Pero Martín no le oyó, porque el ruido de la moto al entrar por la puerta principal de la finca y al subir la avenida por entre los pinos, era un ruido terrible.
Martín saludó a Frufrú, que le acogió con la misma tranquilidad que si le hubiese visto la tarde anterior. Frufrú no variaba como Carlos y Martín de un año para otro. Hasta los vestidos eran los mismos de siempre, o eso le parecía a Martín. Sólo cambiaba el color de su cabello, que este año era rojo como una llama.
– Bueno, ñiños, a disfrutar, a bañaros.
– Ya no somos niños, Frufrú.
– Ah, ¡qué martín pescador! Para mí, ñiños siempre.
Descalzos, con el pantalón de baño, corrieron por la finca hasta el portillo trasero de las dunas, hasta el mar luego. Martín se restregó el cuello y las piernas con agua de mar y arena antes de meterse. Le parecía que quedaría más limpio así. Carlos le empujó. Se persiguieron uno a otro nadando. Aparecían y desaparecían debajo del agua uno al lado del otro. Se reían. La tarde fue palideciendo por el lado del mar y al salir del baño casi tenían frío. Corrieron otra vez a la finca para vestirse. Martín había cogido ropa limpia de su maleta. Un traje viejo arrugado, pero aún con el olor a los armarios de su abuela. Se vistieron los chicos en el cuarto de baño del inglés, de espaldas uno al otro mientras se vestían, y hablando y bromeando sin parar.
– Adivino una cosa. Adivino que Frufrú ha preparado té, en la cocina, con galletas de las mejores que trajimos y pan con mermelada de naranja.
La adivinanza era de Carlos. Martín corrió a ver sí acertaba. Le pareció que aquel verano iba a ser el mejor verano. Estaban apenas a veintidós de junio. Tenían más días que nunca por delante.
Frufrú había preparado tres tazas sobre la mesa de mármol de la enorme cocina, había preparado un plato con galletas y también pan hecho en casa y mermelada de naranja.
Martín y Carlos no hacían más que reírse. Frufrú, sin saber de qué se reían, reía también cloqueando.
Por las rejas de la ventana se veían las ramas del jazminero que empezaba a dar su olor en la tarde. Desde algún lugar de la finca llegó un canto de jipíos, un canto cascado, de viejo.
– ¿Vuelve a cantar Paco su flamenco?
Martín tenía la cara maravillada. Casi resultaba atractivo con aquellos ojos oscuros tan brillantes y aquel filo de los dientes blancos al sonreír.
– Come. Ñiño, come. Tienes cara de lobo hambriento.
Martín echó una ojeada a la gran cocina y a la ventana y respiró el olor que llegaba desde fuera.
– Es exactamente igual que siempre. No falta nada en el verano.
Carlos, que daba un mordisco poderoso a un trozo de pan, frunció el ceño.
– Sí falta. Falta Anita. Yo echo de menos a esa idiota a pesar de que no debería acordarme de ella. Está ahora más presumida que una mona. Sí, no te rías, Martín. Y tú, Frufrú, no muevas la cabeza; un día de tanto moverla se te va a caer. Estoy deseando que venga a Beniteca mi hermana a ver si entre tú y yo, Martín, le quitamos toda esta cursilería que tiene ahora con enamorados y cosas de ésas.
– Bah, bah, ñiño, ñiño… No le quitarás a Anita su manera de ser. Ella es coqueta. Y ¿qué? Hay muchas mujeres que lo son. Empezó a coquetear ya con Corsi el día que nació, cuando yo se la enseñé a tu padre por primera vez… Qué vamos a hacerle. Además, una mujer de dieciocho años es ya una mujer mayor. Vosotros, ñiños, tenéis que jugar por vuestra cuenta. Y tú, Carlos, si quieres que te estime algo no le hagas caso. Es un consejo que te doy… Vaya -Frufrú miró hacia las caras de los chicos-, ya nos hemos puesto serios. Ahora a reír otra vez como antes. ¡Vamos, vamos!
Frufrú acompañó sus últimas palabras con unas palmaditas alegres.
A Martín no hacía falta llamarle a la alegría. No sentía la menor preocupación por la ausencia de Anita. Carlos le bastaba para notar aquella sensación de arrebato fuera del mundo conocido y cercano que había notado por primera vez cuando aparecieron los dos Corsi sobre el muro del jardín. Aquel esplendor interno en el que Martín no pensaba, sino que llamaba simplemente «el verano».
No volvió a su casa aquella noche hasta el toque de retreta, hasta las diez de la noche, recién terminado el día en aquella época en que los días eran más largos.
Adela, asomada a la ventana del comedor, le vio saltar el muro del jardín y llamó a gritos a su marido. Cuando Martín entró en el comedor Eugenio le dijo:
– Oye, ¿no te parece que tienes demasiado cuerpo ya, para andar saltando tapias? Vas a destrozar los geráneos, coño.
– A mí me da lo mismo -dijo Adela-, el año que viene, si Dios quiere, no estaremos aquí. Lo siento por el pueblo donde tengo muy buenas amistades, pero me alegro por dejar esta casa dichosa que me parece un destierro.
Eugenio movía el cochecillo donde Adelita solía estar siempre el verano anterior y Martín se acercó con cierta aprensión.
– Esta niña es exacta que la otra el año pasado.
– Se parece mucho, sí -dijo Eugenio con complacencia-. La llamamos Mariquita porque doña María, la mujer de don Clemente, ha sido su madrina… Y ahora la sorpresa, Martín. Al año que viene tendrás otro hermano. Adela está empeñada en que sea varón. A mí me da lo mismo, coño. Ya tengo un varón en casa. Adela no se convence por más que se lo digo. Se toma unos disgustos, coño, que no sé cómo quiere tener leche luego para criar a las hijas.
Adela metida en su bata y con cara de pocos amigos miró a Martín con asco. Pero Martín no se daba cuenta. Pensaba en sus cosas, sentado en el extremo de la mesa donde le habían puesto su cubierto.
– ¿Sabes, papá? Carlos tiene un par de guantes de boxeo y un saco de cuero. De cuero, ¿sabes? Lleno de arena para practicar.
Se abrió la puerta y apareció una mujer con la cara muy curtida, como si trabajase en faenas de campo. Bajo su traje de color marrón se adivinaban unas formas opulentas: era la criada de Adela. La pequeña Adelita cogía las faldas de la mujer y trataba de andar a su compás. La sirvienta dejó la sopera de gazpacho sobre la mesa y se quedó mirando a Martin con cazurrería y curiosidad.
– ¿Qué le parece mi hijo, Ramona? Buena altura tiene ya el mozo. Me pasa un palmo a mí.
– ¡Jesús! Es un hombre ya. ¡Jesús María! -la mujer hacía aspavientos de admiración y después se volvió con descaro a Eugenio-. No sé cómo se atreve a tener este hombre en casa cuando hay una mujer tan joven y tan guapa aquí, don Eugenio.
– Coño, no diga usted barbaridades, Ramona. Coño, en mi vida oí cosa igual.
La pequeña Adelita intentaba trepar por las piernas de Eugenio, que seguía diciendo palabras cada vez más fuertes a la mujer que huía hacia la cocina. Al fin se dio cuenta de la niña, la cogió y la sentó encima de el. Martín dijo:
– Fíjate, papá, tenemos la moto y los guantes de boxeo.
Pero Eugenio y Adela estaban ahora hablando y discutiendo en una discusión que había derivado acerca de la niña mayor, que no quería acostarse hasta que la criada se acostase a su vez. Adelita dormía con Ramona en el cuarto de junto a la escalera.
Las hormigas con alas y las mariposas volaban alrededor de la lámpara. Llegó del jardín un olor a tierra reseca y, a ráfagas, el olor del lejano jazminero. Martín miraba hacia el mantel mientras comía y sonreía a la vez como un bendito.