio pronunciarla. Pero recordó que no sólo su padre empleaba la palabra. Todo el mundo decía eso cuando estaba enfadado. Hasta Adela. Él no necesitaba ese alivio. Prefería callarse si el taco en su boca tenía que resultar tan histérico y repugnante como en boca de Adela.

Levantó la regadera con fuerza y se dirigió al pie del muro comenzando a volcar el agua sobre las hojas carnosas requemadas en los bordes, sobre las flores, rojas algunas, rosadas otras, sobre los pequeños caracoles que se aferraban a los tallos, sobre las resistentes telas de araña que se doblaban al peso del agua y no se rompían.

Entonces empezó a oír las risas. Sonaban casi encima de su cabeza y tuvo que mirar. Quedó con la boca entreabierta, con una expresión de asombro que a los otros les hizo reír más.

Estaban a horcajadas sobre el muro. Un chico y una chica. Uno delante de la otra, erguidos como si fuesen a caballo. El chico llevaba pantalones de pescador remangados hasta un poco más abajo de la rodilla, una blusa blanca con las mangas cortadas y abierta sobre el pecho. La chica llevaba un trajecillo estampado, como de tela de cortina, sin mangas. La falda le subía descuidadamente hasta medio muslo y aunque los brazos eran flacos, muy tostados por el sol, la pierna que veía Martín era una pierna suave y fuerte de mujer. A los dos les llameaba el pelo con el sol y los dos calzaban alpargatas. El muchacho, para reírse, volvía la cabeza hacia su hermana. Martín supo en seguida que eran hermanos, aunque no tuvo tiempo de saber si se parecían o no se parecían en el primer momento. Ella fue la que habló con la boca llena de risa y el ceño fruncido.

– ¡Chico, eh chico! ¿Eres hijo del capitán?

Sucios de tierra como iban, vestidos de aquella manera y la chica con los pelos tiesos y revueltos encima de la cabeza, se les hubiera podido tomar por unos golfillos, por unos gitanos. Y sin embargo no se les podía tomar por golfillos ni por gitanos. Y aquel acento de la muchacha resultaba muy especial, medio andaluz -el abuelo Martín era andaluz y Martín conocía de sobra el acento-, medio extranjero.

Martín no contestó. No preguntó tampoco «¿quiénes sois?» No dijo nada. Estaba allá abajo, flaco y larguirucho, con sus ojos profundos -un poco hundidos en las cuencas como los del abuelo Martín-, con su pelo tieso cayéndole sobre la frente, la boca entreabierta y una mano apretando la mejilla, rozando aquella mejilla con los dedos, frotándola de arriba a abajo.

El chico se inclinó un poco hacia él en tono de mando.

– Vamos, contesta a Anita. ¿Cómo te llamas?

Anita, sin más preámbulos, pasó la otra pierna por encima del muro y se descolgó en el jardín. En medio minuto su hermano la siguió, y cuando Martín lo tuvo delante pudo darse cuenta de que era alto y bien formado como un hombre, aunque su cara no tenía bozo alguno.

– Somos Carlos y Anita Corsi.

La chica hizo la presentación mientras Martín seguía callado. Carlos movió la cabeza. Llevaba el pelo recortado a cepillo como un alemán. Quizá Martín pensó en un alemán porque Carlos tiraba a rubio, mientras que su hermana era morena.

– Éste no entiende español. Parlez-vous françáis? Do you speak English?

Entonces Martín sonrió con aquella amplia sonrisa que le iluminaba la cara.

– Me llamo Martín Soto.

– ¿Martín?, ¡martín pescador!

– ¿Martín pescador?

– Martín Soto.

– Martín pescador. Ya decíamos que tenías cara de martín pescador. ¡Es extraordinario!

Los dos hablaban a la vez llamándole martín pescador y Martín no sólo no estaba ofendido, sino que se divertía.

– Desde luego, martín pescador.

– Bueno, pues martín pescador.

Aquello se había convertido en una especie de juego de despropósitos. Anita echó a correr hacia el brocal del pozo y se asomó a la oscuridad gritando su propio nombre para ver si le contestaba el eco.

– Nosotros también tenemos pozo -dijo Carlos-, pero el agua es muy mala. Hacemos traer carros de agua mineral para beber. Carros enteros.

– ¿Es que vivís en la finca del inglés?

– ¡Claro que vivimos en la finca del inglés! Tienes que estar harto de oír hablar de nosotros. Llevamos quince días en la maldita finca y ya nos han echado de todas partes… Mira, mira lo que hace ahora la niña esa.

La niña esa, Anita, tenía una figura como de bailarina dentro del trajecillo descolorido; una cintura muy estrecha. A veces caminaba de puntas sobre las alpargatas.

Desde luego no era ninguna niña, pero no se podía decir que fuese una mujer. En aquel momento sacudía la tela metálica del gallinero. Martín, sin saber cómo, se encontró también sacudiendo la tela metálica del gallinero junto a Carlos. Los tres estaban haciendo lo mismo, riéndose al mismo tiempo del cacareo frenético de las gallinas.

– ¡Bah! -dijo Anita-, cuidado que sois tontos… En realidad no sé cómo puedo soportaros. Sois un par de crios.

Y ya estaba ella sentada en los escalones del porche. Sé dio aire a la cara con el borde de su falda. Los chicos estaban de pie delante de ella. Los miró con el ceño ligeramente fruncido y una sonrisa especial en la boca apretada y mala que tenía.

Martín no pensaba nada. Se limitaba a mirar a la muchacha sin juzgarla. Le hubiera parecido feúcha, con su cara redonda, a no ser por los ojos magnéticos que tenía debajo de unas cejas severas. Estos ojos hacían que Anita no se pareciese a nadie en el mundo. Martín no tenía elementos de comparación para juzgar su belleza o su fealdad. Carlos, en cambio, era guapo. Saltaba a la vista aquella perfección de los huesos, las facciones, el color dorado de la piel y del cabello. Martín, que había visto tantas fotografías de cuadros célebres inspirados en la mitología griega y romana, tantas fotos de estatuas en los libros de don Narciso el médico, pensaba en los héroes y dioses adolescentes al mirarle. También parecia un cartel de propaganda de la juventud alemana. Era alto, varios dedos más alto que Martín.

– Este martín pescador me parece poco serio para nosotros, Carlos, me parece demasiado pequeño.

– Sí, ya lo había notado. A ver, ¿qué edad tienes?

A Martín le ardieron de repente las orejas con la larga mirada de Carlos. Eran unos ojos distintos de los de Anita, menos fuertes, quizá más hermosos, alargados, contrastando con el gesto despectivo de la boca, en su manera de mirar.

Cuando Martín dijo que iba a cumplir quince años Carlos manifestó un asombro que casi era de enfado.

– Pretende tener quince años el pequeñajo este.

– No es de tu exclusiva esa edad… Martín, me gustas. Te tomo por esclavo.

– Ah, no te precipites. No le hemos probado aún. Para ser nuestro esclavo hay que merecerlo… Qué, pescador, ¿te atreves a luchar conmigo?

– Desde luego que me atrevo a luchar.

– No, no, es una lata cuando te pones a luchar, Carlos. Estamos olvidando lo que nos trajo aquí. Dilo, Carlos, di a qué hemos venido.

– Queremos ver tu casa.

– ¿Mi casa? Pero si es muy fea. ¿Por qué os interesa mi casa?

– Somos espías alemanes. ¿No te lo han dicho en el pueblo? Todo el mundo sabe que somos espías… Mira, Carlos, se ríe. ¡Qué simpático este martín pescador!

– No estoy tan seguro yo de que sea simpático.

– Hablad alemán -ordenó Martín.

Carlos se encogió de hombros. Anita le miró y dijo muy de prisa:

– Charles, reponds moi vite, salaud, il faut trompar le petit.

– Anita, imbecile, je sais parler mieux que toi et plus vite, le pécheur restera bouche-beé.

Se reían. Y Martín también. Anita se puso en pie de un salto. Era tan alta como Martín. No más alta, lo que resultaba un consuelo, porque a Martín le había parecido más alta al principio.

– Vamos a ver tu casa, martín pescador. Carlos no pudo lograrlo en los días en que aquí no hubo nadie. Subió por el poste de la luz hasta la azotea y vio la habitación de los baúles, pero me dijo que la puerta de la escalera al otro lado de la terraza estaba cerrada, de modo que yo no me molesté en trepar por el palo.

– ¿Que no te molestaste? Eres una perezosa y una cobarde, eso es lo que eres.

– Cochon! ¿Sabes lo que estoy pensando? Pues que martín pescador va a ser más guapo que tú en cuanto crezca un poco.

– ¡Puah!

Anita se echó a reír. Carlos y Martín la siguieron al interior de la vivienda. Martín notó entonces una sombra de su antigua vergüenza y timidez. Porque Martín tenía un sentido exigente de la belleza y nunca le habían gustado los muebles entre los que había vivido. Ni los de los abuelos ni los de su padre tampoco. No es que supiera qué muebles deseaba tener a su alrededor para vivir a gusto, pero quizá hubiera preferido las paredes desnudas; sobre todo en aquel momento, para que Anita y Carlos no vieran lo demás.

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