El día de San Juan, Martín fue a misa con su padre y Adela. No fueron en el coche militar como los años anteriores, sino en la tartana de Perico, que vino a buscarles.
Mientras el viejo caballo iba a paso cansino por la carretera junto al mar, Martín se fijó en Adela. Y a pesar de su distracción pensó que había cambiado mucho desde el día en que la conoció en casa de sus abuelos.
Con el traje negro de seda que la ceñía se notaba muy bien la deformación del cuerpo de la mujer. La cara, hinchada, resultaba muy rara, Y la mirada de sus ojos, tan hermosos y adormilados en otro tiempo, era una mirada hosca, como llena de rencores. No es que el chico pensara esto de los rencores, sólo se daba cuenta de la transformación de su madrastra vagamente mientras escuchaba a Eugenio que estaba explicando la procesión del pueblo aquel día. La procesión ya no la alcanzarían a ver, pero según Eugenio resultaba muy pintoresca, casi como las de Semana Santa, en que todos los hombres de Beniteca se vestían de nazarenos o de figuras bíblicas o de la historia de la antigüedad. Algo muy curioso. Todos los hombres bebían lo suyo en aquellas procesiones y las mujeres se encerraban en sus casas. El día de San Juan no pasaba esto, pero Eugenio lamentaba que Martín no hubiese visto la procesión.
Al salir de misa vio Martín que Carlos le estaba esperando frente a la iglesia apoyado en su moto. Carlos se acercó a saludar a Eugenio y Adela.
– Me llevo a Martín, si no les importa.
– Bien -dijo Eugenio-, por mí… Este año Martín sin Mari Tere… Aquella rubia tan mona, ¿eh Martín?, la hija del capitán que había antes. Sin Mari Tere se va a aburrir en el café.
Los chicos dieron la vuelta por la plaza montados en la moto. La plaza estaba animada por los barracones de tiro al blanco y despacho de bebidas y por los hilos de bombillas de colores que cruzaban por encima de la pista de baile para la iluminación nocturna. Algunos puestos estaban cerrados en aquel momento.
Desde el café, don Clemente vio pasar a los chicos y se permitió algunas observaciones cáusticas acerca de ellos y del ruido de la moto y del peligro de que un chico tan joven la llevase por el pueblo con riesgo de atropellar a alguien.
– Se ve que esos chicos de la finca del inglés son privilegiados para todo el mundo y hacen lo que les da la gana. Soto haría bien en vigilar la amistad de su hijo con esa gente.
Al cabo de un rato, completa ya la tertulia con una serie de oficiales entre los que estaba Eugenio, don Clemente se creyó obligado, según dijo, a hacer una advertencia al teniente.